sábado, 10 de abril de 2021

Dejemos nuestra dureza de corazón y entreguémonos al Resucitado

 El Evangelio del 18 de abril: "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio  a toda la creación" - Evangelio - COPE

Una de las características más nefastas y perjudiciales de los hombres es la de la suspicacia, la de la desconfianza, la de la dureza de corazón, ante cosas a veces muy evidentes. No podemos negar que en algunas ocasiones puede ser comprensible esta reacción, pues ciertamente la humanidad ha vivido grandes frustraciones a lo largo de su historia, propugnadas sobre todo por quienes sirven al mal. Algunos bajo piel de cordero hacen ofrecimientos y promesas engañosas que luego no cumplen, y llenan de frustración y de desconfianza a quienes han creído en ellos. Y luego, su desconfianza se generaliza y meten en un mismo saco a todos los que prometen. Se llega incluso a ser suspicaces con los propios, y prefieren buscar por cuenta propia las evidencias que confirmen lo que es verdad. Esto se agudiza aún más cuando lo que se informa es algo extraordinario, inusual, inusitado. Fue lo que les sucedió a los apóstoles, y en general, a los discípulos de Jesús, cuando se daban las primeras noticias de su resurrección. A pesar de que estaba anunciado por los profetas desde antiguo, no terminaban de creerse el maravilloso acontecimiento. Es cierto que en ellos no era una cuestión de incredulidad propiamente, sino más bien de sorpresa y perplejidad. La noticia de la Resurrección de Jesús era tan gozosa, que la alegría y la sorpresa no los dejaban dar rienda suelta a su alegría, hasta que no la vivieran en carne propia. La Verdad de la Resurrección era irrefutable, pues Jesús ya estaba echando las bases para la certeza de que todo lo prometido se estaba cumpliendo. Las mujeres, primeras testigos de este acontecimiento maravilloso, convencidas por tanto de que era verdad, desde su convicción, se fueron donde estaban los apóstoles y su insistencia los convenció del portento, cuando ellos finalmente experimentaron en carne propia de lo que había sucedido. La suspicacia, sin embargo, seguía haciendo de las suyas. Y aún hoy sigue perjudicando a los hombres, sembrando dudas de fe en las que se llega incluso a concluir en la no necesidad de Dios y el absurdo de estos acontecimientos de fe.

Aún así, al vivir en primera persona la verdad de la Resurrección, dejada definitivamente la desconfianza y la incredulidad a un lado, la certeza del hecho que llega a ser el fundamento sólido de cualquier expresión de fe cristiana, los hace lanzarse al mundo ya no solo con la convicción de la verdad, sino con el fundamento sólido de lo que han vivido y con el gozo con el que eran lanzados al mundo para hacer partícipes a todos de la alegría de la fe en Jesús resucitado, que se convertía así en la razón de su existencia y en la verdad que transformaba la realidad de todas las cosas, incluso del interior de cada hombre. Ya no había autoridad que podía impedir la vivencia de ese gozo y de esa esperanza, ni el compromiso que entendían ellos que tenían de dar a conocer al mundo entero la mejor noticia que podían recibir, que era la renovación de todas las cosas por la obra de rescate de Jesús, en la que hizo morir el mal y vencer al bien rotundamente. Todos los hombres eran beneficiarios de esa novedad de vida, y tenían derecho a conocer la verdad más importante y compensadora que podían vivir. Los primeros pasos de los apóstoles tuvieron que ser dados en medio de esta incredulidad de muchos y de la reticencia de los malos de dar su brazo a torcer, a pesar de que las evidencias que se presentaban a su vista eran definitivamente irrefutables, y no podían hacerle frente para desmentirlas. Prefieren buscar ignorar, hacerse la vista gorda, no aceptar algo que aun cuando era verdad absoluta, ponía en peligro todos sus privilegios: "'¿Qué haremos con estos hombres? Es evidente que todo Jerusalén conoce el milagro realizado por ellos, no podemos negarlo; pero, para evitar que se siga divulgando, les prohibiremos con amenazas que vuelvan a hablar a nadie de ese nombre'. Y habiéndolos llamado, les prohibieron severamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan les replicaron diciendo: '¿Es justo ante Dios que los obedezcamos a ustedes más que a Él? Júzguenlo ustedes. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído'. Pero ellos, repitiendo la prohibición, los soltaron, sin encontrar la manera de castigarlos a causa del pueblo, porque todos daban gloria a Dios por lo sucedido". Los apóstoles sabían bien que no podían traicionar a Dios de nuevo, ni a su Verdad. No podían hacer caso a una autoridad que está muy por debajo de Dios. Es lo que debemos asumir todos: nunca aceptar nada que nos ponga en contra de Dios, que no sirva para estar cerca de Él. Es decir, ser fieles a la Verdad, lo cual muchas veces implicará renunciar a nuestra comodidad y asumir el riesgo de ser servidores del amor, en ocasiones, tocará ponerse incluso en contra de la ley, cuando ésta es injusta e ir en contra de los antivalores que promueve un mundo que está lejos de Dios y que, por supuesto, no ha vivido su resurrección. Todo esto es muy exigente. Pero es el camino correcto, y el único que nos lleva hacia la plenitud prometida.

En esas primeras apariciones de Jesús resucitado y victorioso, la alegría de los apóstoles era evidente. La promesa de liberación había sido cumplida. La novedad radical con la que todo lo existente se adornaba brillaba con luz propia. En lo externo el cambio era imperceptible, pero en el interior de cada uno se vivía una perspectiva absolutamente nueva. Ya no servían a señores extraños. Ni siquiera se servían a sí mismos. Ahora eran servidores del Dios del amor y de su Resucitado, y por ellos, se habían convertido en servidores de los hermanos, a los cuales entendieron que debían llevar la Verdad de la Resurrección de Cristo para que su alegría llegara también a ser plena. Tenían que dejar a un lado la suspicacia, la desconfianza, los temores. Debían escuchar la voz de Jesús que les recriminaba su dureza de corazón: "Les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: 'Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación'". La experiencia de la Resurrección de Jesús, debía llegar a ser la experiencia de la propia resurrección. Y debía ir a más: debía ser la experiencia de la resurrección de los hermanos. Había que hacer del mundo un lugar de resucitados, es decir, de hombres y mujeres, renovados en el amor y en la fraternidad, en los que Dios ocupara el primer lugar en todo, para el cual se viviera en fidelidad a su voluntad, al gozo de su resurrección, a los valores nuevos de ese Reino que estaba estableciendo Jesús con su obra, con la sociedad de aquellos que habían entendido su papel importante. Esos somos nosotros, los que debemos dejar a un lado las desconfianzas, las suspicacias, los temores, convirtiéndonos en socios de la Resurrección de Cristo para hacer resucitar al mundo y a nuestros hermanos.

2 comentarios:

  1. Amado Señor Jesús, creemos en ti, pero necesitamos que aumentes nuestra Fe, porque la incredulidad y dureza de corazón están presentes en nuestras vidas y vana será nuestra Fe☺️

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  2. Jesús había resucitado, y la gente no podía dejar de hablar de lo que había visto y oído, es así como todos más los discipulos sabían que no podían traicionar de nuevo a Dios ni a su verdad.

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