martes, 13 de mayo de 2014

"¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad...!"

"Fue en Antioquía donde por primera vez llamaron a los discípulos cristianos"... Este nombre que nos define y que nos pone en la raíz de lo que somos, fue dado por primera vez en Antioquía, tierra de paganos. Al recibir la noticia de la conversión de muchos gentiles de esas tierras, los apóstoles enviaron a Bernabé, quien antes pasó por Tarso para buscar la compañía de Pablo, el apóstol de los gentiles. Es impresionante cómo va Dios moviendo los hilos de su historia de salvación. "La salvación viene de oriente", pero no se reduce a ella. Incluso el nombre se le pone a los cristianos de boca de quienes a lo mejor ni siquiera habían escuchado antes del judaísmo...

Ser cristiano es una dignidad y un orgullo que no hemos merecido. Sólo nos viene esa carta de identidad por el amor que Dios nos tiene. No hay ninguna otra razón pues, por el contrario, los hombres hemos hecho cada vez más lo que nos aleja de Dios, de su perdón, de su amor. La mano tendida de Dios hacia nosotros la hemos dejado estirada y no nos hemos aferrado a ella para caminar hacia la salvación. Decía el Papa San León Magno: "¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad!" Llevamos en nuestra identidad más profunda el nombre de Cristo, el Hijo de Dios que se entregó por amor para rescatarnos de la muerte.

Llamarse cristiano significa, en primer lugar, aceptar ese nombre como identidad propia. Significa saber que nuestra vida nos viene de Jesús y de nadie más. Él es el Dios que se hace hombre y al hacerse hombre, se hace uno más como nosotros. Así como nos llamamos cristianos al ser de Cristo, Cristo se llama humano al ser el Dios que se hace nuestro. El intercambio para el Verbo Eterno de Dios es, ciertamente, desventajoso. Para nosotros llamarnos cristianos es una elevación infinita.. Para el Verbo, llamarse humano es el rebajamiento total... Ser cristianos es, de esta manera, reconocer al Dios hecho hombre por amor a nosotros. Es saborear ese amor que se hace concreto en cada una de las etapas de la vida del Dios que se encarna para compartir nuestra humanidad y hacer su obra de redención desde la misma intimidad humana. Es quedarse impresionado por el derroche de amor que eso significa, por cuanto es el camino que Él mismo ha elegido para darnos a entender que nos ama por encima de todo, incluso por encima de la vida del hombre que es asumido por el Verbo... Es entender que sin ese gesto de amor no hubiéramos estado tan seguros de ese amor infinito, a pesar de que la historia no es sino un continuo sucederse de gestos de amor divino... Es poder concluir con San Pablo: "Me amó a mí, y se entregó a la muerte a sí mismo por mí"... Ser cristianos es, en definitiva, una cuestión de amor. Es asomarse con nuestra pobre inteligencia y nuestra pobre voluntad al balcón desde el cual podemos atisbar ese misterio profundo e íntimo de Dios: "Dios es amor".

Pero ser cristiano es, además, un camino que compromete profundamente. No se trata sólo de percibir el amor de Dios. El sabio dicho reza: "Amor con amor se paga". Imposible ser testigos del amor de Dios y no sentir simultáneamente que algo debemos hacer desde nosotros.  No es cuestión de "pagar" a Dios su amor, sino de valorar de tal modo lo que Él ha hecho por nosotros que sentimos desde nuestro interior el volcán del deseo de responderle naturalmente. Ser cristiano es, entonces, saberse amado y responder con alegría a ese mismo amor, con la misma calidad, aunque se quede sólo en el intento por cuanto amar infinitamente como Dios lo hace es para nosotros imposible. Nuestra respuesta de amor será igual en cuanto que será al máximo que podamos. Cuando Dios ama al máximo ama hasta el infinito. Cuando los hombres amamos al máximo lo damos todo. Se trata, por lo tanto, de poner en las manos de Dios todo lo que somos y tenemos, de dejar que nuestra vida se guíe sólo por lo que Jesús quiere de cada uno, de hacer que nuestra fraternidad responda a ese llamado que hace de vivir en el amor entre todos, particularmente amando con más ternura a los que Él amó así, a los más pequeños, humildes y sencillos...

Ser cristianos es hacer de Cristo el centro de toda la vida. Es querer que todos los demás vivan la misma dignidad, la misma alegría, la misma entrega que vivimos nosotros mismos. No se puede uno llamar cristiano y quedarse de brazos cruzados ante el compromiso que ese nombre implica. Asumir la condición de cristianos llama a una transformación total de la persona, pues ya no vive para sí, sino para los demás, como lo hizo Cristo. El cristiano es el hombre de la transformación de su realidad. No es un bulto más en la sociedad, sino que es el que hace que la sociedad sea diferente, que en ella se vivan los valores que vino a sembrar Jesús. Se trata de ser sembrador del amor, de la justicia, de la paz, como lo vino a hacer Cristo. No puede el cristiano ser indiferente a lo que pasa en el mundo, pues Cristo no lo fue. Su solicitud por el hombre lo llevó a transformarlo todo mediante la entrega de todo su ser. Así mismo debe hacer el cristiano. No lo será verdaderamente quien llamándose cristiano no vive como Cristo quiere y pasa por el mundo sin hacerse notar ni hacer notar a Cristo...

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