viernes, 13 de septiembre de 2019

Para poder juzgar, juzgarme

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Ser seguidor de Jesús conlleva muchos compromisos ineludibles. Decidirse a ser su discípulo no es una decisión "impune", pues no se puede hacer sin involucrarse profundamente en la asunción de las respuestas a las llamadas que Él hace a superarnos continuamente. El seguidor de Jesús jamás podrá ser un hombre estático o satisfecho. La invitación de Jesús es a la movilidad, a dejar comodidades y seguridades, a apuntar siempre más allá, a elevarse subiendo escaños cada vez más altos y exigentes. Quien pretenda esperar llegar a un punto en el que el mismo Cristo estaría satisfecho con lo que haya alcanzado no ha entendido la dinámica de la conversión que Él exige. Dar un paso adelante no es para llegar a la meta, sino para acercarse cada vez más a ella, por lo cual no se puede desfallecer en el camino. El agotamiento no cabe en este itinerario. Al contrario, percibir que la meta se acerca, debe animar más a seguir avanzando y da mayores fuerzas e ilusión.

Esto lo experimentó claramente el joven rico que quería saber lo que había que hacer para llegar a la vida eterna. Era un joven bueno. Cuando Jesús le propone seguir el camino de los mandamientos, responde sin ambages: "Eso lo hago desde que era un niño". Ya quisiéramos nosotros poder afirmar lo mismo con la candidez y la sinceridad con la que él lo hizo. Cumplir todos los mandamientos es algo realmente admirable. Y decirlo con sinceridad requiere de una inocencia personal muy lejana a la soberbia, al orgullo o a la vanidad. Pero aun siendo así, Jesús le eleva la exigencia. Si ya cumple todos los mandamientos, debe subir entonces a un plano superior. "Vete, vende todo lo que tienes, dale el dinero a los pobres y, luego, sígueme". Jesús siempre quiere más. No se contenta con lo que hemos logrado. No da por terminado jamás el proceso de entrega. Y no es una tiranía ni una injusticia. Es la procura de que avancemos hacia la meta, hacia la perfección. Es nuestro bien mejor el que quiere que alcancemos.

Es por ello que nos pide que en nuestra conducta jamás abandonemos la revisión personal. Debemos saber dónde estamos parados para saber cuál es el camino que debemos emprender. No debemos distraernos en juzgar a los demás, sin mirar lo que es medular para nosotros. Es nuestra propia superación lo que debemos procurar, para luego, desde el amor alcanzado en nuestro avance, poder ayudar a los hermanos a ser mejores. No podemos parapetarnos tras los defectos de los demás para justificarnos a nosotros mismos. "Los otros son peores que yo". Eso no justifica que no avancemos. Somos nosotros los primeros propiciadores de la superación de los demás, haciendo nosotros el primer esfuerzo. "¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Hermano, déjame que te saque la mota del ojo', sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano." Es una cuestión de coherencia. Podré corregir al hermano si antes me he corregido a mí mismo. No antes. Mis defectos evidentes, los que no he corregido, me quitarán toda la supuesta autoridad que tenga para corregir.

En esa revisión debo asumir que no soy, ni de cerca, mejor que nadie. La humildad es esencial para reconocer lo que soy de verdad. Y en muchas ocasiones, dolorosamente, constataré que no soy mejor que los demás y, con tristeza, deberé reconocer que en muchas cosas llego a ser peor que ellos. "Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente", dice Pablo a Timoteo, en un reconocimiento sincero de que él no podía considerarse mejor que nadie. Su juicio lo hace no desde una superioridad falsa y pretendida, sino desde la humildad de lo que es y lo que ha sido. La conversión lo ha hecho contar con la Gracia de Dios, que le ha dado las condiciones para ser mejor, dejando atrás su mala conducta. Es Dios, quien elige y llama, y quien también capacita para avanzar. Es la Gracia la que da la fuerza para emprender el camino de superación.

Juzgar debe empezar por juzgarse. Y debe ser anticipado por entregarse a la Gracia para que actúe en mí. No es el propio esfuerzo el que lo logra, aunque forma parte del proceso. A mi esfuerzo se debe añadir como parte esencial la obra de Dios. Jesús no nos elige porque seamos santos, sino para llenarnos de su Gracia y hacernos capaces de hacer mejores a los demás. Es su fuerza lo que vale, no la mía. "Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio (...) El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús". Los méritos no son míos. Son de Jesús, quien me elige y me envía a los hermanos...

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