El objetivo de todo lo creado es el crecimiento. Es característica natural de lo creado el que crezca, que se desarrolle, que avance. La existencia no se detiene y da muestras continuas de ir hacia delante. Lo podemos constatar en los grandes avances que se han dado en las investigaciones sobre el cosmos que han ido surgiendo. Se ha comprobado que el universo entero está expandiéndose, que su crecimiento es indetenible, y que al parecer ese avance no se detendrá nunca, a menos que suceda una verdadera debacle cósmica que dé al traste con todo ello. Está claro, para quienes confesamos la fe en el Dios creador y sustentador de todo, que en su mente jamás estaba la posibilidad de que la creación tuviera un momento de estabilidad final en su existencia natural en el que su expansión dejara de darse. Si esto es una verdad incontestable en ese universo que escapa a nuestro total control, lo es con mayor razón en aquello que tiene que ver con nosotros mismos, con nuestra intimidad personal, con nuestra existencia humana y con mayor razón con nuestra existencia espiritual. Los hombres, cada uno de nosotros, estamos llamados a ser más, a crecer, a no contentarnos con mínimos reductivos que impidan esa finalidad que le ha impreso como cualidad esencial el Creador. Por ello, desde el principio para los hombres, sobre todo para los grandes primeros pensadores, la realidad es un eterno fluir, un constante movimiento, un avance sin detención. Y, por supuesto, en esa condición se encuentra en primer lugar el que es la razón de todo, por quien todo ha venido a ser, el hombre, al que Dios ha colocado como el primero de todas sus criaturas, y a quien ha colocado en el primer lugar de los poseedores de esa prerrogativa de movilidad y de crecimiento. Si todo crece y se desarrolla, en cierto modo lo hace, además de por su característica original divina, por el hombre que en su experiencia personal de vida que avanza siempre, atrae todo a esa realidad de superación de sí mismo. Todo crece porque el hombre crece. Por ello, todo debe ser mejor porque el hombre avanza en bondad. Esa es la esperanza que mueve a quien quiere ser fiel a Dios. Pero lamentablemente también es cierto que todo puede reducirse, ser menos, cuando el hombre se empeña en ser menos él mismo, cuando ilegítimamente se coloca como estorbo para que todo sea mejor y de esa manera se impida el progreso, el avance, el desarrollo de lo creado. No se trata solo de una consideración cualitativa o cuantitativa, de ser más o menos, de ser más grande o no, de ser mejor o peor, sino de avanzar en su cualidad más alta y emblemática de su condición humana, que es la relación con el que es su origen.
El hombre será más grande en cuanto esté más unido a su Creador. Aunque los avances científicos sean indetenibles y cada vez mayores, aunque tenga mayores triunfos científicos, técnicos o tecnológicos, aunque domine cada vez más todo lo que ha sido puesto en sus manos, si no avanza en su conciencia de criatura, en el servicio a quien está muy por encima de él, en la unión fraterna y amorosa a todos los que son como él, todo será simplemente un avance constatado en una suma quizás muy valiosa de sus grandes logros, pero no se sumará a la condición que lo hará elevarse a lo más alto de su condición humana, que es en su relación con Dios. Será mucho más hombre, pero no llegará a ser más humano. Las enseñanzas de Jesús a los discípulos colocan a cada hombre en esta comprensión, cuando usando de las realidades naturales en medio de las cuales vive, les dicen que la misma naturaleza concuerda con aquel crecimiento que debe darse, para estar en concordancia con el deseo divino: "En aquel tiempo, decía Jesús: '¿A qué es semejante el reino de Dios o a qué lo compararé? Es semejante a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; creció, se hizo un árbol y los pájaros del cielo anidaron en sus ramas'. Y dijo de nuevo: '¿A qué compararé el reino de Dios? Es semejante a la levadura que una mujer tomó y metió en tres medidas de harina, hasta que todo fermentó'". En este caso, el grano de mostaza y la levadura tienen un cometido concreto: crecer para dar vida, para servir a su propósito. Si el grano de mostaza o la levadura no crecen, o si crecen solo para un beneficio egoísta, han perdido su razón de existir. El grano de mostaza creció, dio frutos, sirvió de alimentos al hombre e incluso llegó a servir para acoger a las aves que anidaron en él. La levadura sirvió para hacer crecer la masa y servir de alimento sabroso para el hombre. En la misma cualidad debe moverse el hombre que ha sido colocado en el mundo por Dios. Es por ello que Jesús identifica el Reino de Dios con esos elementos que hacen lo que les corresponde. También el hombre debe hacer su parte. No puede dejar de hacerlo a riesgo de que deje de ser lo que debe ser, es decir, aquel que debe promover el crecimiento de sí mismo y de todo lo creado. De su crecimiento personal dependerá que todo lo demás crezca y se desarrolle. Y que todo haga lo que debe hacer en el seguimiento del objeto de vida que le ha colocado Dios.
En esta tarea de vida todo tiene su sentido y su objeto. Cada hombre y cada mujer tienen una indicación común que lo coloca en la primacía de acción. No es reductiva su acción por cuanto la individualidad que corresponde a cada uno no destruye su responsabilidad. El hombre y la mujer hacen la parte que le corresponde y en esa acción personal dan su aporte enriquecedor para el conjunto. Lo propio personal de cada uno es una suma que enaltece a lo general, y nunca lo empobrece. La acción personal es deseada por Dios. Nunca será una pobreza aportar lo propio, con tal de que ello siempre sirva para el enriquecimiento común. Así lo ha querido Dios, y así debe quererlo también cada hombre. No se trata de que cada uno sea exactamente igual al otro, sino de que sepan que su aporte beneficia a todos. La unión no significa unidad absoluta. La unión significa conjugación enriquecedora en la que todos son favorecidos. La unidad puede dañar si no apunta a la riqueza de todos. Por el contrario, la unión común puede devenir en la riqueza de todos si la diversidad favorece la expansión de cada uno y la del mundo que debe ser mejor para todos. Es una tarea delicada que corresponde al hombre y a la mujer. Nunca debe ser reductiva de la común dignidad de ambos, sino respetuosa de su diversidad, que al fin y al cabo es riqueza y jamás empobrecimiento. Al margen de consideraciones que puedan responder a condicionantes temporales o culturales, la riqueza que pueden aportar el hombre y la mujer en la creación de un mundo mejor debe ser incontestable: "Maridos, amen a sus mujeres como Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. 'Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne'. Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia". La misma consideración de amor mutuo corresponde a ambos. El hombre y la mujer avanzan en la misma unión de amor, en la misma preocupación mutua, en el mismo deseo de entregarse mutuamente para darse luego ambos en el mismo amor al Dios que los ama por igual. Así como el hombre es cabeza de la mujer, la mujer es también cabeza del hombre. Ambos se encaminan al mismo amor, a la misma vida eterna, y ambos tienen en sus manos la misma ocupación divina de hacer un mundo mejor para ellos y para todos.
En este comentario, acojamos de forma voluntaria ese trocito de reino que Dios ha puesto en nosotros, hagamoslo crecer y seremos felices venerando al Señor.
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