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lunes, 8 de febrero de 2021

No existe otra victoria sino la de Jesús

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Entre las grandes preguntas que se ha hecho el hombre sobre su propia existencia es la del por qué existe. Esta pregunta tiene sus concomitantes correspondientes cuando la cosa sube de nivel y se refiere no solo a la existencia de todo lo exterior, sino a la propia existencia. Preguntarse sobre esa existencia personal plantea varias interrogantes que no tienen fácil respuesta: ¿Por qué existo? ¿Para qué estoy en la vida? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Por qué tengo inteligencia y voluntad y soy capaz de crear, de planificar, de trasformar, de llevar adelante mis planes? ¿Qué quiere la misma vida de mí? Muchos vamos por la vida sin siquiera plantearnos estas inquietudes, sino simplemente viviendo el día a día como viene. La única preocupación abarcaría el cómo sobrevivir a ese día, cómo procurarse los bienes, cómo recopilar lo que hace falta para vivir. Para muchos la vida es un transcurrir de horas para emprender de nuevo el día que comienza. Pero llega un momento en esa vida que no tiene mucho sentido en el que el mismo hombre se detiene ante la trascendencia de lo que implica vivir y necesita enfrentarse a sí mismo para asumir la seriedad que la misma vida amerita. La pregunta sobre el origen de la vida es una pregunta que ha rondado al hombre desde su propio inicio. Muchas han sido las respuestas. Científicamente está casi meridianamente claro que el origen de la vida ha sido un origen fortuito con las teorías del Big-Bang que aún está en desarrollo y aparentemente avanza hacia el infinito. La teoría creacionista, con esta del Big-Bang, se viene abajo. San Juan Pablo II, dando un paso gigantesco en la búsqueda de la conciliación entre ambas teorías, afirmó que lo que debe quedar salvado siempre es la acción de Dios en la creación del alma humana. Y es lo que ha sucedido sobre todo en la literatura bíblica. Incluso la filosofía griega apuntó a esa búsqueda del origen de todo, dando pie a las vías de Santo Tomás, inspiradas en las vías de Aristóteles.

El autor del Génesis, con un estilo poético innegable, pone la creación de todo en las manos del Dios todopoderoso. Y avanzando escalón a escalón va hablando de la perfección de lo creado tal como va surgiendo de las manos de la razón última que es Dios. Para él lo importante es que se entienda que todo viene de Dios, que todo tiene su razón de existir en Dios. Y eso le da el sentido pleno a la existencia de todo. Hay una causa última que explica que todo exista. Ya veremos luego, cuando finaliza su relato poético, cómo en el centro de todo estará el hombre y cómo es el hombre el que le da sentido a todo. Es el amor de Dios por aquel que pondrá en el centro lo que llena toda la existencia. Sin el amor de Dios nada tiene sentido que exista. Por amor al hombre, y por él, a todo lo que surge de su mano poderosa, se explica la existencia de lo que no es Dios. El hombre será el último beneficiario y el que disfrutará eternamente de ese regalo amoroso que el Señor da al hombre con total gratuidad. Nada más puede explicar semejante dislate del amor: "Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas". Sólo existía Dios. Y su amor lo movió a hacer existir lo inexistente. Todo fue teniendo su orden, el que quería el Espíritu de Dios que tuviera, como si fuera la casa en la que habitaría aquel que le daría sentido a todo. El mundo era el sitio que amorosamente el Padre iba construyendo para su hijo, el hombre, para quien estaba haciendo existir todo.

Por ese hombre que era colocado en el centro de todo, fue hecho todo por Dios. El Creador todopoderoso se dejó vencer por ese amor para derramar sobre su criatura predilecta todos los beneficios que iban surgiendo de sus manos. La mirada estaba puesta sobre esa plenitud de la que quería que disfrutara ese a quien amaba por encima de todo. No lo hacía existir simplemente para que transcurriera día tras día hasta desaparecer, sino que ponía como meta para él una plenitud feliz eterna, que nunca jamás acabaría, sino que viviría como regalo precisamente de ese amor que había decidido volcar sobre él. La venida de Jesús es el adelanto de esa utopía final, que es absolutamente segura, pues está en el diseño de Dios. Por eso el paso de Jesús por la historia no fue otra cosa sino el ir haciendo realidad el adelanto de lo que se vivirá en ese futuro de eternidad. La lucha de Jesús contra el mal, la siembra del bien, el anuncio del amor, la cantidad de maravillas que vino a realizar, no son sino preludio de lo que vendrá eternamente. Sus victorias sobre el mal, sobre los dolores, sobre las enfermedades, sobre las injusticias, sobre las humillaciones a los más pequeños, son anuncio de la victoria final que obtendrá el Redentor, con lo que se establecerá ya definitivamente el Reino de Dios en el mundo. Jesús vence y cada victoria es una humillación al mal. Hoy el mal, aunque tenga victorias, seguirá siendo vencido, pues su realidad futura será la nada. El todo será el amor y el bien. La nada será el mal: "En aquel tiempo, terminada la travesía, Jesús y sus discípulos llegaron a Genesaret y atracaron. Apenas desembarcados, lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaba los enfermos en camillas. En los pueblos, ciudades o aldeas donde llegaba colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos la orla de su manto; y los que lo tocaban se curaban". Jesús no puede sino seguir venciendo. Por eso, aunque haya dolores y sufrimientos, la mirada debe estar siempre puesta en seguir luchando junto a Jesús contra el mal, pues la victoria jamás dejará de ser suya.

lunes, 26 de octubre de 2020

Seamos imitadores de Dios, pues al final viviremos su misma vida

 La Fe nos levanta

Hay una vida que ha sido puesta en nuestras manos con la única razón del amor. Ninguna otra motivación existe que pueda explicar una preferencia tan marcada como esa. La existencia de lo que no era Él no era necesaria para Dios. Y habiendo venido el mundo a existir, Dios ha deseado favorecer, por encima de todo, al hombre, colocándolo en el centro sin ningún merecimiento e incluso dándole el dominio sobre todo. No hay un argumento razonable. Las mentes acuciosas que en todo quieren encontrar la razón del porqué y se devanan los sesos para que la ciencia pueda llegar a satisfacer esa curiosidad, deberán llegar en un momento a deponer su ansiedad de conocimiento absoluto y a bajar la cabeza ante la imposibilidad de saberlo y de explicarlo todo. Los más escépticos se contentarán con un argumento natural. Todo se debería a lo fortuito. La naturaleza misma fue haciendo sus movimientos y ordenando todo de tal manera que finalmente resultó en una perfección conveniente. Todo se fue dando de una manera fortuita hasta que desembocó en la perfecta existencia que conocemos hoy. Esta argumentación, que puede satisfacer a tantos, es totalmente insuficiente para una inmensa mayoría. Llegar a esas conclusiones exigiría imponer en lo creado una capacidad de acción y de arreglos convenientes que jamás por sí mismo puede llegar a poseer. En la argumentación de los grandes pensadores griegos antiguos, los orígenes de todo necesitaron el concurso de una mente superior, preexistente a todo lo que vino posteriormente, capaz de ordenar absolutamente todo, de dar el sustento necesario a lo que fue existiendo, de dar a cada cosa un papel único y necesario. Es imposible hacerse la vista gorda ante esta necesidad. Aceptando, por tanto, ese ser anterior del cual surge todo, debe darse también una aceptación de que ese ser tenía una finalidad al hacerlo existir todo. No podía ser simplemente un empeño de hacer existir lo que no era él. Lo razonable es que la existencia de todo tuviera una razón inicial y una razón final. La creación existe, entonces, porque lo que la hizo existir tenía un fin para ella. Los cristianos aceptamos que ese ser creador de todo es Dios. Y que tuvo como su única motivación para crear, su propio amor. Si no existiera el amor en Dios no tiene sentido que nada más exista. El amor está en la absoluta libertad que existía eternamente en Dios y que hizo surgir todo lo demás que no es Él. La creación, en este sentido, fue el primer paso. Lo creado debe asumir su tarea. El hombre debe asumir su tarea. Dios no solo creó, sino que lanzó su exigencia al hombre, al que colocaba en el primer lugar de todo.

La vida, siendo regalo de Dios, debe ser asumida con la responsabilidad con la que el Señor nos la ha regalado. No debe existir una motivación distinta en nosotros. No se trata, por lo tanto, solo de aceptar la vida recibida, de disfrutarla con todas las prerrogativas con las cuales nos ha sido dada, de hacer avanzar la bondad con la cual el mismo Creador afirma haberla creado, de lograr un mundo mejor por el esfuerzo denodado que se pueda asumir. El compromiso va mucho más allá. Se trata de asumir a quien nos creó no solo como razón de vida, sino como la vida misma, con el objeto de hacernos como Él, de llegar a ser Él mismo, de vivir en nosotros no solo la vida natural que nos regaló en un momento, sino esa vida que es la suya y que en definitiva Él tiene como añoranza final que pase a ser también la nuestra para toda la eternidad. Por ello, en un avance de ese deseo nos enriqueció con algunas cualidades que eran solo suyas, con la intención de que entendiéramos que eso era solo el inicio de la vida total que pondría en nuestro ser. Nuestro paso por la vida terrenal no es más que el ensayo de la plenitud inimaginable que poseeremos en la presencia eterna del Creador. Es el cumplimiento real, sin engaño, de lo que había vaticinado el demonio, embaucando a Adán y a Eva cuando logró alejar al hombre de Dios: "Serán como Dios". Aquel fue un vil engaño tramposo que nos ocasionó el mayor daño que hemos recibido. Pero ahora, con el compromiso divino entendido, no podrá jamás asumirse como ese engaño original mortal, sino como la realidad futura de mayor trascendencia y belleza de la que podremos disfrutar eternamente. La vida de cada uno de nosotros debe ser el camino feliz que tiende a lo glorioso que viviremos. Por eso no podemos faltar a esa cita de plenitud a la que estamos invitados. Eso debemos iniciar a vivirlo ya, sin tardanza, asumiendo el compromiso personal de lograrlo para nosotros mismos, pero haciendo que todos caminen también las mismas rutas. Lo quiere Dios. Lo añora la creación entera. Lo necesita el mundo. Y se lo merece todo hombre al que podamos llegar. En eso insiste San Pablo cuando pone a nuestra vista la altura a la que estamos llamados: "Sean buenos, comprensivos, perdonándose unos a otros como Dios los perdonó en Cristo. Sean imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivan en el amor como Cristo los amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor. De la fornicación, la impureza, indecencia o afán de dinero, ni hablar; es impropio de los santos. Tampoco vulgaridades, estupideces o frases de doble sentido; todo eso está fuera de lugar. Lo de ustedes es alabar a Dios". Lo esencial es ser imitadores de Dios, pues hacia Él nos encaminamos como nuestra meta final.

Esa es nuestra meta, la que debemos tener como añoranza final de nuestra vida, pues Dios será no solo la razón última de nuestra existencia, sino nuestra misma existencia final. Vivir en esa conciencia debe hacernos hombres distintos, que hacen que aquella novedad que logró Jesús con su obra de redención sea una realidad radical que nos va haciendo elevarnos en cualidad humana y cristiana, y por ello debe ser una constante en nuestra ocupación. Nuestra existencia debe adquirir ya una plenitud deseada que la haga avanzar en la experiencia personal de Dios. Esto debe tener efectos inmediatos en nuestra cotidianidad. Si el mundo no va mejor puede llegar a deberse que los hombres no hemos asumido la radicalidad que debe ser asumida. La tarea de un mudo mejor es una tarea real, no es ficticia. Y eso apunta a tomar a los hermanos en serio, a tomar su salvación como compromiso, a verlos a cada uno como hijos de Dios igualmente amados, como nosotros. Es emblemática la llamada de atención de Jesús a los fariseos: "Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y estaba encorvada, sin poderse enderezar de ningún modo. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: 'Mujer, quedas libre de tu enfermedad'. Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, se puso a decir a la gente: 'Hay seis días para trabajar; vengan, pues, a que los curen en esos días y no en sábado'. Pero el Señor le respondió y dijo: 'Hipócritas: cualquiera de ustedes, ¿no desata en sábado su buey o su burro del pesebre, y los lleva a abrevar? Y a esta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no era necesario soltarla de tal ligadura en día de sábado?'" El hermano no es una "cosa" de la que podremos prescindir. Es el que Dios ha puesto en nuestras manos para hacerlo llegar con nosotros a esa vida que será Él mismo. No estamos para cerrar puertas. Estamos para abrirlas a todos y para que lleguemos todos juntos a ser ese Dios que Él quiere que seamos en la eternidad.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Si no amo, dejo de existir

Resultado de imagen de quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío

Si tuviéramos que hacer un resumen de las exigencias del Evangelio, los que coloca Jesús a cada cristiano, a cada uno de los que quiera ser discípulo suyo, tendríamos que hacerlo con la frase que coloca San Pablo a los cristianos de Roma: "De hecho, el «no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás» y los demás mandamientos que haya, se resumen en esta frase: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera". En efecto, cuando el maestro de la ley se le acercó a Jesús y le pidió que le dijera cuál era el mandamiento más importante de todos, la respuesta de Jesús es prácticamente la misma: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los profetas". La exigencia más importante que pone Jesús a sus discípulos tiene que ver con dejar que la naturaleza humana, que desde el principio de su existencia está sondeada por el amor, se exprese con libertad. El hombre existe por amor y para amar. Toda su vida debe transcurrir en el ámbito del amor. Y la meta final, para la cual está destinado eternamente, es el amor.

Podríamos preguntarnos si tiene sentido que me obliguen a hacer aquello para lo cual estoy hecho. Es como si a mi corazón, hecho para bombear la sangre a todo mi organismo, yo lo tuviera que obligar a latir. Mi corazón tiene en su programación para siempre esta tarea. Más aún, cuando no la cumple, ha dejado de funcionar y de servir para lo que tiene que servir, y me produce la muerte. Mi corazón, si quiere seguir siendo lo que debe ser, debe latir. Si no, ya no existe y produce mi inexistencia física. De la misma manera podemos hacer el paralelismo con nosotros y el amor. Si hemos sido creados desde el amor y para amar, nuestra existencia depende de que cumplamos nuestro fin. Renunciar a ello implicaría nuestra desaparición. La muerte del hombre es dejar de amar, no vivir para el amor. Esto puede suceder porque además de que hemos sido creados con la capacidad de amar, hemos sido enriquecidos con nuestra libertad. Los hombres podemos colocarnos en la vía contraria a aquella por la cual debemos conducirnos. Nuestra libertad, siendo un bellísimo tesoro que nos ha donado Dios, puede llegar a convertirse, por nuestra decisión, en la peor arma autodestructiva que poseamos. El corazón, conscientemente, no puede oponerse a su naturaleza. Los hombres, sí podemos hacerlo. Podemos ser tan torpes que podemos oponernos a nuestro fin y colocarnos en la vereda opuesta. No amar, es decir, odiar, dejarse llevar por rencores, envidias, deseos de venganza, egoísmos, representa para nosotros nuestra muerte como seres humanos. Es nuestra deshumanización. Nos convertimos en algo monstruoso, menos en hombres.

El amor debe ser, por lo tanto, nuestra principal preocupación. Amar a Dios con todo mi ser, por encima de todo, y amar al prójimo como a mí mismo o más aún, como Jesús me amó, debe ser nuestro estilo de vida natural. Por encima de ello no puede existir nada más. El amor es mi naturaleza y debo luchar para que así sea. No puedo dejar contaminar mi vivencia del amor con nada, ni siquiera con mis apetencias personales. Es lo que pide Jesús a sus seguidores: "Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío... El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío". Nada puede estar por encima del amor a Dios y a los hermanos. Permitirlo es poner en riesgo la existencia futura y eterna en el amor. Dejar a un lado a Dios y a los demás, y colocarse uno mismo en el centro acarrea la desgracia personal. Se deja de ser naturalmente humano, y se pierde el camino que debemos recorrer a nuestra eternidad feliz. Significaría que preferiríamos desaparecer como hombres creados para el amor, y confinar nuestro ser a la desaparición, a la deshumanización. Nuestra plenitud está en el amor. Dios nos ha hecho para eso. Obligarnos a hacerlo tiene sentido porque somos capaces también de caer en el absurdo de negarnos a hacerlo. Seremos hombres, si amamos. Seremos más hombres, si amamos más. Y seremos plenamente hombres para toda la eternidad, si nuestra vida se traduce en el amor. Si se cimienta en la realidad del amor cada segundo de nuestra existencia, aquí y ahora.

martes, 15 de julio de 2014

El amor es siempre milagroso

Existe una bella oración que dice: "Señor. que no necesitemos milagros para creer, pero que tengamos tanta fe, que merezcamos que nos los hagas". Es una fe firme, sólida, que se basa no en la evidencia -como debe ser-, sino en la confianza ciega en lo que el Señor hace, dice y pide. Los milagros son acciones maravillosas de Dios, en los cuales Él demuestra su infinito poder y su infinita libertad. Pero son hechos en el ámbito de esa libertad infinita de Dios. Él mismo discierne cuando son necesarios y cuando no. Él demuestra su poder maravilloso cuando sabe que definitivamente no hay otra salida. Los hechos portentosos no son más que una demostración extraordinaria del amor que Dios tiene a los hombres. Son ellos los beneficiarios principales de cada una de esas obras extraordinarias que salen de las manos de Dios.

Estas obras maravillosas de Dios se iniciaron con la misma creación del universo. La existencia de todo lo que hay no es otra cosa sino un gran milagro. Dios ha hecho que todas las cosas vengan a la existencia de la nada, cuando en realidad, siguiendo su naturaleza suficiente y no necesitada de nada, quiso salir de sí en un gesto inusitado de amor. El que eternamente se había bastado a sí mismo, el que existía desde siempre, permitió que su amor no sólo fuera corriente divina, íntima, enteramente satisfactoria para sí, sino que se hiciera don para otros seres distintos de Él. Es el milagro del amor que explota, que se dona, que se convierte en amor creador y sustentador. Ya no es el amor íntimo el único que satisface a Dios, sino que por elección libre y personal, Dios hace que el amor a las criaturas llegue a ser para Él también motivación principal. El que no necesitaba amar más nada, pues estaba satisfecho amándose a sí mismo en movimiento natural de su divinidad que no necesitaba de más, eligió amar a lo que estaba fuera de sí mismo... Al ser un gesto de amor, de libertad, de poder infinito, se convierte así en un milagro. Convencerse de esto, para nosotros, criaturas que existen por esa "salida" de Dios de sí mismo, es convencerse de que existimos por un milagro de Dios. Es la acción extraordinaria que Dios ha elegido realizar sin ser necesario para Él, pero sí absolutamente necesario para nosotros, pues de lo contrario, no existiríamos de ninguna manera. He ahí el milagro que necesitamos para convencernos de la existencia del Ser superior, del poder de Dios, de su providencia infinita y, sobretodo, de su amor por nosotros. Es, podríamos decir, el milagro "natural" de Dios. Él sólo debe permitir que ese amor creador y todopoderoso se manifieste. Pero para nosotros sí que es extraordinario, pues es lo que nos hace existir y mantenernos en la vida como Dios mismo quiere y posibilita...

No contento con eso, el amor de Dios se sigue manifestando en maravillas cotidianas que no por ser "normales" dejan de ser milagrosas. El orden continuo de lo natural, las leyes que vemos que se cumplen sin cambios, las conductas inmutables que percibimos en la naturaleza, lo que sucede fuera de nosotros y sobre lo cual no tenemos control, sigue sucediendo invariablemente, sin que nosotros siquiera podamos oponernos a que así sea. Es el continuo orden establecido por Dios y que posibilita y facilita nuestra vida. Son los portentos cotidianos que a veces no percibimos en su justa dimensión. A fuerza de habernos acostumbrados a ellos, dejamos de asombrarnos. Que una sola cosa de esas cambie representaría para nosotros una debacle. Si el sol dejara de brillar todos los días, la vida desaparecería. Si las plantas dejaran de producir oxígeno, nuestra muerte sería segura... Tantos fenómenos naturales siguen siendo milagros del amor. Y debemos percibirlos como tales, para poder responder a Dios con cada vez más amor...

Y Dios va aún más allá. Al pecado del hombre responde con más amor. A la destrucción que ha procurado el hombre para sí mismo y para todo lo creado, Dios responde con más portentos. Podría dejar a un lado aquello que no es necesario para Él y hacerlo simplemente desaparecer, pues ha representado sólo problemas y conflictos. Pero no. No quiere actuar en contra de su naturaleza amorosa, sino que una y otra vez da nuevas oportunidades. A la destrucción de la primera creación, responde maravillosamente con la Nueva Creación lograda por el Verbo hecho hombre. Supera infinitamente lo que ha hecho en su primer movimiento de amor, con el segundo movimiento realizado por el Hijo. La nueva creación es confesión de amor del corazón enamorado de Dios hacia el hombre.

Por eso Dios se duele de que el hombre no sucumba definitivamente convencido de su amor y termine de creer vencido en sus brazos. La dureza del corazón del hombre le hará más daño que todo lo malo que pueda hacer. Dejar al amor de Dios a un lado le crea el vacío mayor que pueda vivir. No existe más absurdo para el hombre que la no aceptación de lo que es tan evidente. El milagro cotidiano del amor debe ser aceptado para llegar a la plenitud a la que está llamado todo hombre. En este transitar Dios verá si es necesario sustentar su pedagogía de amor en los milagros. Sólo Él sabe si lo será. Pero para nosotros debería bastar saber del amor infinito que nos tiene, convencernos de que quiere nuestro bien como lo ha demostrado desde el primer momento de nuestra existencia, percibir que no quiere nuestra muerte o nuestra desaparición sino que nos tiende la mano repetidamente, cuantas veces sean necesarias., De lo contrario, ya no estuviéramos aquí... Esa es nuestra salvación: "Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en ustedes, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza. Les digo que el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a ustedes. Y tú, Cafarnaúm, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy. Les digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti". Escuchar la Palabra de Dios, que nos invita a creer por encima de todo, por los milagros que hace el amor, y por los que seguirá haciendo para atraernos...

martes, 27 de mayo de 2014

¿Qué tienes que hacer para salvarte?

"¿Qué tengo que hacer para salvarme?" Es la pregunta que se hace todo hombre que cree en la vida eterna. No se la plantean los nihilistas, los existencialistas ateos o los positivistas, para quienes hablar de vida eterna es un absurdo, pues o no existe o no se puede nunca comprobar. Pero para quien tiene un mínimo de espíritu religioso, por el cual se concluye que necesariamente debe existir algo después, sustentado en un ser superior que tuvo que haberlo creado, dado su orden, su movimiento, su lógica de base, es una pregunta inquietante. Las preguntas fundamentales del hombre tienen que ver sobre su propia existencia. Plantearse interrogantes diversas a sí mismo, fijando su mirada en lo accesorio, en lo pasajero,  denota o una tremenda inmadurez espiritual o simplemente materialismo atroz... Todo hombre, en un momento de su existencia, se pregunta sobre su propio ser: ¿Quién soy yo?, ¿De dónde vengo?, ¿Quién es la causa última de mi existencia?, ¿Para qué estoy en el mundo?, ¿Qué misión debo cumplir?, ¿Hacia dónde debo dirigirme?, ¿Cuál será mi final?, ¿Tendré final o hay alguna realidad superior en la que desarrollaré una vida en continuidad con esta que se me acaba? Y como todo hombre, en lo más íntimo de su conciencia, tiene un sustrato religioso que sólo desaparece si se ahoga voluntariamente, la pregunta sobre lo trascendente se pone inmediatamente en el lugar principal: ¿Hay un ser superior del que depende todo lo que existe? ¿No es lógico que dado el orden de todas las cosas, la lógica con la que se comportan a través de las leyes naturales, exista alguien superior que ha dejado su huella en ellas? ¿Toda mi realidad espiritual por la cual puedo pensar, puedo ser libre, puedo tener afectos, puedo amar, puedo odiar, puedo ser solidario, puedo exigir justicia, puedo procurar la paz y la armonía social, han surgido sólo de procesos bioquímicos que se han dado en mí, teniendo así un origen meramente corporal, o han surgido de algo superior que yo no controlo y está por encima de mí, y por lo tanto es preexistente, superior, eterno, inmaterial, infinito?

Estas preguntas han devanado los sesos de millones y millones de hombres durante toda la historia. Con más o menos profundidad los hombres han intentado siempre de dar respuestas a ellas. Todos los sistemas filosóficos se han construido sobre la base de alguna de las respuestas que se hayan dado. Y dependiendo del enfoque más o menos espiritualista, más o menos materialista, ha surgido todo un cuerpo de pensamiento que ha llegado a condicionar hasta los sistemas económicos, políticos, sociales, ideológicos del universo... Dependiendo del concepto de hombre o de Dios que se construya, se echarán las bases para construir el edificio ideológico concreto... Pero, al parecer, la rendición del hombre ante la evidencia de lo espiritual debe ser siempre una variante a tener en cuenta. De ninguna manera es criticable que algunos concluyan la no existencia de Dios o la imposibilidad de comprobar su existencia. La misma condición de seres pensantes con la cual nos enriqueció el Dios Creador, pone esa posibilidad como cierta. Pero también es cierto que muchos, al final de su desarrollo, al surgir en sus conciencias una cierta frustración por la pretendida comprobación de la futilidad de la vida, de su revocabilidad, de su condición de casi "desechable", sucumben y apuntan a una meta superior que hace que todo cobre nuevo sentido...

Los grandes filósofos griegos, con Sócrates a la cabeza, no fueron nihilistas, y aunque no se puede afirmar la existencia de fe en ellos, tampoco se puede decir que fueron ateos. Su pensamiento los condujo a la conclusión de la existencia de "Ser", del cual surgía todo, que era origen de todo el universo, que tenía que existir por necesidad. Ese "Ser" -"Ontos"-, tenía que ser Uno, Bueno, Verdadero y Bello... Condiciones indispensables del que era la chispa inicial de todo lo que existe... En algún momento de sus vidas, casi todos los hombres llegan a esta conclusión. Quizá con procesos diversos, quizá con nombres diversos... Pero todos se rinden ante una evidencia que no tiene comprobación científica, pero que esta allí...

Por eso la pregunta: "¿Qué tengo que hacer para salvarme?", es decir, ¿qué tengo que hacer para hacerme digno de esta vida que me ha dado el Ser, Dios? ¿Qué debo hacer para no morir eternamente? ¿Qué debo hacer para vivir en la esperanza y no en la frustración de un futuro inexistente? Sabiendo que voy a vivir eternamente, ¿qué tengo que hacer para asegurarme que ese futuro eterno será feliz para mí? La respuesta es sencilla. Pablo se la dio al carcelero: "Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia". Creer en Jesús... He ahí la clave de la salvación. No se trata sólo de saber que existió Jesús y que aún existe, sino de escucharlo, amarlo, seguirlo y hacerse su anunciador al mundo. Creer es profundamente comprometedor. No termina en confesar que se tiene fe en Él, sino en asumir todas las consecuencias de ser de Él. Creer es, por lo tanto, ser de Jesús, dejarse conducir por su mano suave y amorosa, responder afirmativamente a sus propuestas, seguir sus huellas de Maestro bueno y fiel, estar feliz de seguirlo, sentirse en la plenitud al estar con Él, hacerse tan amigo suyo y sentirse tan orgulloso de Él que se quiera hacerlo conocer por todos los demás que tienen que ver conmigo... Dar su vida por Él y estar dispuestos, como Él lo hizo y como Él lo pide, a dar la vida por todos los hermanos...

De esa manera, la Vida no está en el vacío. Existe un Dios por el cual vale la pena todo lo bueno que hagamos. Existe una salvación que es vida eterna que me regala ese Dios Creador, que es Uno, Bueno, Verdadero y Bello. Existe un Dios que me quiere en comunidad, que me creó personalmente, pero que me hace más hombre en cuanto más me siento en relación de amor con los demás... Es ese Dios, Ser superior, el que le da sentido a toda mi existencia y a mi vida eterna...

domingo, 5 de enero de 2014

Bendecidos incluso en el pecado

La vida de los cristianos es vida que se desarrolla en bendiciones. Todo nuestro itinerario, desde nuestra aparición sobre la tierra, incluyendo en esos inicios hasta la caída por el pecado cometido, pasando por toda la historia maravillosa del pueblo de Israel y la venida del Hijo de Dio en nuestra carne, no es sino una continua bendición de Dios. Él "nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos", pues la relación que el Padre establece con los hombres a través de su Hijo Jesús siempre perseguirá que el hombre salga enriquecido en ella... No se puede pensar de otra manera en esta dinámica que Dios establece con los hombres, pues en realidad, no existe ninguna otra motivación en Dios que la del amor, y por lo tanto, la de beneficiar siempre al hombre con el cual entra en relación...

Desde la misma creación del hombre, hecha al final de la gran gesta creadora que emprende Dios y que, dada su omnipotencia y su infinitud -por las cuales se basta a sí mismo totalmente-, no tiene otra explicación posible que la de darse a sí mismo un objeto diferente al cual amar y bendecir en las cosas creadas, poniendo entre ellas, como centro y núcleo integrador y aglutinante de ese amor de donación, al mismo hombre, toda la historia posterior se desarrolla en medio de bendiciones, de las cuales el hombre, por ser el amado predilecto, es el principal beneficiario...

En primer lugar, Dios da al hombre la gran bendición de la existencia. De ninguna manera podemos imaginarnos bendición como la de existir, por cuanto la no-existencia es el vacío total, del cual ninguno tenemos la más mínima idea. No es posible ni siquiera pensar en ello, pues antes de la Creación del mundo y de nosotros mismos lo que había era la nada absoluta, en la cual sólo Dios estaba presente, amándose y bendiciéndose a sí mismo... Al no existir nosotros, ni siquiera podríamos plantearnos qué habría sido de nosotros, pues simplemente no éramos nada... Es un problema que, sencillamente, no existía. Nuestra creación, siendo colocados en el centro de todo lo demás, y que fue puesto a nuestro servicio por Dios, para que usáramos de todo a nuestro beneficio, y a nuestro placer, ya es en sí mismo una bendición... De la nada, de la no existencia, del absurdo de lo inimaginable, Dios nos ha traído al ser, al existir, y en ese regalo de la existencia, nos ha puesto por encima de todo. Ha sido un salto cualitativo inmensamente grande, casi infinito. De la nada a lo mejor. De la no existencia al dominio sobre todo lo creado. La bendición de nuestra existencia es la primera de todas en la que Dios "se luce" en el amo al hombre... De nuestra parte sólo habría la posibilidad del agradecimiento, pues de lo absurdo del no existir hemos sido llamados a la plenitud de la existencia...

Pero lo maravilloso de la obra creadora, en la cual sólo podemos encontrar beneficios para el hombre, sigue sorprendiéndonos, desde la voluntad amorosa de Dios en relación al hombre, pues la llamada a la existencia que Él nos ha lanzado, la ha hecho, además, haciendo posibles las condiciones óptimas para que ella se desarrollara en la mayor felicidad imaginable. No es una simple existencia en la cual el hombre caminaría sin norte, sin guía, sin meta... Sería terrible que camináramos sin saber hacia dónde dirigir nuestros pasos, vagando sin sentido por toda la ruta sin fin... "Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza y gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado". Dios nos llamó a la existencia feliz, pues no nos creó como una "cosa" más, o como una "ser animado más", sino que nos llamó a  formar parte de su familia, en su Hijo Jesucristo, manifestando con eso que nuestra felicidad por la existencia debía ser consciente, mantenida en ella misma cuando estuviéramos en su presencia, recibiendo su amor en plenitud, con lo cual no podríamos tener otra felicidad mayor que la de hacernos cada vez más suyos... Dios nos creó ansiosos de felicidad, con sed de eternidad, añorantes del amor y de la trascendencia. Pero no dejó nuestra naturaleza eternamente insatisfecha en estas necesidades, sino que se puso Él mismo como la causa que satisfaría absolutamente todas estas hambres. Y, lo mejor, se puso " a tiro" para que siempre lo tuviéramos a la mano. Inconscientes somos cuando no alargamos la mano y no nos agarramos a Ese que es la satisfacción plena de las ansias de felicidad, de amor y de eternidad... Lo entendió perfectamente San Agustín cuando dijo: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti"...

En el pecado, los hombres cometemos la torpeza mayor imaginable, pues ponemos un muro a esa presencia de Dios en nuestra vida, imposibilitándonos nosotros mismos alcanzar la plenitud a la que hemos sido llamados en nuestra existencia y quedándonos en la mayor de las frustraciones, añorantes siempre de esa plenitud. El pecado es como la manifestación de intención del hombre de querer valerse por sí mismo, para lograr la felicidad. Y así, es, en cierto modo, su decisión de vivir la frustración mayor, el sinsentido mayor de la existencia, pues se queda en lo creado, y no avanza hacia el Creador amoroso y providente... Pero el Dios de bendiciones, aún en esa torpe decisión humana, siendo infinitamente misericordioso, lo cual es propio de su naturaleza "bendecidora", nos sale al encuentro para decirnos que a pesar de nuestra torpeza, nos conoce perfectamente pues hemos salido de su mano, sabe que somos soberbios por naturaleza, y por eso es capaz de resarcir el mal que hemos colocado nosotros mismos en nuestro camino, y ya no sólo nos alarga su mano para que nos agarremos a ella, sino que viene a nuestro encuentro, colocándose en nuestro camino para que nos "tropecemos" con su amor... "En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios...Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y henos visto su gloria..."

La mayor bendición que Dios ha derramado sobre nosotros: La mismísima presencia del Hijo en medio de los hombres. Hemos sido bendecidos infinitamente, pues Dios nos ama infinitamente. El Verbo eterno de Dios ha venido para darnos la mayor bendición: recuperar nuestra filiación divina uniéndonos a Él para ser elevados con Él. Ya no somos simples pecadores, sino que el pecado ha sido la puerta de entrada de la mayor bendición. Siendo malo, Dios lo convirtió en algo que utilizar para demostrar aún más grande y portentosamente su amor y su misericordia. La mayor bendición es la del perdón. Y Dios nos la da por su Hijo Jesús, que se ofrece como propiciación perfecta de los pecados... "Feliz culpa la que nos mereció tal Redentor.."

lunes, 7 de octubre de 2013

Amar a Dios y amar al prójimo

El cristianismo es, por encima de todo, una cuestión de amor. Quien entiende que su vida debe moverse en el ámbito del amor, ha entendido lo que es la esencia de su fe... Sacar cualquier consideración de la vida cristiana de ese ámbito de amor, es hacerle un vaciado total... Es natural que así sea, pues en el origen de todo está el mismo Dios, que es amor. Todo ha salido de sus manos, todo lo ha creado desde el amor, todo lo sostiene en él, todo lo destina para que viva en el amor, y todo lo conduce a la meta final que es la perfección en el amor...

El cristiano tiene plena conciencia de "nadar" siempre en ese amor, pues ha surgido de ese Dios que es amor, que lo ha creado desde su amor, que lo sostiene en él y que todo lo ha diseñado de manera que tenga su fin en el mismo amor por toda la eternidad. Los hombres existimos por un misterioso designio del amor de Dios. Si vamos a las razones más profundas de nuestra existencia no encontraremos jamás una de necesidad. Somos absolutamente contingentes, pues de ninguna manera es "necesario" que existamos. No hay razón suficientemente válida para la existencia del hombre. Todas las razones que conseguimos son posteriores a nuestra existencia. Es decir, hoy encontramos alguna validez al argumento de necesidad en función del "sostenimiento" o del "mantenimiento" de lo que existe. Pero no la encontraremos nunca lo suficientemente sólida para justificar nuestra existencia en los momentos previos a la existencia de todo lo demás... Lo único que justifica nuestra existencia es el amor de Dios. Existimos por un designio eterno de amor de Dios.

Somos, podríamos decirlo, resultado de una especie de "explosión de amor" que se sucedió en el corazón de Dios. Sin ser necesarios para Él, sucedió en Dios como un "exceso" de amor, que no pudo llegar a contener. Y de esa "explosión" ha surgido todo lo que existe. Dios es suficiente en sí mismo y no necesita de más nada, para ser más de lo que es... De allí que nuestro origen se conecte directamente con lo que puede ser más compensador, más entrañable, más íntimo... ¡Está directamente relacionado con Dios-Amor, con su movimiento natural de darse! Y, como el amor es esencialmente entrega, Dios se ha entregado plenamente a nosotros...

Ese amor, siendo absolutamente desinteresado en quien lo da, es decir, en Dios, sí que es comprometedor para quien lo recibe. Los hombres, receptores de la vida por amor y sujetos eternos de ese amor creador, providente y oblativo de Dios, quedamos en deuda con quien nos lo da. No porque Él lo exija como respuesta, sino porque un corazón que valora el amor que recibe, naturalmente responde también con amor. Por eso, ese amor que debe ser respuesta del hombre que es amado, quedaría muy reducido si llega a ser considerado sólo como un "mandamiento". No debe amar el hombre porque se le obligue a hacerlo.. El amor más puro es el que se da en respuesta entusiasmada e ilusionada al amor que se recibe, Más, si es el amor más limpio, más puro, más desinteresado, más alto que se pueda jamás recibir...

Cuando el Maestro de la Ley se le acerca a Jesús para preguntarle lo que debe hacer para ganar la vida eterna, se queda en el ámbito de lo obligado. La respuesta que da a Jesús lo saca de esa mentalidad de obligación y lo coloca en la de la respuesta gratuita e ilusionada... "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser". No se puede "obligar" al corazón o al alma, a amar. O lo hace con toda libertad, con toda la buena disposición, o no será jamás, realmente, amor.

No existe movimiento más dulce del corazón humano que el que produce el amor como motor inagotable. Menos aún, cuando se vive ya en el ámbito del amor más grande que se puede recibir, que es el de Dios. Ese amor invita al compromiso más profundo que se puede asumir, que es el de la respuesta generosa e ilusionada a lo que el mismo amor pide. Ese compromiso es de entrega, de vivencia para ese solo amor, de respuesta positiva a lo que exige, pues se tiene la seguridad de que al amar, no exigirá nunca nada que pueda ir en perjuicio del amado. Amar a Dios es tener la plena seguridad de que vivir en ese amor es, con toda seguridad, la experiencia más entrañable que se pueda tener. Quien ha experimentado de verdad el amor de Dios, no encontrará jamás una experiencia que lo compense más que esa. Y por eso, si esa experiencia ha sido sincera y completamente real, nunca tendrá como opción alejarse de esa misma vivencia sublime...

Pero el compromiso del amor va más allá... La respuesta del Maestro tiene una segunda parte que exige abrir el corazón a una experiencia más concreta, por lo que significa de materialidad: "Amarás al prójimo como a ti mismo". Jesús, incluso, llega a poner el ejemplo práctico en la parábola del Buen Samaritano. Lo comprendió perfectamente ese Maestro de la Ley, y los discípulos de Jesús de la primera hora. San Juan dice rotundamente: "Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, está mintiendo"... El amor al prójimo es el signo más fehaciente del amor a Dios que podemos vivir. En el hermano está el mismo Jesús, Dios hecho hombre. Él mismo afirmó: "Cada vez que le hicieron un bien a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí mismo me lo hicieron". El amor al prójimo, en última instancia, es amor al Dios hecho hombre, que se ha hecho, además, pobre, ciego, inválido, indigente, necesitado... No se trata de amar al pobre o al necesitado simplemente porque está en situación de necesidad. Esto, en sí mismo, ya sería bueno. Pero se quedaría solo en altruismo o bondad sociológica. Los cristianos amamos al necesitado y le tendemos la mano porque sufre, y porque en él, sufre Cristo. Es una motivación más elevada, sin que por ello se desprecie a quien no lo hace en este sentido superior...

Es la plenitud de la Ley, como dice San Pablo: "La perfección de la ley es el amor", o en otra traducción: "Amar es cumplir la ley entera". Esta es nuestra última razón de ser cristianos. Un cristiano que no ama a Dios y no ama al prójimo, tiene que revisar su esencia, pues está, lamentable y muy tristemente, desenfocada. El amor es nuestra vida. Sin él, no tiene sentido nuestra existencia. Si queremos ser verdaderos cristianos, debemos vivir en el amor. Y no simplemente porque nos lo manden, sino porque tenemos conciencia de que sin él, no somos nada....