La Santísima Trinidad es la revelación más íntima de Dios que nos vino a traer Jesús. En toda la revelación del Antiguo Testamento Dios presentó atisbos de lo que era su intimidad, cuando a los hombres les fue hablando de su poder creador, de su mano poderosa, del espíritu que lo sondeaba todo, de la sabiduría infinita que demostraba, de la nube que acompañaba al pueblo en todo momento... De alguna manera todas esas eran representaciones de esa diversidad de acciones que cumplían las personas de Dios en la historia de su pueblo elegido. Y por supuesto, sin llegar a ser totalmente clara esa diversidad, decían a todos que en Dios no existía ni la unicidad de seres ni la unicidad de acciones a llevar adelante. Todo quedaba sugerido, pues faltaba lo que daría plena claridad sobre la intimidad de Dios, sobre su diversidad esencial, sobre la individualidad de cada uno en las acciones que llevaban adelante. No era que cada una de las personas de la Trinidad podían actuar sin concierto entre ellos, ni siquiera y mucho menos que pudieran llegar a actuar de manera enfrentada o sin conocimiento mutuo de sus acciones, sino que en esa acción siempre estaban en una concordancia mutua, de acuerdo entre ellos y apuntando siempre al mismo objetivo. La Santísima Trinidad es la realidad perfecta de la diversidad de Dios, del amor mutuo que es esencial en ellos, de la perfecta armonía que se puede vivir en un ser distinto, del acuerdo esencial que se puede dar en las acciones que cada uno emprende, de la unión que se puede dar al buscar el beneficio para los amados de quienes dependen, de la mirada no solo hacia dentro de sí sino hacia los otros a los que se quiere llenar de los mayores beneficios. Todo eso lo vivió Dios en su intimidad. Antes de la existencia de todo lo creado lo vivió eternamente de modo completamente satisfactorio en sí mismo, sin nada que le sirviera de perturbación. Y desde que decidió "complicarse la vida" haciendo venir a la existencia todo lo que no era Él, lo vivió también de manera exterior, por cuanto ese acuerdo eterno en el que vivió siempre lo hizo efectivo y patente en la acción que emprendía en favor de todos los seres que habían surgido desde su amor. La esencia amorosa que era su cualidad mayor, se hizo patente y real ahora también en aquello que se lo exigía hacia fuera. No podía el amor actuar de manera diversa. El amor es siempre idéntico y no puede actuar de otra manera de lo que es en sí mismo. Si Dios vivió esencialmente en su propio amor desde la eternidad, ese mismo amor que ahora debía expresarse hacia fuera no iba a comportarse de modo distinto del eterno.
Jesús nos pone en una comprensión perfecta de lo que es Dios. No es que por Él tengamos ya absoluta claridad de lo que Dios es, de lo que representa, de su intimidad, de su experiencia trinitaria. Pero sí nos ha puesto en la comprensión de lo que más nos afecta, de la relación que Dios tiene con nosotros, de todas las acciones que realiza y que son directamente efectivas hacia nuestra vida, nuestra condición humana, nuestra relación con la trascendencia, nuestra fraternidad. Podemos no comprender perfectamente a Dios, a su Trinidad, a su intimidad, pero sí podemos comprender perfectamente quién es ese Dios para nosotros, el amor que nos tiene y las cosas que hace en nuestro favor. La presencia salvífica de Jesús en nuestra historia de salvación es determinante. Su obra de entrega fue la causa final de nuestro rescate. Como segunda Persona de la Santísima Trinidad tuvo la tarea de la re-creación de todas las cosas, de la asunción de las culpas para vencerlas en la Cruz, de la victoria sobre la muerte y sobre el pecado para lograr la vida y la libertad para todos, recibiendo el encargo amoroso del Padre. Pero su presencia esencial para la nueva creación necesitó del concurso del Espíritu, la tercera Persona de la Trinidad, para recibir su consolidación y poder llegar a ser disfrutada por todos los que serían sus beneficiarios en la historia, a través de la Iglesia. El Padre fue el origen de la Misión, el Hijo la cumplió perfectamente y corresponde al Espíritu su consolidación en la historia hasta el fin de los tiempos. Cada Persona, como ha sido siempre desde la eternidad, tiene su acción específica, en un perfecto acuerdo basado en el amor mutuo. Es lo que enseña Jesús, afirmando que Él transmite al Espíritu el "testigo" para el tiempo que queda hasta la consumación de todo: "Cuando los conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo o con qué razones se defenderán o de lo que van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en aquel momento lo que tienen que decir". El tiempo del Espíritu es esencial para los salvados. Es el tiempo de la Iglesia que se erige en el tiempo pentecostal y que será el instrumento querido por Jesús para hacer llegar su salvación a todos mediante la obra del Espíritu, que estará presente y al cual los hombres debemos asumir como la esencia de todo lo que viviremos hasta el fin: "Todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará". No aceptar la presencia y la acción del Espíritu en la obra de la Iglesia y en el ser de cada hombre traerá consecuencias funestas para la propia salvación.
Ese pecado contra el Espíritu es la confesión de la ausencia de fe en su obra. Santo Tomás, el gran teólogo, lo explicó magistralmente. Sería, en primer lugar, lo que nos hace desconfiar de la misericordia de Dios, que nos llevaría a la desesperación o a pensar que la justicia divina es una farsa; o lo que nos hace enemigos de los dones divinos que nos conducen a la conversión, por lo que llegamos a rechazar la verdad y nos inclinamos a la envidia o al odio; o lo que nos impide salir del pecado, incrustándonos en la falta de arrepentimiento y en la ofuscación en el mal. Eso sería lo que impediría el perdón para nosotros, no porque Dios nos lo niegue, sino porque nosotros mismos imposibilitamos su perdón con nuestras actitudes y conductas. Se requiere de nuestra parte de la actitud de arrepentimiento y de conversión, que en todo caso posibilitaría la acción del mismo Espíritu en nosotros, pues Él es Dios de dulzura, de perdón, de suavidad. Él es el Dios que ha quedado encargado por el Padre y el Hijo, para llevar a su plenitud la obra de reconstrucción y de rescate que la Trinidad ha llevado adelante, y que es la obra más grandiosa de amor que le ha correspondido llevar adelante, en esa concordancia mutua y eterna de amor en la que Él vive esencialmente. Toda esa obra apuntará a la plenitud, que es a lo que nos debemos encaminar con alegría y esperanza: "Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será negado ante los ángeles de Dios". No hay fin más propio para nuestra historia que la del mismo amor que ha puesto Dios para nosotros. Es la obra de nuestra salvación eterna a la que toda esa Trinidad amorosa nos conduce: "Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de su corazón, para que comprendan cuál es la esperanza a la que los llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo". Ese es nuestro fin. El de la plenitud a la que nos encaminamos por la obra de la Trinidad, en la cual cada una de las Personas tiene su parte y la realiza en función de nuestra salvación, que no es otra cosa que vivir en la novedad radical de vida, de toda esa novedad de la existencia, que está toda ella sondeada por la verdad del amor que nunca desaparecerá.
En esta reflexión conocimos la Trinidad amorosa que nos conduce a nuestro Señor Jesucristo y nos dará la salvación eterna.
ResponderBorrar