Esa seguridad que añoramos, en cristiano, se traduce en la certeza de estar en las manos de Dios. Cuando anhelamos la seguridad, Cristo nos invita a elevar nuestro anhelo a lo superior, y a no dejarlo en la simple consecución de bienes pasajeros, los que pasan y pueden desaparecer. Esos son precisamente los que no dan ninguna seguridad, pues pueden caer como barajitas ante nuestra vista. Quien pone su confianza en la seguridad de los bienes materiales, está construyendo su casa sobre las bases más endebles. Es de esa pretensión de seguridad de la que Jesús nos invita a huir. Nuestra seguridad debe estar en lo que realmente es sólido, en lo que no desaparecerá jamás, en lo eterno e inmutable. Por eso, para que estemos claros en cuál es esa seguridad que pretende Jesús que vivamos, nos cuestiona San Pablo: "¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? ... Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro". Esta debe ser nuestra más profunda convicción, y será, así, la mayor de las seguridades que podremos vivir. Esa nunca desaparecerá, pues el mismo Jesús nos la ha prometido: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo". Su amor por nosotros es eterno, y su presencia en nuestras vidas es la absoluta seguridad de que también su amor nos acompañará eternamente.
Con esa certeza de su presencia entre nosotros, la seguridad no se basará en lo que puede desaparecer, sino en lo inmutable. Es su amor a nuestro favor, que jamás cambiará. Es un amor providente, poderoso, portentoso, siempre a nuestro favor. Nada puede hacernos llegar a dudar de ello: "Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?" Él y su amor son nuestra mayor certeza, nuestra solidez, nuestra seguridad. Es a esta seguridad a la que apunta Jesús como deseo para todos nosotros. Es a eso a lo que debemos apuntar. Nada de lo pasajero nos podrá dar mayor sensación de bienestar. Y Jesús añora el que cada uno de nosotros lo desee en lo más profundo de su ser para venir en pos de nosotros y ofrecerse como ese único que nos da la seguridad. Si ha entregado su vida por amor a nosotros, lo ha hecho no solo para rescatarnos y darnos nueva vida, sino para ser en lo consecutivo, la razón de nuestras vidas, la esencia de nuestro existir, la guía que debemos seguir y la seguridad de los pasos que daremos en Él.
Por eso, en la expresión de su deseo de tenernos con Él, Jesús descubre todo su corazón y lo coloca a la vista de todos: "¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas!" El deseo de Jesús es que todos estemos resguardados bajo sus alas, como lo hace la gallina clueca con sus pollitos. Es una imagen entrañable, pues descubrimos en ella el amor protector y misericordioso de Jesús por todos. Pretender la seguridad fuera de esa protección de signo maternal de Jesús es pretender quedarnos solo con lo más superficial. Jesús quiere que apuntemos a lo más profundo, a lo más significativo, a lo que jamás cambiará, pues surge de su corazón de amor, que lo ha movido a entregarse por todos y cada uno de nosotros. A que abandonemos todas las seguridades pasajeras, y nos aboquemos a tener la mayor de la seguridades, la que nunca dejará de existir. Nos quiere tener bajo sus alas, bien protegidos y resguardados de cualquier insidia que nos quiera separar de Él. Jesús sabe bien que su gesta, que derivará en la imposición de su obra de amor inmutable mediante la entrega a la muerte en la cruz, le exigirá el ser totalmente anulado por el sacrificio: "Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término. Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén". Pero también sabe que ese mismo sacrificio será la confirmación absoluta de lo que finalmente pretende: Convencernos de que nos ama infinitamente y de que, en ese amor que nos regala desde la cruz como altar, va todos su ser. Ya nunca más podremos dudar de que nuestra seguridad está en su corazón de amor, y de que ese amor jamás mutará pues ha quedado sellado eternamente con los brazos abiertos que vemos con los que nos bendice y nos acoge desde la cruz y que ha triunfado estruendosamente con su resurrección.
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