jueves, 16 de enero de 2020

Cumplo mis deberes como hijo de Dios y por eso imploro mis derechos

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El cristiano tiene obligaciones y compromisos. Aun cuando Dios mismo ha querido darnos a sus hijos todos los derechos de filiación que nos corresponden, precisamente por ser sus hijos, por ser criaturas suyas, por estar en el primer lugar de su corazón amoroso, no podemos pretender vivir nuestra fe en la sola exigencia y disfrute de los derechos que nos da el ser hijos de Dios. En cualquier sociedad humana lo natural es que todos quienes la integran asuman como normal el ejercicio de sus derechos, pero que también con la misma intensidad reconozcan, igualmente con normalidad, que tienen deberes que cumplir. Más aún, es criterio establecido y aceptado por todos que para poder disfrutar de los derechos de pertenencia a una sociedad, se debe antes cumplir con los deberes a los que nos compromete el pertenecer a esa misma sociedad. No se puede ser buen ciudadano solo exigiendo los derechos que tenemos si no se da simultáneamente la aceptación del cumplimiento de los deberes personales. Por ello, en el ejercicio de una buena ciudadanía, todos debemos asumir nuestra responsabilidad en la buena marcha de la vida social, haciendo nuestra parte con seriedad, poniendo el granito de arena que nos corresponde. No pensemos nunca que tenemos todos los derechos, si no asumimos con seriedad el cumplimiento de nuestros deberes. La vida social depende de todos. Todas las cosas que entran dentro de la categoría de Bien Común son ciertamente para nuestro disfrute. Los servicios básicos y comunes de la sociedad son de todos. Pero debemos cuidarnos mucho del criterio destructivo que afirma que si son de todos, no son de nadie, y por lo tanto no tenemos ninguna responsabilidad en su buen uso, en su conservación, en su cuidado. Por el contrario, por ser de todos la responsabilidad de su cuidado es de todos y de cada uno. Después de que yo haya disfrutado del uso de un bien común, vendrá otro que tendrá el mismo derecho a él y por lo tanto también tiene derecho a encontrarlo en buen estado porque todos hemos dado buen uso de él. De esa manera se construye una sociedad justa. No existe otra manera. El bien común no es desechable y nos corresponde a todos su cuidado. La buena marcha de una sociedad, de una comunidad, se basa en esta idea de corresponsabilidad. Y al ser todos integrantes de ella, todos somos responsables. Los cristianos no estamos exentos de nada de eso. Al formar parte de la comunidad humana, tenemos también que asumir nuestra parte en la construcción de un mundo cada vez mejor. Y quizá con un compromiso mayor, pues nuestra fe nos inserta cada vez más en la realidad social cotidiana. El mandato de Cristo: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio" contiene en sí la llamada a la asunción de esta responsabilidad en la buena marcha de nuestra comunidad. Se trata de poner la vista en lograr lo que el Papa San Pablo VI llamó "La Civilización del Amor", que solo se alcanzará con el concurso de cada cristiano responsable.

En este sentido de derechos y deberes vivimos también nuestra fe. La ley humana no se diferencia de la ley espiritual en este sentido. Tenemos los derechos de hijos de Dios, pero también tenemos los deberes de hijos de Dios. Esto se corresponde con la fidelidad. Dios es fiel eternamente y cumple su parte sin fallar jamás. Por eso podemos siempre disfrutar de los derechos a los que Él nos abre las puertas. Pero en la misma medida y con la misma intensidad espera de nosotros una fidelidad radical con sus exigencias. Al haber en la base de todo este compromiso mutuo una razón de amor, las posibilidades de cumplir con los deberes para poder disfrutar de los derechos son infinitas. Porque amo, no es para mí ningún peso el cumplimiento de lo que me pide el amado. Por eso dice Jesús: "El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él". San Pablo lo pone más claro aún: "Amar es cumplir la ley entera". El amor facilita la asunción de los compromisos y de los deberes. Y esta es una relación que debe ser asumida con toda la seriedad que implica. Lamentablemente muchos cristianos exigimos nuestros derechos, sin estar dispuestos a cumplir nuestros deberes. Al punto de que a Dios lo convertimos casi como un amuleto de buena fortuna al que acudimos solo cuando lo necesitamos, pero lo desechamos cuando ya no nos es útil. Nuestra vida, de ese modo, no tiene nada que ver con la fidelidad que le debemos a Dios, sino solo con la conveniencia personal. "Usamos" a Dios, en vez de tenerlo como nuestro Padre y Señor. Fue lo que le ocurrió a Israel cuando tenía que enfrentar la última barrera antes de entrar en la tierra prometida por Yahvé, batallando con los filisteos. Después de sufrir una primera derrota terrible ante el ejército filisteo, cayeron en la tentación de "usar" a Dios: "¿Por qué nos ha derrotado hoy el Señor frente a los filisteos? Traigamos de Siló el Arca de la Alianza del Señor. Que venga entre nosotros y nos salve de la mano de nuestros enemigos". El Arca era el sitio donde se guardaba la Palabra de Dios. Para estos israelitas era un "signo" de la presencia de Dios. Trajeron la "caja" donde se guardaba la Palabra, pero su corazón no estaba comprometido con esa misma Palabra. Dios fue convertido en ese amuleto que supuestamente les serviría para derrotar a los filisteos. Dios, ciertamente, estaba en medio de su pueblo. Pero ese pueblo no estaba ni se comportaba como debía en la presencia de Dios. Por eso, sufrieron una segunda derrota, peor que la primera, aun cuando tenían el Arca puesta como barrera y fortaleza: "Los filisteos lucharon e Israel fue derrotado. Cada uno huyó a su tienda. Fue una gran derrota: cayeron treinta mil infantes de Israel. El Arca de Dios fue apresada, y murieron Jofní y Pinjás, los dos hijos de Elí". Incluso hasta la misma Arca de la Alianza fue secuestrada por los vencedores. Y los hijos del rey murieron en la batalla. El pueblo no fue fiel a Dios y sufrió las consecuencias terribles de su infidelidad.

En efecto, para poder disfrutar de los derechos de hijos de Dios, debemos cumplir con nuestros deberes. Es necesario que la Palabra de Dios anide en nuestros corazones. Que le abramos de par en par las puertas a Cristo, como nos invitaba el Papa San Juan Pablo II. Que esa Palabra encarnada, el Verbo eterno "que se hizo carne y habitó entre nosotros" esté verdaderamente en nuestros corazones. Que el amor se convierta en nuestra ley. Que nuestro corazón esté "secuestrado" por ese Dios de amor y misericordia. Solo de esa manera su poder estará a nuestro favor. Solo así ese amor que surge de su corazón misericordioso se convertirá para nosotros en nuestra fortaleza. Y seremos invencibles, pues podremos gozar de todos los beneficios, de todos los derechos que Él nos regala como hijos fieles. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta", afirmó San Pablo. Pero solo después de haberse dejado arrebatar el corazón por el amor y comportarse como hijo fiel y amoroso de Dios. Fue la experiencia que tuvo aquel leproso lleno de fe, conquistado por el amor de Dios, y lleno de la confianza del que se sabe hijo fiel: "Se acerca a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: 'Si quieres, puedes limpiarme'". Pide que se le cumpla el derecho de hijo, que era el de ser limpio de su lepra. Pero su expresión no fue de exigencia de un derecho, sino que fue un ruego de quien está convencido de que le pertenece solo a Dios, de que su corazón es suyo, de que es un hijo fiel que ama y que se sabe amado y que por eso puede tener el derecho de implorar de Dios su favor. Y esta convicción basada en un amor puro y transparente, humilde y confiado, arrancó de Jesús, ese Dios misericordioso y todopoderoso, el milagro, que era la donación del derecho que pedía el leproso: "'Quiero: queda limpio'. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio". El Dios de amor y misericordia que nos regala todos los derechos de hijos, constató que este leproso era fiel y que cumplía su parte, que asumía sus deberes, siendo un hijo lleno de amor y confianza y por eso no tuvo ningún problema en concederle ese derecho de hijo de ser sanado. Ojalá todos entendamos nuestra responsabilidad ante Dios, como lo entendió este leproso curado de su lepra. Tenemos todos los derechos de hijos de Dios, pero debemos ser fieles en el cumplimiento de nuestros deberes también como hijos suyos. Que nos dejemos arrebatar por ese amor infinito que Dios nos tiene, que seamos siempre fieles a su voluntad y podamos así implorar ser llenos de todos los derechos que nos dona el Dios amoroso que nos creó y que nos sostiene.

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