lunes, 5 de octubre de 2020

Quien nos hace grandes es Dios, su amor y su providencia

 EVANGELIO DEL DÍA: Mt 7,7-11: Pedid y se os dará, buscad y encontraréis,  llamad y se os abrirá. | Cursillos de Cristiandad - Diócesis de Cartagena -  Murcia

Entre las ideas sólidas de nuestra fe, que son tantas y tan gratificantes, nos encontramos con la del Dios providente. La idea de un Dios que lo dispone todo para el beneficio del hombre, al que ha creado por amor y ha colocado en el centro de todo para que manifieste su primacía en el dominio sobre cada cosa creada, es congruente con esa realidad esencial que lo define y lo lanza a la aventura de hacer existir todo lo que es distinto de Él, que es el amor. Cuando Dios decide que existan realidades distintas a Él, en un movimiento inusual de su amor que se mantenía solo en el intercambio íntimo y suficiente dentro de sí mismo, dando un paso infinitamente distinto pues representaba su atrevimiento a hacer venir a la existencia todo lo que no era Él, llegando incluso a su decisión de poner en el medio de todo a aquella criatura que no solo iba a existir por un gesto inusitado de amor sino que lo iba a elevar por encima de todo lo demás, haciéndolo "a su imagen y semejanza", es decir, llegando al atrevimiento de colocar en él algunas prerrogativas que eran exclusivamente suyas, con lo cual confesaba una preferencia inexistente en referencia a las otras criaturas, asume también la responsabilidad de mantener bajo su cobijo a ese ser que, aun teniendo las cualidades que pertenecían en el origen exclusivamente a Él, seguía siendo criatura y por lo tanto no podía quedar a su absoluto arbitrio personal, pues había cosas de las cuales no podría disponer por sí mismo ni tampoco se las podría procurar por muchas capacidades que llegara a tener. Por eso, en la realidad que define a Dios esencialmente hay que afirmar que ese Dios Creador, todopoderoso, omnisciente y amoroso, es y deberá seguir siendo siempre, providente. No es posible para el hombre, por muy poderoso que pretenda llegar a ser, disponer de todo lo creado de manera que lo tenga siempre a la mano para poder disponer de ello libremente, sin contar con el concurso de Aquel que es la causa de todo. El hombre no tiene el dominio sobre la naturaleza como para poder trastocar su itinerario natural. Por muy poderoso que pretenda ser no puede cambiar el ciclo del sol y de la luna, no puede producir el cambio de las estaciones, no puede hacer existir vida en sí mismo, no puede crear nuevos seres que le produzcan alimentación o recreo solaz. Su capacidad, con ser inmensa, tiene el límite de su imposibilidad de creación y de sostenimiento que solo posee el Creador y Sustentador de todo. Por ello, debe realizar un ejercicio absolutamente necesario en su propio espíritu, que es el de la aceptación humilde de la superioridad divina, de modo que ello lo lleve a una experiencia vital sosegada, en total armonía, y en la vivencia gratificante del amor y de la conciencia de estar en las manos de Aquel que jamás dejará de amarlo y de hacerlo todo para que viva feliz.

La experiencia de la providencia divina, lejos de ser algo que lo reduzca en sus posibilidades o que lo haga sentir menos, es lo que lo coloca en el lugar privilegiado que tiene en el universo, pues el hombre que lo vive sosegadamente llega a ser capaz de reconocer que Dios mismo de ese modo le confiesa su amor, le asegura que siempre estará en ese primer lugar, y le confirma que jamás echará en falta lo que necesite para subsistir. La grandeza del hombre no se encuentra en la afirmación pretendida de ser todopoderoso, pues jamas lo será, sino en el ser el preferido y amado de Dios por encima de todo, lo que le da su plena dignidad y la altura que jamás podrá tener por sí mismo. El hombre es grande no por lo que se dé a sí mismo, que es nada, sino por todo lo que le ha dado Dios, que es todo. Incluso las metas que logre alcanzar por sí mismo serán producto de las capacidades que Dios ha colocado en él como dones de su amor. Dios lo ha hecho capaz y quiere que así siga siendo. Para ello le regaló su inteligencia y su voluntad. Pero también lo quiere humilde, reconociendo que todo le viene de Él. Es allí donde radica la grandeza humana. No en la desconexión del Dios, razón y sustentador de su existencia, sino en la unión esencial con Él y en el reconocimiento de que sin Él no es nada. En ese reconocimiento radica la felicidad humana, la reconciliación consigo mismo, evitando la pretensión de excluir a Dios en algún momento: "No sea que, cuando comas hasta saciarte, cuando edifiques casas hermosas y las habites, cuando críen tus reses y ovejas, aumenten tu plata y tu oro, y abundes en todo, se engría tu corazón y olvides al Señor, tu Dios ... No pienses: 'Por mi fuerza y el poder de mi brazo me he creado estas riquezas'. Acuérdate del Señor, tu Dios: que es Él quien te da la fuerza para adquirir esa riqueza, a fin de mantener la alianza que juró a tus padres, como lo hace hoy". Llegar a ese punto, excluyendo a Dios, no solo no le sirve de nada al hombre para asumir su verdadera realidad, sino que lo coloca en una actitud de soberbia que lo deja totalmente desguarnecido, pues lo desconecta de lo que lo hace verdaderamente grande. Un hombre que pretende desconectarse de Dios y busca atribuirse solo a sí mismo los reconocimientos de lo que vaya logrando, lejos de enaltecerse se hace descender a sí mismo al nivel de las demás criaturas que han sido colocadas por Dios para su servicio. Deja de ser el predilecto para ser uno más, perdiendo la prerrogativa de ser privilegiado desde la providencia amorosa que Dios ha establecido para ser suya, no puede ser considerado jamás un logro del cual enorgullecerse.

Esa providencia divina sigue actuando en nuestro mundo siempre, en favor del hombre. El mismo hecho de que Dios sea amor, de que haya creado todo por amor, de que haya colocado en el centro de todo al hombre por amor, es la prenda de seguridad absoluta de que nunca dejará de estar presente ese deseo eterno de favorecer al hombre con todo lo que necesite, empezando por ese amor que jamás dejará de darle y, por supuesto, de todo lo que ello implica de procura de lo que le sirva para su sostenimiento. Ese doble movimiento debe darse siempre. Por un lado, el que está asegurado, que es el que parte desde Dios mismo, que es un compromiso asumido desde que se embarcó en la gesta creadora del mundo y del hombre. Dios nunca dejará de cumplir su parte. Y por el otro, el del hombre que debe deponer actitudes de soberbia y enriquecerse con la humildad que lo colocará en el lugar correcto en su relación con Dios: "Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación". La tentación de la autosuficiencia se hará siempre presente y querrá imponerse. Ya ha hecho mucho daño al hombre que se ha dejado embaucar por sí mismo y por su soberbia, lo que lo ha llevado a la frustración. Reconocer a Dios como fuente de todo bien es el perfecto enaltecimiento del hombre en sí mismo. Es el primer paso hacia la correcta exaltación personal: "Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de ustedes le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!" Reconocer a Dios como la fuente de todos los bienes y acudir a Él con esa convicción, asegura la posesión de los bienes. Por el contrario, despreciar esta verdad y quedarse en la autoexaltación y en la pretensión de poderlo todo por sí mismo, cierra las puertas a la providencia divina. El amor nos asegura la presencia de Dios, de su amor y de su providencia en nuestras vidas. Nos asegura nuestra grandeza real. No hacerlo, nos deja en la debacle personal y no nos permite la obtención de todos los beneficios con los que nos quisiera favorecer nuestro Dios de amor.

3 comentarios:

  1. Gracias P. Ramón por mostrarnos el amor de Dios.

    ResponderBorrar
  2. Amado Señor, concédenos un corazón grande para ayudar a todos en todo momento☺️

    ResponderBorrar
  3. La grandeza del hombre esta en reconocer con humildad que es el preferido y amado por Dios. Por lo tanto, debemos amarnos los unos con los otros, como él nos ama.

    ResponderBorrar