lunes, 2 de septiembre de 2019

Desear el bien del hermano es lograr el bien para mí

Resultado de imagen para ningún profeta es bien recibido en su tierra

Jesús ha enfrentado situaciones muy fuertes contra diversos grupos religiosos de su época. Sus peores enfrentamientos han sido contra los fariseos, "custodios" de la ortodoxia y la ortopraxis hebrea, quienes se habían erigido en adalides de la Ley mosaica seca y vacía, en detrimento de la vivencia del amor y la compasión, colocando a la Ley por encima del hombre y de la misericordia necesaria y fundamental en toda religión. El vacío era total. Pesaba más la letra sobre el papel que la sangre derramada por el pobre y por el inocente. En ese sentido, era natural y casi de esperarse que Jesús se enfrentara a esta pretensión maquiavélica de hacer de la Ley el yugo peor que pesara sobre los hombres de los que ya sufrían por la indolencia de sus hermanos.

Pero hay un enfrentamiento que se da también en la vida de Jesús y que no es tan natural. Es el que se da contra sus paisanos. Y llama mucho la atención por cuanto se dan sentimientos encontrados en los oyentes. Lo relata San Lucas en su evangelio. Por un lado, los paisanos de Jesús están asombrados y llenos de admiración por las palabras que surgían de su boca. Descubrían que eran llenas de gracia y les movían el piso. Jesús se identificaba con aquel que presenta el profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor". Su extrañeza mayor se presenta cuando ponen sobre el tapete la condición de Jesús, su paisano. "¿No es este el hijo de José?" Jesús se adelanta, y les dice: "Sin duda me dirán este refrán: Médico, cúrate a ti mismo: de tantas cosas que hemos oído haber sido hechas en Cafarnaum, haz también aquí en tu tierra". Y les habla de los portentos hechos por Dios en la antigüedad a través de los profetas Elías y Eliseo, a extranjeros, la viuda de Sarepta y Naamán el sirio. Los paisanos de Jesús se sintieron heridos, por la alusión a la falta de fe que tenían, absolutamente injustificada, pues se basaba en prejuicios superficiales y absurdos. Al punto de que buscaron herir y hacer desaparecer a Jesús, sus propios coterráneos!!!

Lejos de sentirse genuinamente orgullosos por lo que se oía decir de uno de los suyos, y por el bien que hacía a los más necesitados, sintieron más bien los celos por comportarse bien con otros. Descubrían así los sentimientos más bastardos de la raza humana. La envidia, los celos, al punto de querer destruir al que hace el bien, deja al descubierto un espíritu muy mezquino. Es un sentimiento que aflora con frecuencia entre nosotros y que nos desnuda y nos deja en evidencia. Nos hace falta más sensibilidad ante las necesidades de otros hermanos. Deberíamos dejar de centrar nuestra mirada exclusivamente en nuestras propias necesidades, que seguramente son también importantes, y mirar también hacia las necesidades de quienes sufren sin duda más que nosotros. Y, además, sentir el gozo de que haya quienes se ocupen de ellos, haciendo caso de la invitación de Jesús a ocuparnos de los hermanos más necesitados, en los que se descubre sin duda alguna su presencia.

La humanidad adolece de compasión, de solidaridad, de misericordia. Nuestras miras muchas veces están puestas en un sentido de competencia absurdo por ser los únicos o al menos los primeros en recibir los honores, los favores, las gracias, sin tener en cuenta que hay hermanos más necesitados que nosotros. Incluso en nuestra oración personal, no debemos centrarnos solo en nuestras propias necesidades. Orar por las necesidades de los hermanos hace que el Señor mire inmediatamente también hacia las nuestras. Ocuparse del bien de los demás, repercute automáticamente en el bienestar propio. No es extraño que quien se ocupe del mal del hermano reciba en compensación la acción directa de la providencia divina. Dios ayuda a quien ayuda. Dios se encarga de proveer a quien ayuda al necesitado, incluso para que pueda seguir ayudando con amor.

No hay que centrarse en sí mismos. Nuestra fe nos invita a no colocarnos nosotros en el centro. Nos invita a colocar allí a Dios y a los hermanos. Eso nos da la libertad necesaria para servir a Dios y a los hermanos con el mayor amor. Y así Dios mismo se ocupará de nosotros. No nos ocupamos de nosotros mismos. Esa tarea la asume el mismísimo Dios. Y Él, mejor que nadie, sabrá proveer a nuestras necesidades en el momento oportuno.

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