sábado, 10 de octubre de 2020

María es el ser humano más libre, pues vivió para la fe y para el amor

 Dichoso el vientre que te llevó | InfoVaticana

Pareciera que los hombres adoleciéramos siempre de normas, que necesitáramos siempre de alguien o de algo que nos indique el camino por el que debemos avanzar para ir seguros. Es cierto que en una sociedad como en la que estamos inmersos, en la que debemos tener siempre una autoridad que sirva incluso para organizar mejor la convivencia mutua, el respeto a las libertades, la búsqueda solidaria del bien común, se hace necesario el ordenamiento de las conductas y de los pensamientos, pues de no existir ese orden correríamos el riesgo de despeñarnos hacia la anarquía, es decir, hacia la ausencia del concierto y de los principios básicos. Sería la debacle de la armonía social, pues todos avanzarían individualmente sin ninguna referencia a lo que pondría una cierta norma a los intercambios humanos, y cada uno haría lo que le viniera en gana sin importar la afectación o la influencia sobre los otros. Sin duda, nuestra complejidad humana tiene como exigencia la necesidad de colocar acuerdos básicos para asegurar una convivencia mínima. La misma condición originaria del hombre, al haber sido creado un ser social por el Dios todopoderoso, sugiere esta necesidad como algo insoslayable. "No es bueno que el hombre esté solo. Hagámosle una ayuda adecuada", sentenció Dios en el principio. Esa necesidad de la convivencia no se refería, por supuesto, solo a la simple convivencia mutua, sino que apuntaba a algo que implicaba al hombre más profundamente, en cuanto su vida era puesta en las manos de los demás no solo como condición de compañía material, sino como posibilidad cierta de progreso personal en la ayuda mutua, en la aseguración del aprovechamiento de las cualidades de cada uno en beneficio de todos, en la aportación de las propias capacidades para sumar como bienes a la comunidad humana. La misma complejidad humana, en cuanto a la diversidad existente de conductas, de pensamientos, de valoraciones, de principios, de metas, exige naturalmente la existencia de un orden mínimo. Eso aseguraría que todos aportan lo que le corresponde, sin aprovechamientos exclusivos indeseables que fueran en detrimento del beneficio común. La sociedad es una realidad compleja, porque el hombre es complejo. Y la única manera de hacerla viable, evitando que llegue a ser una realidad fallida, es haciendo que los mismos hombres se pongan de acuerdo en criterios básicos que los hagan vivir en la mínima unidad tirando todos de la cuerda hacia la misma dirección y aportando cada uno de sus personales riquezas espirituales y materiales.

Siendo esto una realidad que hay que aceptar como básica para la mínima convivencia humana, en la experiencia de nuestra fe se da un paso firme y sólido en la consideración de la necesidad de que esa misma fe apunte a la consecución de una madurez que haga avanzar sólidamente hacia la unión cordial y esencial con Dios, teniendo esto como consecuencia inmediata la mejor convivencia mutua, basada no solo en la compañía por presencia física, sino en algo que la sustenta mucho más sólidamente, como es la experiencia de la fraternidad que surge de la conciencia de ser todos hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Jesús y amigos del mismo Espíritu Santo. Si por formar parte todos de la gran familia humana, a la cual debemos nuestro aporte en el uso de la inteligencia y de la voluntad constructivas para lograr una sociedad mejor para todos, estamos llamados a colocar nuestro aporte, nuestra condición de hombres de fe nos coloca en una tesitura mucho más seria, por cuanto la experiencia de ser todos hijos de Dios, habiendo recibido su regalo infinito de amor y habiendo sido hechos hermanos unos de otros, no solo miembros activos de una sociedad que nos acoge y nos recibe a todos y que espera de cada uno su aporte, la responsabilidad es aún mayor por cuanto no se trata solo de aportar de lo nuestro, sino de estar conscientes de que dependiendo de lo que se ponga a favor de los hermanos no solo se estará haciendo que el mundo sea mejor, sino procurando que se conozca al autor último de toda bondad y ayudando a encaminarse hacia la plenitud de su condición humana, abriendo su perspectiva a la eternidad y a la vivencia de la plenitud que se alcanzará en el Reino de los Cielos prometido. Y en este nivel ya no se trata de vivir en lo que está mandado, sino de dar el paso adelante para vivir en lo que exige la misma libertad que alcanza quien vive en la fe y en el amor. La insistencia de San Pablo en este tema busca que se dé una convicción de la consecuencia de la vivencia de la fe y del amor, que ya no necesita de las indicaciones de una ley externa, sino de la iluminación sobrenatural de la fe: "La Escritura lo encerró todo bajo el pecado, para que la promesa se otorgara por la fe en Jesucristo a los que creen. Antes de que llegara la fe, éramos prisioneros y estábamos custodiados bajo la ley hasta que se revelase la fe. La ley fue así nuestro ayo, hasta que llegara Cristo, a fin de ser justificados por fe; pero una vez llegada la fe, ya no estamos sometidos al ayo. Pues todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús". Así como la sociedad sigue necesitando de la ley para vivir el orden, los cristianos ya no necesitamos la tutela de la ley antigua, pues tenemos la fe y el amor que ha derramado Jesús sobre nosotros al redimirnos.

"Cuantos de ustedes han sido bautizados en Cristo, se han revestido de Cristo", es decir, la marca esencial de la vida de los cristianos es el mismo Jesús. Eso no necesita ley que lo indique, sino la sola vivencia convencida e ilusionada. Ese revestimiento de Cristo da la sensación de la total plenitud, en la que no se necesita más nada sino solo dejar que esa vida se manifieste y salga de sí hacia los demás y los enriquezca a todos. Es la dinámica del amor que es naturalmente difusivo. Quien vive en la fe del Hijo de Dios y se ha dejado llenar y subyugar por su amor, lo vive con la mayor naturalidad y con esa misma naturalidad permite que sea experiencia para todos. Quien así lo vive no necesita demostrarlo, como no lo necesitó demostrar la Madre de Jesús: "Mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío, levantando la voz, le dijo: 'Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron'. Pero él dijo: 'Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen'". Aquella mujer, feliz del encuentro con Jesús, no encontró mejor manera de buscar agradarlo que alabando a la mujer que lo había dado a luz y lo había amamantado. Quizá no la conocía, pero sí intuía en Ella algo especial, pues había sido la puerta de entrada de ese ser maravilloso que era Jesús. Solo alguien que hubiera sido conquistada totalmente por la fe en el Hijo, habiendo incluso abandonado todo su ser en las manos de Aquel que venía a hacer la obra más importante en favor de la humanidad, podía haberse prestado tan clara y decididamente para ser un instrumento en esa obra de conquista radical, dejándose conquistar previamente a sí misma. La expresión de Jesús denota todo lo contrario de lo que podríamos haber asumido sobre la Virgen. De ninguna manera es un desprecio a la importancia del papel de la Madre, sino el reconocimiento más claro a la centralidad de su actuación. María escuchó la Palabra de Dios incluso antes de su encarnación, pues Gabriel fue la voz anticipada de ese Dios que quería contar con Ella para la obra grandiosa que iba a realizar: "El Espíritu del Señor vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra ... Tú concebirás en tu seno, y darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús, Dios con nosotros". Escuchó con tal atención que la hizo carne en sí misma. Y de tal manera la cumplió que fue su Madre. Como dice San Agustín: "María lo pudo concebir en su seno, porque ya antes lo había concebido en su corazón". Ella no necesitó de la ley para ponerse en las manos de Dios y de su Hijo Jesús. Simplemente necesitó de su fe y de su amor, que vivió con la mayor intensidad de la que lo pudo haber vivido cualquier ser humano sobre la tierra. Ella nos dice lo que debemos hacer para no ser más esclavos de la ley y vivir la libertad que nos da el amor de Dios y vivir en su fe totalmente.

2 comentarios:

  1. La escritura nos demuestra que con Jesús nació una nueva familia que va más allá de los lazos de la carne y de la sangre donde todos somos hermanos. Pidamos a Maria que nos enseñe a ser discípulos como lo fue ella, nos enseñe a escuchar y cumplir con prontitud la voluntad del Padre.

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  2. La escritura nos demuestra que con Jesús nació una nueva familia que va más allá de los lazos de la carne y de la sangre donde todos somos hermanos. Pidamos a Maria que nos enseñe a ser discípulos como lo fue ella, nos enseñe a escuchar y cumplir con prontitud la voluntad del Padre.

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