lunes, 26 de octubre de 2020

Seamos imitadores de Dios, pues al final viviremos su misma vida

 La Fe nos levanta

Hay una vida que ha sido puesta en nuestras manos con la única razón del amor. Ninguna otra motivación existe que pueda explicar una preferencia tan marcada como esa. La existencia de lo que no era Él no era necesaria para Dios. Y habiendo venido el mundo a existir, Dios ha deseado favorecer, por encima de todo, al hombre, colocándolo en el centro sin ningún merecimiento e incluso dándole el dominio sobre todo. No hay un argumento razonable. Las mentes acuciosas que en todo quieren encontrar la razón del porqué y se devanan los sesos para que la ciencia pueda llegar a satisfacer esa curiosidad, deberán llegar en un momento a deponer su ansiedad de conocimiento absoluto y a bajar la cabeza ante la imposibilidad de saberlo y de explicarlo todo. Los más escépticos se contentarán con un argumento natural. Todo se debería a lo fortuito. La naturaleza misma fue haciendo sus movimientos y ordenando todo de tal manera que finalmente resultó en una perfección conveniente. Todo se fue dando de una manera fortuita hasta que desembocó en la perfecta existencia que conocemos hoy. Esta argumentación, que puede satisfacer a tantos, es totalmente insuficiente para una inmensa mayoría. Llegar a esas conclusiones exigiría imponer en lo creado una capacidad de acción y de arreglos convenientes que jamás por sí mismo puede llegar a poseer. En la argumentación de los grandes pensadores griegos antiguos, los orígenes de todo necesitaron el concurso de una mente superior, preexistente a todo lo que vino posteriormente, capaz de ordenar absolutamente todo, de dar el sustento necesario a lo que fue existiendo, de dar a cada cosa un papel único y necesario. Es imposible hacerse la vista gorda ante esta necesidad. Aceptando, por tanto, ese ser anterior del cual surge todo, debe darse también una aceptación de que ese ser tenía una finalidad al hacerlo existir todo. No podía ser simplemente un empeño de hacer existir lo que no era él. Lo razonable es que la existencia de todo tuviera una razón inicial y una razón final. La creación existe, entonces, porque lo que la hizo existir tenía un fin para ella. Los cristianos aceptamos que ese ser creador de todo es Dios. Y que tuvo como su única motivación para crear, su propio amor. Si no existiera el amor en Dios no tiene sentido que nada más exista. El amor está en la absoluta libertad que existía eternamente en Dios y que hizo surgir todo lo demás que no es Él. La creación, en este sentido, fue el primer paso. Lo creado debe asumir su tarea. El hombre debe asumir su tarea. Dios no solo creó, sino que lanzó su exigencia al hombre, al que colocaba en el primer lugar de todo.

La vida, siendo regalo de Dios, debe ser asumida con la responsabilidad con la que el Señor nos la ha regalado. No debe existir una motivación distinta en nosotros. No se trata, por lo tanto, solo de aceptar la vida recibida, de disfrutarla con todas las prerrogativas con las cuales nos ha sido dada, de hacer avanzar la bondad con la cual el mismo Creador afirma haberla creado, de lograr un mundo mejor por el esfuerzo denodado que se pueda asumir. El compromiso va mucho más allá. Se trata de asumir a quien nos creó no solo como razón de vida, sino como la vida misma, con el objeto de hacernos como Él, de llegar a ser Él mismo, de vivir en nosotros no solo la vida natural que nos regaló en un momento, sino esa vida que es la suya y que en definitiva Él tiene como añoranza final que pase a ser también la nuestra para toda la eternidad. Por ello, en un avance de ese deseo nos enriqueció con algunas cualidades que eran solo suyas, con la intención de que entendiéramos que eso era solo el inicio de la vida total que pondría en nuestro ser. Nuestro paso por la vida terrenal no es más que el ensayo de la plenitud inimaginable que poseeremos en la presencia eterna del Creador. Es el cumplimiento real, sin engaño, de lo que había vaticinado el demonio, embaucando a Adán y a Eva cuando logró alejar al hombre de Dios: "Serán como Dios". Aquel fue un vil engaño tramposo que nos ocasionó el mayor daño que hemos recibido. Pero ahora, con el compromiso divino entendido, no podrá jamás asumirse como ese engaño original mortal, sino como la realidad futura de mayor trascendencia y belleza de la que podremos disfrutar eternamente. La vida de cada uno de nosotros debe ser el camino feliz que tiende a lo glorioso que viviremos. Por eso no podemos faltar a esa cita de plenitud a la que estamos invitados. Eso debemos iniciar a vivirlo ya, sin tardanza, asumiendo el compromiso personal de lograrlo para nosotros mismos, pero haciendo que todos caminen también las mismas rutas. Lo quiere Dios. Lo añora la creación entera. Lo necesita el mundo. Y se lo merece todo hombre al que podamos llegar. En eso insiste San Pablo cuando pone a nuestra vista la altura a la que estamos llamados: "Sean buenos, comprensivos, perdonándose unos a otros como Dios los perdonó en Cristo. Sean imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivan en el amor como Cristo los amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor. De la fornicación, la impureza, indecencia o afán de dinero, ni hablar; es impropio de los santos. Tampoco vulgaridades, estupideces o frases de doble sentido; todo eso está fuera de lugar. Lo de ustedes es alabar a Dios". Lo esencial es ser imitadores de Dios, pues hacia Él nos encaminamos como nuestra meta final.

Esa es nuestra meta, la que debemos tener como añoranza final de nuestra vida, pues Dios será no solo la razón última de nuestra existencia, sino nuestra misma existencia final. Vivir en esa conciencia debe hacernos hombres distintos, que hacen que aquella novedad que logró Jesús con su obra de redención sea una realidad radical que nos va haciendo elevarnos en cualidad humana y cristiana, y por ello debe ser una constante en nuestra ocupación. Nuestra existencia debe adquirir ya una plenitud deseada que la haga avanzar en la experiencia personal de Dios. Esto debe tener efectos inmediatos en nuestra cotidianidad. Si el mundo no va mejor puede llegar a deberse que los hombres no hemos asumido la radicalidad que debe ser asumida. La tarea de un mudo mejor es una tarea real, no es ficticia. Y eso apunta a tomar a los hermanos en serio, a tomar su salvación como compromiso, a verlos a cada uno como hijos de Dios igualmente amados, como nosotros. Es emblemática la llamada de atención de Jesús a los fariseos: "Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y estaba encorvada, sin poderse enderezar de ningún modo. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: 'Mujer, quedas libre de tu enfermedad'. Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, se puso a decir a la gente: 'Hay seis días para trabajar; vengan, pues, a que los curen en esos días y no en sábado'. Pero el Señor le respondió y dijo: 'Hipócritas: cualquiera de ustedes, ¿no desata en sábado su buey o su burro del pesebre, y los lleva a abrevar? Y a esta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no era necesario soltarla de tal ligadura en día de sábado?'" El hermano no es una "cosa" de la que podremos prescindir. Es el que Dios ha puesto en nuestras manos para hacerlo llegar con nosotros a esa vida que será Él mismo. No estamos para cerrar puertas. Estamos para abrirlas a todos y para que lleguemos todos juntos a ser ese Dios que Él quiere que seamos en la eternidad.

3 comentarios:

  1. Padre, ayúdanos a que tú gracia sea la que nos sostenga para poder valorarte, y no solo preocuparnos por la salud del cuerpo sino de nuestra alma😌

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  2. Seamos comprensivos y bondadosos los unos con los otros, puesto que somos hijos amados de Dios.

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  3. Seamos comprensivos y bondadosos los unos con los otros, puesto que somos hijos amados de Dios.

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