La esperanza de todo sembrador es que la semilla que lanza dé un árbol que a su vez dé muchos frutos. Quien cuida de su campo pone toda su esperanza en la cosecha futura, que le dé buenos dividendos y compense todos sus esfuerzos. En eso se le va la vida, y se puede afirmar que ella gira alrededor de esa esperanza. Es una tremenda decepción cuando el árbol que surge de la semilla que ha sembrado resulta estéril o que da frutos malos. Si llega a comprobar que es así, la sensación es de que todo el esfuerzo que se ha hecho no ha valido de nada y se sume en una inmensa frustración. Lo que ha realizado durante todo ese tiempo anterior no ha dado el fruto deseado y ha sido una descomunal pérdida. Una cosecha perdida es señal de tiempo perdido. Pero quien vive de eso, aun cuando sufra esa frustración, no puede declararse derrotado. En el espíritu del sembrador debe subyacer también la semilla de la lucha. Si su vida es la siembra, una frustración no puede condicionarla. Su esperanza está marcada por una llamada de largo aliento. El espíritu del sembrador es un espíritu que está llamado a la espera, a evitar el inmediatismo, a mirar con mirada amplia hacia el futuro. Aunque haya decepciones, seguirá siempre marcado por la certeza del triunfo, del éxito. En ese futuro, la cosecha esperada llegará y dará todas las satisfacciones esperadas. Si la semilla es buena, en algún momento surgirá triunfante el fruto. Puede ser que se oculte, que tarde, que se haga esperar largo tiempo, pero surgirá en algún momento. El esfuerzo será compensado.
Cuando Dios nos siembra en el terreno del mundo, quiere que demos los frutos que se espera de nosotros. Nuestra libertad puede decidir colocarse en la línea de la voluntad de Dios, y llenarse de la plenitud que Él espera de nosotros. Entonces daremos una cosecha abundante y satisfactoria. Nuestra vida se llenará de sentido, pues hacemos aquello para lo cual hemos sido creados. Si, por el contrario, nos negamos a dar frutos, o damos frutos que no son los deseados, estaremos conduciendo nuestra vida por rutas que la llevarán a la frustración. No se trata de que no seamos libres, sino de que nuestra libertad nos invita a procurar ser lo que realmente debemos ser. Si he sido creado para ser hombre, disfrutando de toda mi dignidad y de todas mis prerrogativas, no soy libre si me empeño en ser algo distinto. En todo caso, lo que estoy es siendo rebelde, procurando destruir mi propia humanidad y queriendo ser algo para lo que no he sido creado. Eso no se puede llamar libertad, sino autodestrucción. "Si ustedes no se convierten, todos perecerán de la misma manera", sentencia Jesús. En su respeto infinito a la libertad con la cual nos ha enriquecido, Dios nos permite probar esos caminos de frustración. Y, cuando reconocemos que no son los de nuestra realización -"ya no soy digno de llamarme hijo tuyo"- y volvemos a la casa del Padre, Él nos recibe amorosamente, como el Padre del hijo pródigo. Ese momento del retorno, al decidir dar los frutos que Dios espera de nosotros, es un momento de gracia, imbuido del amor misericordioso de Dios. "Los que se dejan dirigir por la carne tienden a lo carnal; en cambio, los que se dejan dirigir por el Espíritu tienden a lo espiritual. Nuestra carne tiende a la muerte; el Espíritu, a la vida y a la paz. Porque la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios; no sólo no se somete a la ley de Dios, ni siquiera lo puede. Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no están sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes".
Incluso, los que se obcecan en no dar frutos o en dar frutos amargos, tienen siempre la opción de la conversión. Jesús ha sido enviado para que esa rebeldía enfermiza y autodestructiva tenga una remisión. Mostrando ese amor misericordioso de Dios, Jesús es la muestra de que el Señor no nos dejará abandonados en nuestra obcecación y que hará siempre todo lo necesario para que nuestra ruta cambie y retome el camino de la humanización. "Lo que no pudo hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios: envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado". La obra de Jesús es la de quien se interpone para que la frustración no sea el final último del hombre, sino para que éste tenga una nueva oportunidad. Jesús es aquel viñador que intercede ante el Padre cuando decide cortar a la higuera estéril: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas." Él lleva adelante la obra de la misericordia que busca reconquistar a aquel que se ha declarado en rebeldía. Es el sembrador que no da por perdida a la semilla. Es el buen pastor que deja a la noventa y nueve a buen resguardo y sale en busca de la que se ha perdido. Su amor por nosotros es tal, que no dará nunca a nadie por perdido. En su muerte en Cruz quiere abarcar a cada hombre y a cada mujer de la historia. Con esa convicción sentencia San Pablo: "Ahora no pesa condena alguna sobre los que están unidos a Cristo Jesús, pues, por la unión con Cristo Jesús, la ley del Espíritu de vida me ha librado de la ley del pecado y de la muerte".
Cada hombre de la historia ha sido cargado en la Cruz de Cristo para ser rescatado. Cada hombre es una semilla que Dios siembra en el campo del mundo, del que espera que se convierta en un árbol bueno que dé buenos frutos. Cada hombre es una oveja que Dios espera que se mantenga en el redil para vivir la plenitud del sentido de su vida. Cada hombre es, también, el objeto de la obra del Hijo de Dios hecho hombre, que se ha encarnado para no permitir que se pierda ni uno solo de los que el Padre le ha confiado, y que está dispuesto incluso a dar su vida para el rescate de todos. Para que no se pierda una sola de sus semillas ni una sola de sus ovejas. Jesús es el intercesor perfecto que se interpondrá a la justicia de Dios que querrá cortar a quien no da frutos, y pedirá un tiempo para hacer su obra de conversión, mostrándose eternamente amante, clavado en la Cruz, inerme por amor, con los brazos abiertos para acoger a todo el que se convenza que es mejor vivir en el amor misericordioso del Dios que se entrega para tenerme, que lejos de sus brazos que me acogen y me reciben con emoción, pues para eso se hizo hombre como yo.
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