Dios hizo todo lo que existe. Todo ha surgido de su mano poderosa y amorosa. Y asumió el hacerlo todo como su gesto de compromiso con todo lo que no es Él. Sin necesitar de nada fuera de sí, decidió necesitarlo, no como algo inherente a su esencia, sino como algo que lo comprometía. Desde que todo lo creado existe, Dios necesita saber que todo está bien. Por eso, cuando el autor sagrado afirma que Dios "vio todo lo que había hecho y era muy bueno", no solo se refiere a la bondad que poseía en sí la creación, sino a aquello que estaba Él mismo dispuesto a asumir en la subsistencia de todo. Todo estaba muy bien, ciertamente, pero iba a seguir estando muy bien por cuanto Él, dador de todos los bienes, asumía necesariamente su compromiso de percatarse de que se mantuviera así. Está claro que la razón última de esa bondad de lo creado era aquella criatura en la mano de quien lo colocaba todo, es decir, del hombre. Nada de lo que existe tiene sentido sin él. Todo existe para él. Todo se explica en él. Si no está el hombre en el universo no hay razón para la existencia de las cosas, de las plantas, de los animales. En cierto modo, la presentación que hace el autor del gesto creador de Dios, al colocar al hombre en el último día de la creación, luego de que ya todo lo demás ha venido a la existencia, es como la confirmación de que el hombre es el colofón de todo, el punto más alto, el que lo va a disfrutar todo, para el que ha sido creado todo. La creación del hombre es la gala y el orgullo del mismo Dios creador. Y por ser así, estará siempre dispuesto no solo a producir su existencia, sino a procurarle lo que necesite. No escatimará nada de cuanto lo podrá beneficiar, por cuanto además de todo lo que significa su vida, lo enriquecerá con los infinitos bienes que pondrá en sus manos, incluso con aquellos que son originalmente solo suyos. Así, le dará su inteligencia y su voluntad, su libertad absoluta, su capacidad de amar, su esencia comunitaria. Todas esas son prerrogativas divinas que, en el gesto creador y amoroso, Dios está dispuesto, sin ninguna dificultad, a colocar en las manos del hombre, su criatura predilecta. Esa preferencia de Dios es clarísima, pues nos percatamos de que a ninguna de las otras criaturas del universo ha beneficiado con dones tan extremos, que eran solo originalmente suyos. Dios se ilusiona con el hombre y en su deseo de beneficiarlo al máximo, lo llena de los bienes que son solo suyos, haciéndolo partícipe de su naturaleza divina. Sin embargo, en este idilio divino las cosas no son solo hermosas, pues el hombre, habiendo recibido todos los beneficios divinos, llegó a considerarse más que Dios y capaz de desplazarlo de su corazón, creyendo en su absurdo que podía vivir sin la unión con el que era el origen de todos sus beneficios. Confundió el amor con la traición.
En su obcecación el hombre llegó a confundir los beneficios con el fin. Todos los bienes con los cuales Dios lo había favorecido llegó a confundirlos con lo único. Y la verdad es que esos bienes jamás fueron considerados por Dios como un fin que ponía en las manos de los hombres, sino que en realidad siempre fueron el medio que Él les procuraba para que sirvieran para su subsistencia, y que finalmente les ayudaran a consolidar su supremacía sobre toda la creación, en el entendido de que todo debía retornar a su dueño original, Él mismo, por lo cual el hombre, para poder disfrutar eternamente de ellos, debía mantener su unión a Él, debía vivir siempre en su amor, debía procurar una vida continua de reconocimiento y de servicio en su amor. No hacerlo así fue la debacle, pues el hombre se obstinó erróneamente en creerse autosuficiente, desconectándose de quien era su único sustento vital, el que le daba incluso el motivo de su existencia. No quería Dios, de ninguna manera, impedir el progreso del hombre. Ese progreso, por el contrario, era el signo de que su obra tenía sentido. Por él, el hombre confirmaba su superioridad sobre todo. Cuando el hombre cumple con la impronta de superioridad pautada por Dios, hace lo que Dios quiere. La indicación divina para el desarrollo de su vida fue tajante: "Dominen la tierra y sométanla". No hay confusión en eso. El hombre tiene como tarea, por las cualidades donadas por Dios, llevar todo lo creado a su superación. A sí mismo y a todo lo creado. No hacerlo sería una traición al objetivo de su existencia. Pero no es una tarea unívoca ni que lo desconecta de la conciencia plena de la unión con su origen. La autosuficiencia humana es una realidad por la voluntad divina, pero no es absoluta, por cuanto siempre deberá estar, para que sea legítima, unida a quien es la fuente que nunca puede faltar. El ejemplo claro lo pone Jesús en su diálogo con la gente: "Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: '¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Y se dijo: 'Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente'. Pero Dios le dijo: 'Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?' Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios". Ese hombre asumió la acumulación de bienes como su fin, sin apuntar más alto, al servicio debido a Dios y a la vida en función de los demás, en especial de los necesitados. Lo malo de él no fue haber puesto a producir sus bienes, sino haber creído que la vida se agotaba en eso. Se enriqueció a sí mismo, sin enriquecerse delante de Dios ni de los hermanos.
Es necesario, por lo tanto, asumir todos los beneficios que nos regala Dios para nuestra vida, que son muchos e inmensos, pero sin perder la perspectiva más rica de nuestra existencia que no se agota en los beneficios materiales que nos da el Señor. Somos capaces de transformar el mundo. Nuestras capacidades han demostrado hasta ahora que aparentemente cada vez son mayores y tienen menos impedimentos para brillar. La inteligencia y la voluntad con las cuales nos ha enriquecido el Señor nos hacen casi invencibles. Nuestra libertad aparentemente no tiene límites. Pero todo eso nos ha sido donado no para que nos lleguemos a creer totalmente poderosos, sin referencias superiores. Todas las cualidades que poseemos por el amor generoso de Dios son para aplicarlas en primer lugar a Él. Para que lo conozcamos mejor, para que le sirvamos con fidelidad, para que lo amemos por encima de todas las cosas, para que hagamos del servicio a los demás nuestra alegría. Si esas capacidades no sirven para eso, no sirven para nada. Si se quedan solo en el regalo a sí mismo, con vanidad y soberbia, terminaremos en la indigencia total. El amor de Dios por nosotros es grandioso. Más aún, es el único, por cuanto es a nosotros a los únicos que Él ama por nosotros mismos. Así es, y así seguirá siendo siempre hasta la eternidad. Nuestra existencia se explica solo en ese arrebato de amor en la eternidad que tuvo en favor nuestro. Pero ese amor será realidad en nosotros solo si somos capaces de responder en esa misma ilusión, con la misma capacidad de idilio que Él la vive hacia nosotros. Vivir en el idilio con Dios es fundamental para nuestra existencia legítima en Dios y para alejarnos de las pretensiones de soberbia que siempre estarán entre nuestras tentaciones. Jesús ha venido para rescatarnos de ese mal: "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo —ustedes están salvados por pura gracia—; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con Él, para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia, mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. En efecto, por gracia están salvados, mediante la fe. Y esto no viene de ustedes: es don de Dios". Nuestra conciencia debe estar siempre fundada en la realidad de que todo nos ha venido de Dios. De que incluso las cosas que logramos son posibles gracias a las capacidades que Él ha puesto en nosotros. Solo siendo conscientes de que todo lo que tenemos es por la gracia divina, más aún, que son realidades suyas que Él ha querido compartir con nosotros, podremos dar a nuestra vida la realidad justa que debe tener. Somos de Dios, venimos de Él, todo lo que poseemos es gracias a Él, y al final de nuestra vida lo justo es que lo retornemos todo a Él, dador de todos los bienes, y el único al que es justo que todo torne.
Amado Señor, fortalécenos para saber distinguir lo que vale para la eternidad☺️
ResponderBorrarTodas nuestras capacidades han venido de Dios,para que nos amemos unos a otros y seamos serviles a los demás con alegría.
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