María es el prototipo de la humanidad redimida. Ella es el compendio de todas las gracias que recibimos y que recibiremos. Ella es la llena de Gracia, pues desde el primer momento de su existencia fue preservada del pecado. Se requería que el lugar en el cual se iba a hacer carne el Redentor, fuera absolutamente limpio, inmaculado. La prefiguración del Arca de la Alianza nos anuncia que Ella será inviolada. Que solo la figura del Sumo Sacerdote, representación de Jesús, puede entrar en Ella. Y que solo Él puede habitar en su seno. La carne que Ella da al Hijo de Dios que viene al mundo es carne santa, libre de toda mancha. Así será la Iglesia redimida y cada hombre redimido. Ella es la primera en avanzar por las rutas de la plenitud que está reservada para todos nosotros. Ella vive anticipadamente todas las bendiciones que viviremos los hombres redimidos. Sabemos que ese será nuestro camino porque ya la Virgen ha caminado por ellos. Ella no solo abre las puertas del cielo para que entre el Mesías Redentor, sino que las abre también para que todos podamos entrar al cielo, siguiendo las huellas de quien ya está disfrutando de la plenitud del amor y de la felicidad junto a su Hijo, junto al Padre y junto al que es el Amor, el Espíritu Santo.
No es María una actriz pasiva de esta obra en la que el protagonista es el Padre, que envía a su Hijo para satisfacer por los pecados de la humanidad. No es Ella un simple instrumento inactivo que "utiliza" el Padre para su finalidad. Ella es plenamente activa. Por ello el Arcángel Gabriel, antes de que Dios realizara su obra en María, requiere de su asentimiento. Y Ella, con plena libertad y en uso de todas sus facultades, quiere conocer detalles de esa obra que Dios pretende realizar en Ella. "¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?", es la pregunta razonable de quien no es un simple objeto que Dios usa para sus intereses. Su deseo es saber, es conocer, para que el Sí que pueda dar sea plenamente consciente y asumiendo todas sus consecuencias. Ella asume su Sí ahora, y luego, cuando le es vaticinado el sufrimiento al que será sometida por ser la Madre del Redentor. "Una espada de dolor atravesará tu corazón". La obra que está aceptando en Ella, tiene consecuencias terribles para la Madre que verá a su Hijo sufrir lo indecible, hasta la muerte. Ella vivirá también su pasión particular, cuando vea a su Hijo vivir la Pasión universal. Acompañará con el corazón destrozado a su Hijo en su Pasión, será testigo de todo su sufrimiento y del ensañamiento en su contra de los hombres que lo asesinarán, lo verá clavado en la Cruz en agonía terrible antes de su muerte, sentirá en lo íntimo de su ser el último aliento que lanza, contemplará su cuerpo sin vida pendiente de la Cruz, y lo acunará exánime en sus brazos al descenderlo. El Sí de María es su asentimiento a la unión perfecta a la obra de su Hijo. Con Él, Ella dice también "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad". La voluntad de Dios es la salvación de los hombres por la entrega de su Hijo. "Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo para que todo el que crea en Él no perezca". María se hace eco de estas palabras del Padre. Las palabras que pronuncia la Madre son las mismas que la del Padre. También Ella entregó por amor a Dios y a la humanidad a su propio Hijo para la salvación del mundo.
Por eso, los hombres no podemos más que estar agradecidos a nuestra Madre María, por su obra tan importante en toda la gesta redentora de su Hijo. Ella es esencial en el plan de redención que había diseñado Dios para los hombres. La mujer es parte sustancial de esta obra. Ella asegura la plena humanidad de quien tenía que hacerse hombre para asumir plenamente la naturaleza que había de ser redimida. Como dijeron los sabios teólogos, "lo que no es asumido, no es redimido", con lo cual se establecía la necesidad de que Dios hubiera asumido realmente nuestra humanidad para realmente redimirnos. Eso lo aseguró el Sí de María. Por eso algunos, sin entrar en mayores implicaciones teológicas, le dan el título de "Corredentora", ciertamente no en el grado en que lo hace su Hijo, pero sí en el grado de la colaboración absoluta y necesaria en la que está implicada. Como hijos de Dios, y como hijos de María, nuestro corazón debe estar agradecido a esta instrumentalidad activa y eficaz de María. Por eso la saludamos continuamente y le expresamos nuestro amor. Así como a nuestra madre de la tierra le confesamos continuamente nuestro amor, también a nuestra Madre del cielo, la que nos regaló Jesús desde la Cruz como donación póstuma segundos antes de morir, tenemos el derecho de decirle que la amamos profundamente. Nuestro corazón filial reconoce en Ella a quien sirvió a Dios para alcanzarnos la vida nueva que nos regalaba su Hijo.
Eso es el Rosario. Una repetición continua de nuestra confesión de amor a nuestra Madre. Así como no nos cansamos de decirle a nuestra madre terrena que la amamos, tampoco lo hacemos con nuestra Madre del cielo. La oración litánica del Santo Rosario no es repetición robótica y sin sentido. Es invitación a entrar en un clima de afectividad inacabable, en el cual acompañamos a nuestra Madre que nos lleva de su mano a recorrer los misterios de la vida de su Hijo y a agradecerle con amor el que Ella los haya posibilitado. Es hacer lo mismo que hacía una niña pequeñita, que no sabía aún rezar el Rosario, pero que deseaba manifestarle a María su amor. Imitando a los adultos que pasaban las cuentas del Rosario, ella las pasaba y en cada cuenta le decía a María: "Mamita te quiero, mamita te amo". Ese es el sentido de la oración del Santo Rosario. Confesarle a María nuestro amor, agradecerle que se haya prestado tan profundamente a la obra de amor de Dios, reconocer su parte en la obra redentora, y dejarse tomar por su mano suave, amorosa, maternal, para que nos conduzca con Ella al sitio donde se encuentra su Hijo. Por eso, repetirle incansablemente con aquella niñita: "Mamita, te quiero, mamita, te amo..."
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