viernes, 7 de marzo de 2014

Ayunar de la injusticia

Dios conoce lo más íntimo de los hombres. Escruta profundamente sus deseos, sus intenciones, sus motivaciones. Nada hay oculto a su mirada de Padre que, con ser tan amoroso, no deja jamás de ser justo. O precisamente, porque ama infinitamente, ama también infinitamente la justicia y rechaza al que pretende burlarse de su amor cometiendo injusticias... Todo lo que hacemos como obras concretas tiene delante de Él la justificación, es decir, Él conoce perfectamente qué lo ha motivado, cuál intención persigue, qué deseo busca satisfacer... Por eso, es absurdo pretender engañar a Dios con obras que no surgen realmente de corazones convencidos, de corazones ganados al amor, de corazones solidarios y que buscan el bien. Si un corazón simplemente busca manipular aparentando bondad, cuando lo que hay en realidad en él es malicia, eso ya lo ha descubierto Dios en su ciencia infinita...

Jesús, al iniciar el itinerario cuaresmal, nos ha invitado a ayunar, a hacer oración y a dar limosna, pero con una condición: que sea un trámite entre el Padre y nosotros, entre el Padre y tú. No hay que sonar trompetas ni hacer barullo ni publicidad por lo que se hace en función de estas tres obras. Eso las haría ya ilegítimas y las haría perder su valor, aun siendo obras buenas. Es del corazón del hombre donde surge lo que las hace válidas, salvíficas, rentables en eternidad...

Por eso es que los hombres en innumerables ocasiones perdemos la riqueza de lo que podemos vivir verdaderamente. Por estar pendientes de recibir reconocimientos incluso del mismo Dios, pero también de los hombres, hacemos ya nuestras obras merecedoras de escarmiento, aunque, repito, sean muy buenas. Las obras deben descubrir lo que realmente se vive interiormente, y no un disfraz de lo oscuro que existe en el interior de los hombres. ¡Qué lamentable saber que hay quienes se aprovechan de operativos, de programas extraordinarios, de momentos de tragedias o de crisis, para dejar ver su pobreza de espíritu, que está la vista de todos, adornándolas con obras de supuesta caridad, de supuesta solidaridad! ¡Peor aún cuando con esas obras espasmódicas persiguen alguna justificación de lo malo que hacen o que por ellas busquen cancelar de la mente de todos -¡hasta del mismo Dios!- la inmensa deuda de humanidad, de amor, de solidaridad, que tienen con todos!

Dios desprecia esos movimientos. A Dios le repugnan. Dios no quiere eso para sí ni para los suyos. Por eso, lo escuchamos decir: "El ayuno que yo quiero es éste: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne". Nada de lo que hagamos tendrá valor si no va revestido del amor, de la justicia, de la solidaridad que existe en el corazón. De lo contrario, actuar "por operativos" sólo dejará el sabor de humillación en el que es auxiliado y el sabor del desprecio de parte de Dios...

La Cuaresma debe hacernos apuntar a purificar lo más íntimo de nosotros. Es muy peligroso para nosotros mismos, para nuestra autenticidad, para nuestra eternidad, el que nos empeñemos en seguir en las rutas del disfraz. Después del carnaval viene la Cuaresma. Esto significa que debemos echar fuera los disfraces de solidarios, de caritativos, para revestirnos de lo que seremos realmente en nuestro interior, al dejar a un lado lo falso y dejar entrar lo auténtico... Es dejarnos invadir realmente del amor de Dios que quiere actuar desde nosotros. No se trata sólo de ponerse con transparencia delante de Dios, de entrar en contacto de amor con Él y tenerlo por nuestro principal tesoro, sino de ir más allá, demostrando a los hermanos que amamos a Dios porque los amamos a ellos de verdad, porque somos capaces de colocarnos cada uno en el segundo lugar, poniéndolos a Dios y a ellos en el primero de todos... Nos descentramos de nosotros mismos haciendo que lo verdaderamente importante sea cumplir al pie de la letra los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, los primeros y los que resumen todo lo que debemos vivir como cristianos auténticos...

El ayuno que debemos hacer es el de la malicia, el de la injusticia, el del desamor. Nos llenamos con las obras negativas, y ellas nos producirán la muerte. Lo sano y lo más inteligente es que nos alejemos de ellas y nos coloquemos en la línea de la voluntad divina. Al fin y al cabo, "Él quiere que todos los hombres se salven". Y allí estamos incluidos nosotros mismos. Dios quiere nuestra propia salvación. Y ella pasará por nuestro ayuno, el de las obras malas, el de lo que nos destruye a nosotros y a los demás, el que borra su sello de amor en las cosas maliciosas que realizamos, aunque exteriormente sean obras buenas... Que sean obras que surjan de lo que vivimos en el corazón, cuando nos dejamos invadir del amor, de la justicia, de la solidaridad fraterna... Es lo que Dios quiere. Y es nuestra salvación y la de los demás...

Cuando vivimos así, es siempre fiesta, pues siempre está el amor con nosotros. Y con él, estamos llenos de justicia. Al tenerla, no tendremos que hacer ayuno, pues estamos llenos de lo que verdaderamente vale, de lo que Dios quiere... Jesús le dice a los fariseos: "¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán." No se puede ayunar de lo bueno. Se debe ayunar de lo malo... Del desamor, de la injusticia, de la falta de solidaridad...

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