jueves, 31 de octubre de 2019

No quiero más seguridad que la de tu amor, Jesús

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Una de las cosas que más anhelamos los hombres es a vivir seguros. Sin embargo, paradójicamente, la llamada de Cristo a los cristianos es a abandonar toda seguridad. Cuando nos envía al mundo nos conmina a que no llevemos nada que nos pueda dar la sensación de seguridad: "¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven dinero, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino". Ni siquiera la propia vida estará asegurada: "Los expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que los mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí". En efecto, quien quiera ser buen cristiano debe dejar a un lado lo que le dé absoluta seguridad en sí mismo. Quien llegue a sentirse así, no será digno del Reino de Dios. Cristo invita a dejarlo todo por Él. En el diálogo con Pedro, así lo afirma: "'Señor, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar? Jesús le dijo: 'Yo les aseguro que en la vida nueva, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, ustedes, los que me han seguido, se sentarán también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que por mí haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa o hijos, o propiedades, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna'".

Esa seguridad que añoramos, en cristiano, se traduce en la certeza de estar en las manos de Dios. Cuando anhelamos la seguridad, Cristo nos invita a elevar nuestro anhelo a lo superior, y a no dejarlo en la simple consecución de bienes pasajeros, los que pasan y pueden desaparecer. Esos son precisamente los que no dan ninguna seguridad, pues pueden caer como barajitas ante nuestra vista. Quien pone su confianza en la seguridad de los bienes materiales, está construyendo su casa sobre las bases más endebles. Es de esa pretensión de seguridad de la que Jesús nos invita a huir. Nuestra seguridad debe estar en lo que realmente es sólido, en lo que no desaparecerá jamás, en lo eterno e inmutable. Por eso, para que estemos claros en cuál es esa seguridad que pretende Jesús que vivamos, nos cuestiona San Pablo: "¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? ... Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro". Esta debe ser nuestra más profunda convicción, y será, así, la mayor de las seguridades que podremos vivir. Esa nunca desaparecerá, pues el mismo Jesús nos la ha prometido: "Yo estaré con ustedes hasta el fin  del mundo". Su amor por nosotros es eterno, y su presencia en nuestras vidas es la absoluta seguridad de que también su amor nos acompañará eternamente.

Con esa certeza de su presencia entre nosotros, la seguridad no se basará en lo que puede desaparecer, sino en lo inmutable. Es su amor a nuestro favor, que jamás cambiará. Es un amor providente, poderoso, portentoso, siempre a nuestro favor. Nada puede hacernos llegar a dudar de ello: "Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?" Él y su amor son nuestra mayor certeza, nuestra solidez, nuestra seguridad. Es a esta seguridad a la que apunta Jesús como deseo para todos nosotros. Es a eso a lo que debemos apuntar. Nada de lo pasajero nos podrá dar mayor sensación de bienestar. Y Jesús añora el que cada uno de nosotros lo desee en lo más profundo de su ser para venir en pos de nosotros y ofrecerse como ese único que nos da la seguridad. Si ha entregado su vida por amor a nosotros, lo ha hecho no solo para rescatarnos y darnos nueva vida, sino para ser en lo consecutivo, la razón de nuestras vidas, la esencia de nuestro existir, la guía que debemos seguir y la seguridad de los pasos que daremos en Él.

Por eso, en la expresión de su deseo de tenernos con Él, Jesús descubre todo su corazón y lo coloca a la vista de todos: "¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas!" El deseo de Jesús es que todos estemos resguardados bajo sus alas, como lo hace la gallina clueca con sus pollitos. Es una imagen entrañable, pues descubrimos en ella el amor protector y misericordioso de Jesús por todos. Pretender la seguridad fuera de esa protección de signo maternal de Jesús es pretender quedarnos solo con lo más superficial. Jesús quiere que apuntemos a lo más profundo, a lo más significativo, a lo que jamás cambiará, pues surge de su corazón de amor, que lo ha movido a entregarse por todos y cada uno de nosotros. A que abandonemos todas las seguridades pasajeras, y nos aboquemos a tener la mayor de la seguridades, la que nunca dejará de existir. Nos quiere tener bajo sus alas, bien protegidos y resguardados de cualquier insidia que nos quiera separar de Él. Jesús sabe bien que su gesta, que derivará en la imposición de su obra de amor inmutable mediante la entrega a la muerte en la cruz, le exigirá el ser totalmente anulado por el sacrificio: "Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término. Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén". Pero también sabe que ese mismo sacrificio será la confirmación absoluta de lo que finalmente pretende: Convencernos de que nos ama infinitamente y de que, en ese amor que nos regala desde la cruz como altar, va todos su ser. Ya nunca más podremos dudar de que nuestra seguridad está en su corazón de amor, y de que ese amor jamás mutará pues ha quedado sellado eternamente con los brazos abiertos que vemos con los que nos bendice y nos acoge desde la cruz y que ha triunfado estruendosamente con su resurrección.

miércoles, 30 de octubre de 2019

Me ilusiona mucho la salvación y me esfuerzo en lograrla

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Existe una frecuente inquietud entre los hombres de fe cuando se presenta la contraposición entre libertad y predestinación. Nuestra fe nos confirma que los hombres hemos sido creados absolutamente libres, enriquecidos con una libertad que es parte de las cualidades con las cuales Dios nos creó "a su imagen y semejanza". Esta libertad es tal que ni el mismo Dios es capaz de anularla. La respeta reverentemente. Cuando Él decide, "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza", asume todas las consecuencias de su decisión, y lo sistematiza todo de manera que ese tesoro sea, ciertamente, un don de su Gracia amorosa, pero también una responsabilidad colocada como compromiso confiado en las manos de su criatura. Para ello le ha dotado también de la inteligencia y la voluntad, que son los componentes esenciales para el correcto ejercicio de esa libertad. Colocar en las manos del hombre su propia libertad es signo del respeto que Dios mismo tiene a la dignidad con la que Él mismo ha creado a su criatura. Pero esta certeza concreta, real y definitiva sobre nuestra libertad, choca frontalmente con la doctrina sobre la predestinación. Durante la historia esta se ha ido balanceando entre una concepción totalmente opuesta a la libertad como don de Dios, en la cual esa libertad quedaría completamente anulada, pues nuestras vidas estarían "escritas" en el libro de Dios y todos sus pasos estarían ya establecidos y predeterminados por la voluntad eterna e infinitamente poderosa de Dios; y otra concepción radicalmente opuesta, en la que la sola mención de una predestinación sería considerada un absurdo mayúsculo.

San Pablo habla de una predestinación a la salvación. "A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó". Esta concepción paulina de la predestinación nos da la clave para la comprensión correcta del concepto. En el corazón de Dios existe el deseo profundo de la salvación de todos los hombres: "Dios quiere que todos los hombres se salven, y lleguen al conocimiento de la Verdad". En este sentido, la predestinación se encuadra en lo que Dios ha establecido para todos los hombres: el camino de la salvación. De este modo, todos estamos predestinados, en la voluntad universal divina, a salvarnos. Es en esta llamada que está la predestinación, lo cual no anula en absoluto la libertad del hombre. Él es el llamado a la salvación, pero él mismo es quien pone su vida en la dinámica y en la ruta de la salvación. Así, la predestinación no significa de ninguna manera la anulación de la inteligencia ni de la voluntad de la criatura. En todo caso, sería más bien una llamada a encuadrarse y alinearse para esforzarse en entrar en la ruta deseada por Dios. Esa libertad del hombre es la que decide gozar o no de la salvación predestinada por Dios para todos. No estamos "fatalmente" destinados a la salvación o a la condenación porque sí. Estamos llamados a ser salvados por Dios, desde su corazón amoroso, que nos quiere siempre con Él.

La omnisciencia de Dios, es decir, su sabiduría infinita, y su eternidad, en la cual todos los tiempos están en Él como en un eterno presente, nos hacen comprender la posible confusión que se nos viene ante esa supuesta predestinación. La comprensión de estos atributos divinos, ausentes completamente en nosotros y por ello en ocasiones muy confusos, nos ayudan a la comprensión de esa realidad. Somos libres en todos los pasos que decidimos en nuestra vida, pero en Dios el desarrollo y el resultado de nuestra decisión ya están presentes en su eterno presente. Nosotros decidimos sobre nuestra vida, pero en ese eterno presente que vive Dios, Él sabe perfectamente cuál es, cuál ha sido y cuál será nuestra decisión y sus consecuencias. Dios sabe bien cuál decisión tomaremos, pero la decisión la tomamos nosotros en ejercicio de nuestra libertad soberana, que ha sido su regalo de amor. La sabe porque el futuro es ya presente en Él, pero la respeta reverentemente pues no puede interponerse a lo que Él mismo nos ha regalado al hacernos libres. Su deseo de salvación, esa predestinación con la que todos estamos marcados, no hace perder a Dios su objetividad. Dios no deja de poner en nuestras manos la realización de nuestra salvación. Ciertamente es un don suyo, pero nosotros debemos ponernos en la ruta que nos lleve a disfrutarla.

Así se comprende la llamada de atención que hace Jesús a todos: "Esfuércense en entrar por la puerta estrecha. Les digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, ustedes se quedarán fuera y llamarán a la puerta, diciendo: 'Señor, ábrenos'; y él les replicará: 'No sé quiénes son ustedes'". Esa puerta estrecha es la puerta de la salvación. Es puerta para todos nosotros, los predestinados a la salvación. Aun siendo estrecha, es puerta franca para todos los hombres. Pero la entrada en ella no se logrará sin el esfuerzo por hacernos merecedores del triunfo final. La predestinación a la salvación no nos libra del esfuerzo que debemos hacer. Ello implica amar a Dios y cumplir su voluntad, y amar a los hermanos en la fraternidad y la solidaridad más pura. El compromiso de la salvación es nuestro, por lo cual debemos deslastrarnos de la pasividad, en la que podríamos caer si creemos que la predestinación a la salvación nos exime de nuestra propia responsabilidad de hacer todo lo necesario por salvarnos. En la infinita sabiduría de Dios, Él sabe perfectamente cómo somos. Valoramos más lo que nos exige un esfuerzo mayor. Si no nos cuesta nuestra salvación, no la valoraríamos lo suficiente. El goce final de esa salvación a la que estamos predestinados, será pleno, luego de haber hecho nuestro mejor esfuerzo por ganarla. Abrazarse a Dios en la experiencia de amor eterno, será la vivencia más entrañable que jamás tendremos, pues nos ha costado nuestro esfuerzo en el ejercicio correcto de nuestra libertad que nos llama siempre a más.

martes, 29 de octubre de 2019

Espero que venga tu Reino y lo hago presente ya

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Las virtudes teologales son las fortalezas que Dios mismo infunde en el corazón de los hombres para que puedan solidificarse en su seguimiento convencido y confiado. Son las herramientas con los cuales cada uno puede tener la persuasión de que el camino que lleva es el correcto y de que tendrá siempre la fuerza necesaria para seguir en él. Esa posesión de medios necesarios para avanzar convierte a la convicción en persuasión, por lo cual el camino se hace más llevadero y seguro. A pesar de los posibles inconvenientes, que pueden llegar a ser estorbos o incluso obstáculos, los medios que se poseen dan las armas necesarias para enfrentarlos y superarlos. La virtud, en efecto, significa valor y hace referencia a la fuerza que posee el guerrero que enfrenta una batalla. En este sentido, Dios no solo nos ha creado desde su amor infinito, sino que, movido por ese mismo amor, nos ha dado las herramientas necesarias para que cumplamos perfectamente el ciclo al que Él mismo nos convoca. Hemos surgido de su amor y estamos llamados a volver a ese mismo amor. En el ínterin, cada uno se hace responsable del itinerario que sigue, pero teniendo a la mano las fortalezas con las que Dios lo enriquece. Por ello, las virtudes que se refieren a Dios, las virtudes teologales, habiendo sido donación amorosa de Dios, son también tarea del hombre. Dios ha colocado la semilla de cada una de ellas en nosotros, pero dejándonos la responsabilidad de hacerlas crecer y de desarrollarlas en función de la meta a la que hemos sido llamados.

La Fe, la Esperanza y la Caridad son esas virtudes que nos llevan a avanzar en el camino hacia la meta del amor eterno. Como dice San Pablo, la Caridad es la única que prevalecerá, por lo cual es la más perfecta de todas: "En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor". La Fe no será necesaria, por cuanto estaremos en la presencia evidente de lo que creíamos sin ver. La Esperanza tampoco, pues estaremos disfrutando de aquello que añorábamos. Solo quedará el Amor, que es la única vivencia posible en la presencia del Dios eterno. Es la experiencia celestial en la que lo único que quedará para vivir y compartir será el amor. Habiendo sido Dios amor desde toda la eternidad, nos convertiremos cada uno en el mismo amor, pues Dios lo será todo en todos. Para los que somos aún viandantes, es necesaria la presencia en nuestras vidas de esas fuerzas que nos ayudan a avanzar. La Fe es la que nos convence de la existencia de un Dios que es puro amor y que por eso solo quiere nuestro bien. Es la que nos dice que todo lo que ese Dios, que existe y que me creó, me dice, es bueno para mí, pues Él es la bondad en esencia y nunca deseará nada malo para mí. La Esperanza es la que me sostiene en la añoranza del bien futuro, que será la mejor experiencia que podré tener jamás pues será la vivencia del bien supremo. Me da la fuerza necesaria para emprender un camino de progreso ahora, que se traducirá en la plenitud del gozo al alcanzar el bien mayor, que es la vida eterna feliz junto a Dios nuestro Padre. Solo se verá cumplida si la persigo como verdadera esperanza teologal, buscando alcanzar y cumplir las "pequeñas esperanzas" hoy, en esta vida actual que vivo. "Nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia". Esta espera actual no es de ninguna manera pasiva. Nos lleva a la construcción de la ruta y al llenado de las condiciones para que se cumpla la esperanza mayor, la de la llegada al Reino de los cielos. La vivencia del Amor eterno no será, de este modo, otra cosa sino confirmación inmutable de lo que ya se ha ido viviendo en esta vida.

Jesús compara ese Reino de Dios que se va estableciendo en el mundo, con el grano de mostaza y la medida de levadura en la masa. Es justamente ese ínterin en el que cada hombre tiene su tarea. No se trata de aspavientos o de acciones ruidosas, sino de la sencillez y el silencio con el cual se va imponiendo el mismo amor. El amor no hace ruido ni es estrambótico. Así, con la pequeñez de la semilla de mostaza y la obra callada y silenciosa, desde dentro mismo de la humanidad, como la de la levadura en la masa, ese amor de Dios va haciendo su obra, transformando la realidad, con la sociedad de quien vive activamente su esperanza de un mundo futuro mejor. La semilla de mostaza que se convierte en un arbusto que acoge a las aves del cielo significa un Reino de Dios que quiere abrir los brazos para acoger a todos, sin dejar a nadie por fuera. En ese arbusto, que es la representación del mismo Dios que está con los brazos abiertos, podremos anidar todos. Y debemos empezar a hacerlo desde ya. "El Reino de Dios ya está entre ustedes", nos dice Jesús. La esperanza final, la teologal, que nos invita a añorar el estar presentes para toda la eternidad ante Dios, nos invita antes a vivir las pequeñas esperanzas de estar ya en esa presencia bendita en cada acto bueno que llevamos adelante hoy. La medida de levadura que hace crecer la masa es el significado de mi acción hoy, que hace que esa presencia del Reino en el mundo sea cada vez mayor, pues desde mi experiencia del amor de Dios y del amor a los hermanos, voy contagiando a todos con el deseo de vivir ya eternamente y sin mutaciones ese amor en los brazos del mismo Dios de amor. En efecto, la Esperanza, virtud teologal, es el motor que me sostiene en este empeño por hacer presente el Reino de Dios en este mundo mío. Es lo que me sostiene con ilusión en las obras buenas que puedo emprender para adelantar la experiencia del Reino ya. Ver las pequeñas metas de amor cumplidas, me hace adelantar el gozo que será pleno en la eternidad. Me hace vislumbrar y añorar con mayores fuerzas y con ansiedad santa aquel tiempo futuro en la que lo único que viviré será el amor.

Siendo dones amorosos de Dios que, con nuestra vida, al insuflar en nuestras narices el hálito vital, nos regaló cada una de esas virtudes como fortalezas que poseemos para el camino de nuestra vida, la manera de vivirlas con cada vez mayor intensidad es mantenernos unidos a Él. Y al haber sido puestas en nuestras manos como responsabilidad personal de cada uno, sabiendo que vienen de Él como de su fuente, las asumimos también como tareas propias. La manera de hacerlas crecer y de desarrollarlas es poniéndolas por obra. La Fe crece creyendo. La Esperanza crece esperando. El Amor crece amando. Por eso, nuestra vida será cada vez mejor si a esas fuerzas infundidas que Dios ha colocado en nuestro ser sumamos nuestro empeño en adelantar el Reino de los Cielos mediante nuestra práctica de las virtudes teologales, convirtiéndonos en sus obreros aventajados en un mundo en el que hace tanta falta elevar la mirada para esperar ese mundo mejor que se dará en la eternidad, del cual podemos tener algún signo ahora en la experiencia que podamos tener cuando pugnamos por vivir sus signos viviendo las virtudes. Somos hombres de Fe, de Esperanza y de Amor. Ellas deben ser el motor para lograr ahora un mundo mejor que sea adelanto del mundo de gozo inmutable que viviremos en la eternidad.

lunes, 28 de octubre de 2019

Te conozco y te amo, Jesús, te sigo y te doy a mis hermanos

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Ser apóstol de Jesús es ser enviado por Él. Cada uno de los doce apóstoles fue elegido expresamente por Jesús para ser discípulo suyo, para escuchar sus enseñanzas, para ser testigo de sus obras maravillosas y para luego transmitirlas a todos los hombres. El ser apóstol requiere en primer lugar el ser discípulo de Cristo. No es lo mismo ser discípulo que ser apóstol, aun cuando muchas veces ambas cualidades pueden llegar a identificarse. Ser discípulo es absorber todas las enseñanzas del maestro y asimilar sus actitudes y conductas, para reproducirlas en la propia vida. Cuando Jesús elige a quienes serán luego sus apóstoles, lo hace al inicio de su ministerio público, pues pretende que en ese tiempo de su acción concreta estos escuchen, acepten, asimilen y se adhieran de corazón a sus enseñanzas y conductas. Solo después podrán ser enviados para que sean anunciadores de la nueva realidad que traía Jesús. De esta manera, ser discípulo es temporalmente anterior al ser apóstol. Solo se puede ser apóstol, es decir, solo se puede ser enviado, si antes se es discípulo, habiendo transformado la propia vida a la luz de lo que se ha vivido con el maestro. No se puede pretender ser apóstol si aquello a lo que se es enviado a anunciar no ha transformado la propia vida, no la ha hecho ser una vida nueva, traspasada por la novedad radical del Evangelio que vino a proponer y a establecer Jesús.

El apóstol pasa tiempo con su maestro, y le saca todo el provecho. Esta condición es indispensable. Quien quiere ser de verdad apóstol de Jesús necesariamente debe pasar tiempo con Él. No es un tiempo perdido, pues eso luego tendrá una consecuencia muy positiva. Se presentará la figura de Aquel a quien verdaderamente se conoce. No se estaría hablando de un personaje a quien se conoce por informaciones técnicas, por la lectura de una muy buena biografía, por las noticias que llegan de Él. Hay quien puede tener muy buena información de Cristo pues ha leído muchos escritos sobre su vida y obras, pero no puede ser realmente apóstol pues no ha hecho vida en sí mismo todas sus enseñanzas y actitudes. Su conocimiento es vacío, impersonal, no lo implica ni lo compromete. No ha sido discípulo antes que apóstol. Por ello hay que estar con Jesús, dejarse cuestionar, iluminarse con su palabra, sentirse comprometido en sus obras, descubrir todas sus actitudes y desear hacerlas propias, para luego sentirse enviado por Él para llevarlo al mundo. El contacto con Jesús debe ser un contacto vivo, vivificante y vivificador. Ese contacto personal no se reduce solo al pasar tiempo con Él. Eso hizo Judas Iscariote, exactamente en la misma medida de los otros once. Además de pasar el tiempo con Jesús se debe vivir ese tiempo como un tesoro precioso que no se puede desperdiciar. Debe ser un tiempo en el que se sienta que se ha obtenido algo, que ha habido una riqueza recibida y aprovechada, pues algo ha cambiado en uno. Ese contacto personal y enriquecedor se da principalmente en la oración, en la que se da el mejor conocimiento de Jesús, pues se entra en la dinámica del intercambio de amor entre el maestro y su discípulo. El mejor conocimiento de cualquiera se da en el intercambio del amor. Solo el amor nos descubre lo más íntimo del otro, su ser más profundo, y solo él nos hace entrar en la misma onda. El amor nos hace iguales, nos hace asimilar del amado lo mejor que tiene, lo que lo identifica más profundamente. Lo hago muy mío, por cuanto lo considero una riqueza nada despreciable, y por eso me hago igual a quien amo. A esto se añade el acercamiento cordial a los Evangelios, en los cuales descubro, más que noticias de Jesús, su propia persona, la riqueza de su ser y de su mensaje.

El discípulo hace su mejor esfuerzo por conocer a su maestro. No desdeña el tiempo que pasa con él, sino que sabe que cada instante es una oportunidad que se abre para obtener más riquezas. Ese conocimiento desemboca en un amor más sólido. Quien conoce, puede amar. No se puede amar lo que no se conoce. Por eso, si realmente se quiere amar a Jesús hay que conocerlo bien. Y si se le quiere amar cada vez más, hay que conocerlo cada vez más. Muchos no aman a Jesús porque no lo conocen. Sin duda, si conocieran realmente a Jesús, hace tiempo ya se habrían dejado conquistar sus corazones por Aquel que los ama más de lo que ni siquiera se pueden imaginar. Quien ama y se sabe amado, es capaz de emprender un camino de seguimiento radical, en el que todo pasa a tener un lugar supeditado al amor que se vive. La realidad del amor vivido y correspondido embarga todo el ser, todos los pensamientos, todas las actitudes y conductas. La vida se hace transcurrir condicionada en todo por el amor que le da forma y energías. El seguimiento de Jesús se hace norma de vida. Y todo se redirecciona para que confluya en la experiencia vital del amor a Él. Ese amor no lo saca de su realidad, haciéndolo vivir en un mundo de utopías absurdas, imaginarias o ilusas. Es un amor que lo hace pisar más firmemente en su propia realidad, lo compromete más con ella, y busca cumplir con  ese compromiso procurando que se dé en ella una presencia más determinante de aquel amor que lo quiere transformar todo. Hacerse instrumento del amor, es decir, hacerse apóstol, lejos de apartarme del mundo, me incrusta esencialmente en él, pues la misión del apóstol es ese mundo que Jesús le pone como tarea: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación". La realidad del apóstol ha adquirido un color universal, el del amor comprometido por el mundo, el de la edificación del Reino en todas las realidades: "Ya no son ustedes extranjeros ni forasteros, sino que son ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Están edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular".

A esa edificación construida sobre los primeros apóstoles y los profetas estamos llamados todos. Somos cada uno parte de esa construcción: "Por él (por Jesús) todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también ustedes se van integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu". Integrarse en la construcción es hacerse miembros vivos y activos del mismo edificio de Dios que es la Iglesia. Ella va recorriendo las mismas rutas del mundo para ir colocando el Evangelio como alfombra por la cual va recorriendo sus huellas la historia del hombre. Y esa Iglesia somos cada uno de los enviados de Jesús. A nadie más le corresponde esa tarea de colocar la Buena Nueva del amor y de la salvación al alcance de todos los hombres. La noticia del amor de Jesús la deben dar quienes lo viven con la máxima intensidad. Nuestra misma vida debe ser anuncio del amor de Jesús que está en nuestros corazones. La transformación a la que invitamos debe ser descubierta por todos como un hecho verificado en nosotros. Nuestra conversión continua debe ser evangelización continua. Es en nuestras vidas donde se leerá el mejor Evangelio del amor. La mejor manera de ser apóstoles de Jesús es hacer que lean en nuestras vidas nuestra experiencia personal de amor y de renovación radical. Que vean que vivimos convencidos en el amor, en la fe, en la esperanza. Que sepan que para nosotros nuestra experiencia de amor de Jesús no es un mero ejercicio intelectual, sino que por ella, hemos hecho de nuestro mundo una realidad mejor, una presencia de gracia, de paz, de santidad y de justicia enriquecedora, una convicción personal de solidaridad con los hermanos, principalmente con los más necesitados, una asunción del compromiso por un mundo mejor, más humano y más cristiano, de progreso y fraternidad real.

Jesús "llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles... Bajó del monte con ellos y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón". Podemos pensar que nuestros nombres están también en esa lista de convocados por Jesús y posteriormente enviados al mundo a proclamar su mensaje de amor y a llevar su obra de salvación a todos. Hemos sido hechos sus discípulos y hemos sido enviados como sus apóstoles. El mundo está en nuestras manos. El mismo Jesús lo ha colocado allí como tarea obligatoria para cada uno de nosotros. Él "bajó del monte con ellos", es decir, no quiso mantenerlos en la montaña, separados del mundo. Quiso involucrarlos directamente en su obra en favor del mundo. Cuando bajó, "venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos". Y Jesús quiso que esa obra fuera presenciada por los que luego serían sus apóstoles. Es la misma obra que le correspondería hacer luego a ellos. Para eso fueron hechos testigos: Para saber qué era lo que debían hacer cuando ya el Maestro no estuviera con ellos. A nosotros, nuevos discípulos y apóstoles de Jesús, también convocados por Él, nos corresponde la misma tarea: Hacer presente a Jesús, llevar su amor a todos, anunciarles la salud y la salvación. Decirles a cada uno que Jesús los ama infinitamente, como ven que nos ama a nosotros, y que se deben sentir tan arrebatados por ese amor, como nos ven arrebatados a cada uno de nosotros.

domingo, 27 de octubre de 2019

No me salvo yo. Me salva tu amor

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La soberbia es, podríamos decir, la raíz de todos los males del hombre. Desde que el demonio inoculó en el espíritu humano la ilusa posibilidad de ser como dioses, deshaciendo así supuestamente la suprema superioridad de Dios, colocándose él mismo en el centro de todo, se inició la trágica marcha hacia la debacle de la situación idílica que se vivía en la creación desde el origen. Los hombres supusieron que la orden de Dios, al prohibir comer del fruto del árbol del bien y del mal, era una simple artimaña para conservar con oscura intención una supremacía casi tiránica sobre todo. La realidad era que esa representaba la única forma de conservar el orden para que todo mantuviera la armonía radical que debía tener. La pretensión de Dios no era de ninguna manera malsana. Al contrario, era una motivación profunda de amor por las criaturas, para que éstas vivieran siempre en una armonía satisfactoria, teniendo a la mano todos los medios para conservarla y para luchar para que nunca se perdiera. Dios sabía muy bien lo que quería. Su inteligencia infinita, traspasada por su amor eterno por el hombre, había diseñado un plan que, de cumplirse perfectamente, sostenía una situación de idilio inmutable. Se trataba de que hubiera una relación perfecta del hombre con Dios, consigo mismo y con las demás criaturas. La prueba de esto está en que apenas dejó de cumplirse este plan, comenzó a reinar el caos total en el mundo. Sacar a Dios del centro de todo, pretender hacerse como dioses, trajo como consecuencia un desorden absoluto. 

Aquella armonía de base que existía se perdió totalmente. El hombre perdió su relación enriquecedora con Dios, la fuente de todos los bienes. Por eso dejó de obtener todos los tesoros que estando con Él podía tener. Comenzó a sentirse insatisfecho de sí mismo, e inició una carrera por pretender demostrar su absoluta superioridad creciente que nunca lograba saciarse y lo sumía en una continua sensación de frustración. Rompió radicalmente con los demás hombres, y empezó la destrucción de la fraternidad comenzando por el egoísmo, la envidia, la violencia contra los demás y llegando incluso al deseo de hacerlos desaparecer por ser estorbos para sus propios intereses. La misma naturaleza pasó a ser también víctima de sus desafueros y sufrió por su destrucción de manos de quien estaba destinado más bien a protegerla y a servirse de ella razonablemente para ser más y mejor hombre. La experiencia que vivió el hombre, y que hoy aún tiene sus consecuencias nefastas, fue la de caer en un abismo sin fin, que destruyó su armonía y puso en sus manos un caos total del cual no tiene idea de cómo escapar. Si el caos ha venido por el veneno de la exclusión de Dios, el remedio está en el antídoto de ese veneno que es el de hacerse conscientes de que solo en Dios se puede lograr de nuevo el orden y la armonía que se había perdido.

La humildad es la solución. Jesús pone en evidencia cuál es el camino correcto, cuando pone el ejemplo de los dos que se acercan al templo a hacer oración. El fariseo pone el acento en lo que él ha ido haciendo: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. A este poco le importa Dios. Ese es el menos importante. El que importa es él, que hace tantas obras buenas. ¡Y puede ser cierto lo que dice! Sus obras seguramente eran buenas. Pero perdían todo su valor cuando daba todo el crédito a su propio esfuerzo. Él se ganaba todo el reconocimiento y obtenía todo el prestigio. Colocándonos en la mente del fariseo, casi esperaríamos que Dios mismo lo aplaudiera por ser tan bueno. En ningún momento pasó por su mente reconocer que el bien que hacía podía venir de una gracia que Dios colocaba en él. Aun cuando da gracias a Dios por eso, suena más bien a que el mismo Dios debe darle las gracias por ser tan buena persona. El fariseo pensaba que se salvaba él mismo por sus buenas obras y no daba ningún crédito a la obra del Dios salvador en él. Por el otro lado está el publicano, un pecador público, un judío despreciado por los mismos judíos por colocarse al servicio del imperio romano invasor cobrando impuestos para el César. No se atreve ni siquiera a elevar su mirada ante el Señor y se golpea el pecho en señal de arrepentimiento por sus culpas. No busca justificarse ni obtener reconocimiento. Solo quiere que el Señor lo mire con amor y compasión y se abandona totalmente en su misericordia, sin desear nada más: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Era la oración más sencilla que se podía hacer, pues no tiene otra pretensión fuera de la de reconocer a Dios como superior, el único ante quien nos debemos humillar, el único que puede remediar nuestro males y que puede elevarnos y sacarnos de nuestra situación de postración.

Esa oración del publicano compendia perfectamente la actitud de quien se sabe totalmente dependiente del Dios de amor. Es el remedio ideal para aquella pretensión primera de la soberbia que busca eliminar a Dios de la vida del hombre. Coloca de nuevo a Dios en el lugar que le corresponde, que es en el centro de la vida. Y con ello, se asegura que se transita de nuevo por las rutas originarias de la armonía radical. Es la clave para el reconocimiento de que sin Dios no somos nada, sino solo un ruido que pretende elevarse para obtener el reconocimiento de nuestros vacíos en las obras que hacemos por nosotros mismos sin reconocer la presencia de Dios en nuestras vidas. Es evitar el hinchamiento de nosotros mismos en desmedro del lugar destacado que debe ocupar Dios. San Agustín lo refiere a quien se centra solo en lo intelectual: "El mucho saber hincha, y lo que está hinchado no está sano". Parafraseándolo y aplicándolo al hombre soberbio, podríamos decir: "La soberbia hincha, y lo que está hinchado no está sano". El fariseo no necesitaba de Dios. Ya era suficiente su propio esfuerzo. El publicano reconoció que necesitaba totalmente de Dios. Por eso es justificado: "Les digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". Es la sentencia final de Jesús ante el caso de estos dos hombres.

La oración del humilde es escuchada con atención y ternura por Dios. Aun cuando no existe en Él acepción de personas, sí existe una preferencia por la oración que descubre una actitud confiada y abandonada en su amor y su misericordia. Él saldrá siempre en favor del sencillo, del desprotegido, del que ha puesto solo en Él su confianza. "La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia. El Señor no tardará". Y el final del camino de quien así se ha confiado en Dios será de entrada a la paz definitiva, a la armonía sin fin, a la felicidad plena, a la plenitud del gozo en el amor de Dios. Será la experiencia eterna del amor, en la cual habrá un abrazo infinito e interminable entre el Dios amoroso y el hombre que ha confiado solo en Él: "Me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. ... El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén". Será la confirmación para toda la eternidad de lo que se ha vivido ya en la vida cotidiana. Se verificará así que la salvación no viene de lo que hago, sino que solo viene de Dios y que solo el que en Él se confía radicalmente la obtendrá. Haber colocado a Dios en el centro, despojándose de toda soberbia y de toda pretensión de autosatisfacción por las obras buenas de las que se pueda alardear, asegurará ser colocado entre los primeros del Reino eterno. Será la suprema exaltación que hará el mismo Dios de los que han sido humildes reconociendo que sin Él no son nada y de que todo beneficio sale de sus manos llenas de amor e infinitamente providentes. Es vivir ya para toda la eternidad el mismo amor que se experimentó en el día a día de la humildad y la sencillez, haciéndonos los últimos en las manos de Dios.

sábado, 26 de octubre de 2019

Jesús, cuídame para dar frutos buenos

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La esperanza de todo sembrador es que la semilla que lanza dé un árbol que a su vez dé muchos frutos. Quien cuida de su campo pone toda su esperanza en la cosecha futura, que le dé buenos dividendos y compense todos sus esfuerzos. En eso se le va la vida, y se puede afirmar que ella gira alrededor de esa esperanza. Es una tremenda decepción cuando el árbol que surge de la semilla que ha sembrado resulta estéril o que da frutos malos. Si llega a comprobar que es así, la sensación es de que todo el esfuerzo que se ha hecho no ha valido de nada y se sume en una inmensa frustración. Lo que ha realizado durante todo ese tiempo anterior no ha dado el fruto deseado y ha sido una descomunal pérdida. Una cosecha perdida es señal de tiempo perdido. Pero quien vive de eso, aun cuando sufra esa frustración, no puede declararse derrotado. En el espíritu del sembrador debe subyacer también la semilla de la lucha. Si su vida es la siembra, una frustración no puede condicionarla. Su esperanza está marcada por una llamada de largo aliento. El espíritu del sembrador es un espíritu que está llamado a la espera, a evitar el inmediatismo, a mirar con mirada amplia hacia el futuro. Aunque haya decepciones, seguirá siempre marcado por la certeza del triunfo, del éxito. En ese futuro, la cosecha esperada llegará y dará todas las satisfacciones esperadas. Si la semilla es buena, en algún momento surgirá triunfante el fruto. Puede ser que se oculte, que tarde, que se haga esperar largo tiempo, pero surgirá en algún momento. El esfuerzo será compensado.

Esta imagen del sembrador es una imagen muy apreciada por Jesús. Junto a la del pastor, está entre sus preferidas. Por eso en muchísimas de sus enseñanzas utiliza ambas imágenes, extraídas del día a día de sus oyentes. Los que escuchan a Jesús saben muy bien de lo que está hablando, por cuanto ellos mismos eran pastores o agricultores, o al menos tenían estrecho contacto con estas labores humanas. Jesús quiere hacerles entender, con imágenes extraídas de su vivir cotidiano, cómo es Dios. Él quiere revelar a cada uno la figura del Padre como aquel que es tierno y cariñoso con las ovejas como lo es el pastor bueno, o como aquel que pone todo su empeño en desear que lo sembrado dé los mejores frutos posibles y por eso su cuidado es extremo. Las ovejas y los árboles somos nosotros, cada uno de los que somos objeto del cuidado extremo de nuestro Dios. Las ovejas pueden querer disfrutar de su libre albedrío, llevado en ocasiones por intereses egoístas o erróneos. Las semillas pueden tardar en dar buenos frutos o incluso llegar a dar frutos indeseables. Pero a su lado siempre estará el Dios que quiere que cumplan su voluntad y por eso estará siempre dispuesto desde su amor a poner el remedio, a corregir suavemente, a perdonar misericordiosamente algún desvarío. Pero nunca podrá ir contra el ofuscamiento o la obcecación de quien se empeñe en querer alejarse de Él, y salir del redil o dar frutos amargos. Sus brazos paternales estarán siempre abiertos para recibir de nuevo al que se desvíe, pero el paso para el retorno debe darlo el mismo que se ha alejado. Mientras ese paso no se dé, no habrá posibilidades de retomar el camino justo. Por eso, Jesús pone el episodio casi final y definitivo a la vista de todos: "Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: 'Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?'"

Cuando Dios nos siembra en el terreno del mundo, quiere que demos los frutos que se espera de nosotros. Nuestra libertad puede decidir colocarse en la línea de la voluntad de Dios, y llenarse de la plenitud que Él espera de nosotros. Entonces daremos una cosecha abundante y satisfactoria. Nuestra vida se llenará de sentido, pues hacemos aquello para lo cual hemos sido creados. Si, por el contrario, nos negamos a dar frutos, o damos frutos que no son los deseados, estaremos conduciendo nuestra vida por rutas que la llevarán a la frustración. No se trata de que no seamos libres, sino de que nuestra libertad nos invita a procurar ser lo que realmente debemos ser. Si he sido creado para ser hombre, disfrutando de toda mi dignidad y de todas mis prerrogativas, no soy libre si me empeño en ser algo distinto. En todo caso, lo que estoy es siendo rebelde, procurando destruir mi propia humanidad y queriendo ser algo para lo que no he sido creado. Eso no se puede llamar libertad, sino autodestrucción. "Si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera", sentencia Jesús. En su respeto infinito a la libertad con la cual nos ha enriquecido, Dios nos permite probar esos caminos de frustración. Y, cuando reconocemos que no son los de nuestra realización -"ya no soy digno de llamarme hijo tuyo"- y volvemos a la casa del Padre, Él nos recibe amorosamente, como el Padre del hijo pródigo. Ese momento del retorno, al decidir dar los frutos que Dios espera de nosotros, es un momento de gracia, imbuido del amor misericordioso de Dios. "Los que se dejan dirigir por la carne tienden a lo carnal; en cambio, los que se dejan dirigir por el Espíritu tienden a lo espiritual. Nuestra carne tiende a la muerte; el Espíritu, a la vida y a la paz. Porque la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios; no sólo no se somete a la ley de Dios, ni siquiera lo puede. Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no están sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes".

Incluso, los que se obcecan en no dar frutos o en dar frutos amargos, tienen siempre la opción de la conversión. Jesús ha sido enviado para que esa rebeldía enfermiza y autodestructiva tenga una remisión. Mostrando ese amor misericordioso de Dios, Jesús es la muestra de que el Señor no nos dejará abandonados en nuestra obcecación y que hará siempre todo lo necesario para que nuestra ruta cambie y retome el camino de la humanización. "Lo que no pudo hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios: envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado". La obra de Jesús es la de quien se interpone para que la frustración no sea el final último del hombre, sino para que éste tenga una nueva oportunidad. Jesús es aquel viñador que intercede ante el Padre cuando decide cortar a la higuera estéril: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas." Él lleva adelante la obra de la misericordia que busca reconquistar a aquel que se ha declarado en rebeldía. Es el sembrador que no da por perdida a la semilla. Es el buen pastor que deja a la noventa y nueve a buen resguardo y sale en busca de la que se ha perdido. Su amor por nosotros es tal, que no dará nunca a nadie por perdido. En su muerte en Cruz quiere abarcar a cada hombre y a cada mujer de la historia. Con esa convicción sentencia San Pablo: "Ahora no pesa condena alguna sobre los que están unidos a Cristo Jesús, pues, por la unión con Cristo Jesús, la ley del Espíritu de vida me ha librado de la ley del pecado y de la muerte".

Cada hombre de la historia ha sido cargado en la Cruz de Cristo para ser rescatado. Cada hombre es una semilla que Dios siembra en el campo del mundo, del que espera que se convierta en un árbol bueno que dé buenos frutos. Cada hombre es una oveja que Dios espera que se mantenga en el redil para vivir la plenitud del sentido de su vida. Cada hombre es, también, el objeto de la obra del Hijo de Dios hecho hombre, que se ha encarnado para no permitir que se pierda ni uno solo de los que el Padre le ha confiado, y que está dispuesto incluso a dar su vida para el rescate de todos. Para que no se pierda una sola de sus semillas ni una sola de sus ovejas. Jesús es el intercesor perfecto que se interpondrá a la justicia de Dios que querrá cortar a quien no da frutos, y pedirá un tiempo para hacer su obra de conversión, mostrándose eternamente amante, clavado en la Cruz, inerme por amor, con los brazos abiertos para acoger a todo el que se convenza que es mejor vivir en el amor misericordioso del Dios que se entrega para tenerme, que lejos de sus brazos que me acogen y me reciben con emoción, pues para eso se hizo hombre como yo.

viernes, 25 de octubre de 2019

Si queremos ser hombres, retomemos a Dios

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Cuando el hombre pecó, introdujo en su propia vida el sinsentido. Haber decidido ponerse de espaldas a Dios lo colocó en una situación totalmente nueva, por cuanto era una ruta desconocida, para la cual Dios no lo había diseñado. El diseño original de Dios contemplaba una armonía radical de base. El amor era la norma, el servicio a Dios y a los hermanos era la conducta natural, la solidaridad mutua y el sentirse una sola cosa -"carne de mi carne, hueso de mis huesos"- con el hermano era la sensación única. Esa armonía no tenía parangón. Para el hombre, esta situación idílica no era nada extraña. Simplemente existía y en ella se gozaba de vivir. La relación con Dios era la relación de Padre a hijo, de amigos, que podía tenerse con toda naturalidad. Dios venía al Edén frecuentemente a encontrarse con su criatura para pasar momentos sabrosos de encuentro y de diálogo fresco. Era lo que entendemos hoy como momentos de oración, en los que se tenía la posibilidad de colocarse en la presencia de Dios para el intercambio de amor que se da en esa relación de intimidad. Era el encuentro auténtico de dos corazones que se amaban mutuamente. Hoy debemos esforzarnos mucho en nuestro empeño por tenerlos. Entonces, era algo muy común y cotidiano. Pero, en ese clima de paz y armonía total, entró en juego un personaje que no podía resistir la vida en ese orden absoluto. Él necesitaba del caos para poder sobrevivir y por ello hace su jugada maestra, inoculando en el espíritu del hombre el deseo del dominio total de esa situación. El demonio inyectó en el hombre la inquietud de no solo disfrutar de ese ámbito totalmente pacífico y armónico, absolutamente compensador para el espíritu humano, sino de ser él mismo la norma que diera orden a todo, eliminando a quien hacía posible todo ese orden inmutable, queriendo disfrutar de la primacía sobre todo. El hombre deseó quitar a Dios de en medio, del lugar privilegiado que le correspondía por naturaleza por haber sido el que hizo todo eso posible, y colocarse él en el lugar que correspondía al Dios Creador y Providente. Su pecado se explica únicamente por la soberbia, es decir, por querer ser el centro de todo.

De ese modo, todo se trastocó. Empezó a reinar el caos y el desorden. Empezó a dominar el sinsentido de la vida que oscureció toda perspectiva. El Dios Creador dejó de ser la referencia a la que apuntaba todo, y comenzó a serlo el mismo hombre. Su experiencia absolutamente nula se encontró súbitamente con una tarea de la que no tenía ni idea para desarrollarla. Por eso, comenzó la necesidad de ocultarse del mismo Dios para no recibir su reprobación, comenzó el enfrentamiento entre los mismos hombres -de "carne de mi carne y hueso de mis huesos" pasó a "esa que me diste por compañera"-, al punto que se da la primera ocasión en la que el hombre levanta su mano para herir a quien era su hermano, Caín mata a Abel, abriendo las puertas para el desprecio a la vida, que en la época de Dios era un don sagrado e intangible, y que se ha desarrollado al extremo de que la vida humana más débil, indefensa, necesitada de protección y menos culpable ha pasado a ser la más perseguida y despreciada por inútil y en algunas ocasiones por invasora de la "paz" humana. Se da un desdoblamiento en la personalidad del hombre que añora vivir en la armonía original, pero cuyo logro se dificulta por la misma semilla del pecado que él ha sembrado en su corazón. "Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mí, es decir, en mi carne; porque el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no. El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo el que actúa, sino el pecado que habita en mí". Es la enajenación total que logra la inoculación diabólica del veneno del mal en el hombre. El hombre no está creado para el mal. Ha sido creado para el bien y por ello cuando es invadido por ese veneno es incapaz de reaccionar adecuadamente.

Se trata, entonces, en nuestro tiempo de dominio del mal, de que reaccionemos de manera inteligente. La ruta que hemos elegido no es la del avance en la perfección a la que hemos sido llamados. Estamos destinados desde la voluntad amorosa del Dios Creador a ser cada vez más hombres. Y esto jamás se logrará sin la conexión esencial y necesaria al que es nuestro origen. Los hombres solo seremos más hombres si nos unimos cada vez más a quien nos ha dado nuestra condición. Si la planta quiere llegar a ser lo que debe ser, nunca puede deshacerse de su propia semilla. De igual manera, los hombres debemos unirnos más a quien nos da nuestra condición humana, si no queremos arriesgarnos a dejar de ser los hombres que estamos destinados a ser. Si estamos claros de que nuestro camino actual está alejándonos de ello, debemos retomarlo. Las señales que percibimos en nuestra situación son las de la deshumanización, la pérdida del sentido de la vida, la anulación total de la fraternidad y la solidaridad. Y así nos estamos dirigiendo al abismo que finalizará en nuestra desaparición. Jesús nos pone sobre aviso de ello: "Cuando ustedes ven subir una nube por el poniente, dicen en seguida: "Chaparrón tenemos", y así sucede. Cuando sopla el sur, dicen: "Va a hacer bochorno", y lo hace. Hipócritas: si ustedes saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no saben interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no saben juzgar ustedes mismos lo que se debe hacer?" Está claro que hay que hacer algo. No podemos seguir caminando inexorablemente hacia nuestra propia debacle.

Nuestro problema se presenta más grave, por cuanto nuestra inexperiencia nos pone ante una situación de la que no sabemos la solución. Necesitamos absolutamente de una iluminación superior, de luces y fuerzas que no tenemos nosotros mismos, por lo cual debemos retomar un camino que hemos dejado de transitar y que necesitamos urgentemente reemprender. Es el camino de la confianza en Dios, de la fe en su infinita sabiduría. Es un camino que nos llama a la humildad y a la confianza en quien sabemos conoce mejor que nosotros todo pues es infinitamente inteligente y que está dispuesto a tender su mano para rescatarnos. Y que tiene el mejor aditamento posible para prestarnos su ayuda: nos ama infinitamente. Su amor creador nos propuso un camino concreto que hemos despreciado con nuestro pecado. Ese mismo amor sigue inmutable. Sigue siendo eterno e infinito. Él no se queda mirando y lamentando que hayamos emprendido una ruta de autodestrucción, sino que hace caso al amor infinito que nos tiene y por eso pone a nuestra vista un camino nuevo de elevación y de recuperación. Fue la experiencia que tuvo San Pablo: "En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias".

El camino de autodestrucción que ha emprendido la humanidad no es un camino finalizado. Aun  cuando hoy la humanidad se dirige trágicamente por él, existe la posibilidad de volver sobre nuestros pasos y recobrar la razón. Se puede borrar el sinsentido del actual itinerario que seguimos y por el cual avanzamos al mayor desorden que es el de la desaparición, y dirigir nuestros pasos para avanzar por el camino que nos lleva a la plenitud. Jesús nos ha dado la clave. Simplemente retomar la norma del amor, que es la única norma necesaria para quien quiere promoverse más como hombre. Es nuestra característica más humana, y a la que apuntó a destruir el demonio en el primer momento, pues sabía que era la base de nuestra esencia humana. "Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo". He ahí la clave de nuestra humanidad. Todas nuestras demás cualidades, las que nos definirían como hombres, están sustentadas en la del amor. Soy hombre porque soy capaz de amar como Dios ama. Soy más hombre, si me empeño en amar más a Dios y a mis hermanos, abandonando la pretensión de ser yo el centro de todo y colocando en ese centro a Dios, a quien le corresponde ese lugar y a mis hermanos a quienes debo servir por amor.