lunes, 16 de septiembre de 2013

Dios quiere que todos los hombres se salven


Pablo es el gran maestro de los gentiles. A ellos entendió que había sido mandado por Dios para alcanzarles la salvación. Su primera predicación fue para los judíos, y a ellos dedicó sus primicias. Los judaizantes, cristianos convertidos del judaísmo, que entendían que el cristianismo era una especie de "añadido", de "continuidad" absoluta de su religión original, se empeñaron en hacerle la vida imposible, pretendiendo que los que se convirtieran a Jesús, que no vinieran del judaísmo, o sea, paganos o gentiles, asumieran toda la carga de la tradición y las leyes judías, para que fueran "buenos cristianos". Pablo entendió perfectamente desde un principio que esto era inaceptable. Y tan importante fue este problema en aquella Iglesia naciente, que produjo el primer Concilio en Jerusalén, cuyo tema fue precisamente cómo se debía actuar y qué cosas se les podía exigir a aquellos neoconversos que no vinieran del judaísmo...

La tesis de Pablo fue la vencedora. No se les podía exigir a quienes no conocían el judaísmo, el cumplimiento de sus tradiciones y sus leyes. Sólo se les podía exigir la fidelidad al mensaje de Jesús, la vivencia del amor y del perdón cristiano, el sentirse verdaderamente miembros de la  gran familia de la Iglesia de Cristo... Quien así viviera se hacía acreedor de la salvación que Jesús había alcanzado desde su Cruz para todos los hombres...

Es totalmente lógico. Es absurdo que el Cuerpo entregado y la Sangre derramada en la Cruz del hombre que era Dios surtiera efecto sólo en una porción mínima de la humanidad, como lo era el pueblo de Israel. Un pueblo insignificante, pequeñísimo, casi desconocido, enclavado en el fin del mundo. Y que todo el resto de la humanidad se quedara sin disfrutar de la mayor riqueza que Dios quería derramar sobre el mundo: los efectos de la salvación, su amor redentor, la nueva creación que hacía nuevas todas las cosas...

Desde el Antiguo Testamento estaba claro que el Redentor venía a restablecer las relaciones de toda la humanidad con Dios: "Te hago Luz de las naciones". Así, además, lo comprendieron muchos de aquellos que se encontraron con el Mesías, desde el mismo principio de su historia humana: "Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel". La salvación, sí, venía del Oriente, pero se extendía hacia todos los hombres...

Por eso, la alegría de la humanidad puede ser plena. Por eso, Pablo se hace adalid de esta acción de salvación del mundo que emprende Dios. Por eso, cada hombre y cada mujer de la inmensa humanidad pueden guardar una esperanza cierta en su propia salvación... Jesús se hizo hombre para todos los hombres. Jesús se hizo el Redentor de toda la humanidad. La salvación que trae Cristo rebasa cualquier frontera y cualquier raza. Por Él, por su redención, "todos somos hechos un solo pueblo. Ya no hay división..."

Para Pablo es claro que Jesús es el Salvador de toda la humanidad. Y se hace, de esa manera, anunciador de esa salvación de todos los hombres. De ahí su afirmación "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad... Uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos"...

Ahora bien, la formulación de la frase llama a reflexión... ¿Por qué Pablo no dice "Dios quiere salvar a todos los hombres" sino "Dios quiere que todos los hombres se salven"? La salvación, al fin y al cabo es un don gratuito y libérrimo de Dios a cada hombre. Nadie se hace "digno" de tenerla, nadie la puede reclamar, nadie la puede adquirir. Sin ningún mérito de parte del hombre, Jesús ha realizado la obra redentora. Más aún, si la voluntad salvadora de Dios en referencia al hombre dependiera de lo que hiciera el hombre, tendríamos que afirmar que estaríamos muy lejos de alcanzarla. Somos los hombres los que hemos sido infieles. Fueron Adán y Eva quienes le dieron la espalda a Dios, y en ellos, nosotros, queriendo erigirse como "dioses", renunciando a su dependencia del único Dios. Fue el pueblo el que se hizo ídolos en el desierto, y nosotros somos ese mismo pueblo que sigue teniendo ídolos construidos por nuestras propias manos a los que hemos proclamado como nuestros "dioses". Somos los que gritamos ante Pilato "Crucifícalo, crucifícalo", continuamente con nuestras infidelidades, que son espadas para Jesús. Somos nosotros mismos los que seguimos martillando las manos y los pies de Jesús en la Cruz, los que le damos el lanzazo final para asegurarnos de que está muerto en ella... Somos aquellos por los cuales ora Jesús en la Cruz: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen", porque seguimos procurando su muerte con nuestro pecado...

Si es así, entonces, ¿cómo entender la voluntad salvífica de Dios respecto a nosotros? ¿Qué mérito podemos enarbolar delante de Dios para pretender nuestra salvación? La respuesta es única. Poseemos el mayor de los méritos. Y lo poseemos también como un don infinitamente grandioso: Porque Dios nos ama infinitamente y no quiere que ninguno de nosotros se pierda. Luchará a brazo partido contra el demonio, contra la fuerza del mal, para arrancarnos de las tinieblas. El que nos creó desde el amor, para que viviéramos en el amor y camináramos hacia el amor, no podía estar tranquilo mientras estuviéramos en el odio de su separación, en la oscuridad de la muerte... Costara lo que le costara, iba a emprender su acción de rescate, simplemente porque nos ama...

Pero, a pesar de eso, cada hombre y cada mujer tiene en sus manos la posibilidad de demostrar que desea esa salvación que Dios derrama en el mundo. Dice San Agustín: "Dios, que te creó a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti". Por eso Pablo dice: "Dios quiere que todos los hombre se salven". Dios quiere que aceptemos con corazón humilde, abierto, bien dispuesto, la salvación que nos ofrece. Eso nos exige el compromiso de vivir en el amor, de aceptarlo como Dios único y Redentor, de vivir como miembro de su familia de amor, de hacernos consciente de caminar como un cuerpo unido hacia la salvación, y no como individuos sin relación... Así, por la experiencia de salvación que ya vivamos en nuestra vida, podremos tenerla en la eternidad, sin ningún obstáculo. Salvarse y llegar al conocimiento de la Verdad son la misma cosa, porque la Verdad es Jesús. Conocerlo a Él no se da sólo de manera intelectual. El conocimiento es integral, es vivencia plena de aquello que se conoce. Conocer la Verdad de Jesús es vivir en su amor, es responderle con amor, es hacernos hermanos de todos los hombres en el amor de Jesús... Esa es la Verdad cristiana. Y esa es la nuestra Salvación...

Por eso es que "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad". Que tengamos la plenitud de la felicidad que es la vida en Él y sólo en Él. Fuera de esto, no existe la salvación...

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