Cuando nos hacemos conscientes de la existencia de un ser superior, de que nuestra existencia se ha dado gracias a un deseo expreso, voluntario y libérrimo de ese ser del cual hemos surgido, somos capaces de levantar nuestra mirada y comenzamos a tener el deseo de conocer a ese que es la fuente de todos los dones. Concluir que existe ese ser superior, al cual llamamos Dios, puede ser el fruto de un arranque de fe profunda, en el cual no se necesita de mayores argumentos. En ese caso, la docilidad es la marca expresa del creyente. Éste se caracteriza por tener una confianza extrema en ese Dios al que acepta no sólo como su creador, infinito en todo, sino que también lo acepta como el necesario, el que no puede dejar de estar, pues de su permanencia depende toda su propia existencia. Sin embargo, hay quienes necesitan que existan argumentos sólidos. Tienen una mente acuciante, que necesita del razonamiento para poder aceptar. Es un derecho que nos da el mismo Creador, pues nos ha hecho capaces de pensar, de argumentar, de construir conceptos. En esta búsqueda se han inscrito millones de hombres durante toda la historia. Su rastro lo podemos encontrar en los grandes pensadores griegos que concluyeron la necesidad de la existencia de "El Ser", al cual llamaron "Theòs", que era la causa final de todo, el motor inmóvil, el ordenador primero. Es lo que se conoce como Teología Natural, la que concluye en la necesidad de un Dios creador, sustentador, providente, absolutamente trascendente, que está por encima de todo lo que existe.
La relación con ese "Dios" es totalmente impersonal. Se trata solo de un reconocimiento expreso de la necesidad de su existencia, como de una relación causa-efecto. Mi existencia se debe a él, pero no me implica más allá pues es suficiente ese simple reconocimiento sin que ello me exija algo más. Es como saber que para poder encender la luz de mi habitación, debo simplemente dar al encendedor. Eso básicamente basta para tener luz, aunque yo esté claro que detrás de eso existe una cantidad de procesos necesarios que hacen posible que yo tenga luz en mi habitación. Sin embargo, el gesto extremo de ese Dios al que reconozco como necesario, me llevará a entender que Él quiere no solo un reconocimiento objetivo de su existencia y de su necesidad, sino que ha diseñado, en su sabiduría infinita, un plan para entrar en un contacto personal con su criatura predilecta. La autorevelación de Dios me aclara que Él no quiere ser simplemente reconocido y aceptado, sino que quiere estar implicado en la vida personal de cada uno. Por eso se da a conocer en facetas más íntimas, que van más allá de su poder, de su sabiduría, de su omnipresencia, y nos llevan a conocerlo en su corazón, en su amor, en su misericordia, en su condición de Padre cercano y providente.
Esto llega a su plenitud en la revelación que hace Dios de sí mismo en la persona de Jesús. "Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros". Dios no ha considerado suficiente el conocimiento al que podamos llegar los hombres con nuestra sola razón, sino que ha querido que ese conocimiento llegue al punto culminante, el que se da por el corazón. Jesús, en toda su obra redentora que descubre el íntimo amor de Dios, "es la imagen visible del Dios invisible". Un conocimiento solamente inteligente no es suficiente. La plenitud del conocimiento se da solo en lo afectivo. Quien no conoce a Dios por el amor que es, quien no ha sentido el amor de Dios en su corazón, no lo ha conocido realmente. Por eso, el verdadero conocimiento de Dios en su plenitud, racional y afectivamente, conecta al hombre completamente con su creador, y hará realmente imposible, para quien haya tenido esta experiencia profunda de amor, el que se pueda separar de Él. Haber sentido el amor de Dios, haberlo conocido en su amor por nosotros, nos conquista para toda la eternidad. Y es entonces cuando se da la verdadera necesidad de entrar en contacto con Aquel que sé que me ama y al que no puedo responder sino solo también con mi amor. Por eso los discípulos, al conocer a Jesús, y saber que Él ha venido a traernos concreta y efectivamente el amor de Dios, le imploran: "Señor, muéstranos al Padre".
Cuando uno ama y se sabe amado, busca mantener una relación cercana, afectiva, amorosa, con el amado. Los que se aman quieren estar unidos. El amor busca la cercanía, no sólo física, sino de corazones. De allí que la petición que hacen los apóstoles a Jesús tenga mucho sentido: "Señor, enséñanos a orar". La oración es el punto de encuentro culminante entre Dios y los hombres. No es posible una relación de amor con Dios sin la oración. La oración me satisface en el deseo de entrar en contacto con Dios, pero va más allá. Enardece mi corazón y hace que mi amor por Dios crezca, y me hace vivir más profundamente, en el dulce encuentro con Él, el amor que me tiene. "La oración es el encuentro de dos corazones que se aman", decía Santa Teresa de Ávila. Un cristiano que no ora, no está alimentando con lo más profundo que existe, su relación con Dios. Solo la oración le da sentido a su conciencia de criatura, necesitada y contingente, débil e indigente, y le hace vivir con la mayor intensidad, la causa final de su existencia, que es el amor que Dios le tiene y que hace que lo quiera tener siempre a su lado, junto a Él, ahora y por toda la eternidad, que es la meta a la que quiere dirigirlo.
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