domingo, 19 de enero de 2020

Me creas, me redimes, me haces santo. Eres Padre, Hijo y Espíritu Santo

Resultado de imagen de este es el cordero de dios que quita el pecado del mundo

El misterio de la Santísima Trinidad es inexplicable en categorías humanas. En el intento de comprenderlo se han invertido millones de horas y se han escrito millones de páginas. Los grandes sabios de la Iglesia se han sumergido en él en ese intento y finalmente, por supuesto, han sucumbido ante la imposibilidad de hacerlo. Se cuenta del gran San Agustín una leyenda muy significativa que explica cómo tuvo que actuar Dios mismo con él para que pudiera llegar a convencerse de esa imposibilidad: "Un día San Agustín paseaba por la orilla del mar, dando vueltas en su cabeza a muchas de las doctrinas sobre la realidad de Dios, una de ellas la doctrina de la Trinidad. De repente, alza la vista y ve a un hermoso niño, que está jugando en la arena, a la orilla del mar. Le observa más de cerca y ve que el niño corre hacia el mar, llena el cubo de agua del mar, y vuelve donde estaba antes y vacía el agua en un hoyo. Así el niño lo hace una y otra vez. Hasta que ya San Agustín, sumido en gran curiosidad se acerca al niño y le pregunta: 'Oye, niño, ¿qué haces?' Y el niño le responde: 'Estoy sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este hoyo'. Y San Agustín dice: 'Pero, eso es imposible'. Y el niño responde: 'Más imposible es tratar de hacer lo que tú estas haciendo: Tratar de comprender en tu mente pequeña el misterio de Dios'". Los hombres podemos aceptar que Dios es Uno y Trino, pero jamás podremos explicarlo satisfactoriamente. Dios, en su ser mismo, está infinitamente por encima de nosotros, por lo cual es razonable que exista de una manera que para nosotros sea imposible de explicar. Es razonable, pero no racionalizable. Lo aceptamos, pero no podemos explicarlo. Sin embargo, el hecho de que no podamos explicarlo no tiene necesariamente que hacernos concluir, como lamentablemente sucede con algunos, que no existe o que no es verdad. Es el caso de los positivistas, que aceptan como verdad únicamente lo que puede ser científicamente demostrable. La verdad no es solo aquella que se puede probar. En el caso de nuestra fe es verdad todo lo que se basa en la certeza de lo que nos ha revelado Dios, fundamentado en un criterio de autoridad, pues Él está por encima de todo; en un criterio de experiencia, pues nunca nos ha engañado; en un criterio de amor, pues no puede mentirnos quien nos ha demostrado amor infinito; y en un criterio de historia, pues Dios en sí mismo es tal como ya se ha revelado hacia fuera de sí. Si la revelación nos habla de un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en la Sagrada Escritura se nos dice cómo actúa cada uno de ellos independientemente del otro, es porque Dios es, en sí mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tan sencillo como eso. La complicación del intento de explicarlo exhaustivamente se resuelve muy sencillamente aceptando esta certeza como verdad absoluta.

Ese Dios trinitario se revela así desde el mismo principio. El Padre es el Creador de todas las cosas, el Hijo es el Redentor de la humanidad, autor de la segunda Creación, y el Espíritu Santo es el santificador, alma de la Iglesia, amigo y compañero de sus miembros hasta el final de los tiempos. En el designio eterno de salvación el Padre creó al hombre para que viviera eternamente con Él, y lo llenó de gracia, es decir, de su propia vida, para que fuera su "imagen y semejanza". Ante el rechazo de esta condición de "salvado eternamente" que poseía el hombre desde su origen, que constituyó el pecado original, por el cual el hombre perdió absolutamente todas sus prerrogativas como hijo amado de Dios, Él no se queda de brazos cruzados, sino que, movido por su amor infinito hacia su criatura, rediseña un plan de salvación que abarcará a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las geografías. En este segundo gran paso de la historia de la salvación, el protagonista será el Hijo de Dios, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. El Padre, con su autoridad infinita, decreta: "Es poco que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y traer de vuelta a los supervivientes de Israel. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra". Hace que este segundo paso sea dramáticamente mayor que el primero, el de la Creación que Él mismo había realizado. Ahora son todos los confines de la tierra los que saborearán su presencia y su amor, por intermedio de la obra que va a realizar el Hijo. Y el Hijo acepta con agrado la misión que le encomienda el Padre y la lleva adelante. "En la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a todos los que se hallaban bajo la ley". Juan Bautista, con su anuncio, declara el principio de esta segunda etapa: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: 'Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo'. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel". Se inicia de esta manera la obra grandiosa de rescate y de nueva creación que corresponde realizar al Hijo de Dios, que se llevará a plenitud totalmente con su entrega a la muerte en la cruz, con su gloriosa resurrección y con su vuelta al Padre en la ascensión a los cielos. Lo certifica el mismo Jesús con la frase que dice desde la cruz: "Todo está consumado". Y el testigo pasa, así, a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, quien será el encargado de llevarlo todo a la plenitud, acompañando a la Iglesia en todo el transcurso de su historia. Desde el inicio de la obra de Cristo estaba presente, como lo atestigua el Bautista: "Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: 'Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo'. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios". Él es quien, así como acompañó a Jesús en su obra humana, empezó su presencia el día de Pentecostés al descender sobre los apóstoles y sigue acompañando a la Iglesia en su camino histórico: "Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, y Sóstenes, nuestro hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados por Jesucristo, llamados santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro: a ustedes, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo". Nada de lo que hace la Iglesia podría hacerlo sin esa presencia suya, pues Él es su alma, y es "el protagonista de la evangelización".

Ese Dios Uno y Trino es nuestro Dios. Es el Padre del cual nos ha venido la existencia, por el cual cada uno subsiste gracias a su providencia amorosa, y cuya gloria revelamos simplemente por nuestra existencia. Es el Hijo que nos ha redimido, que nos ha revelado lo que cada uno de nosotros debe ser, pues es el modelo perfecto de humanidad, quien ha recuperado para cada uno la condición de hijo de Dios, con lo cual nos ha hecho perfectamente hermanos unos de otros, lo que nos compromete a vivir en una solidaridad de amor y caridad que sea reflejo de una auténtica fraternidad, haciéndonos miembros de la comunidad perfecta que constituye la Iglesia por Él fundada. Es el Espíritu Santo que reveló a Juan Bautista y a los otros presentes la identidad más profunda de Jesús, que descendió sobre María y los apóstoles el día de Pentecostés, haciendo con ello nacer oficialmente a la Iglesia, siendo su alma y quien la sostiene en su misión de anuncio de la salvación a todos los hombres hasta el final de los tiempos, asegurando la experiencia del amor mutuo, pues sondea cada alma y la llena del amor infinito de Dios. Es nuestro Dios que se ha revelado como tal. Y se ha revelado Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque es en sí mismo, en su más profunda identidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

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