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viernes, 6 de noviembre de 2020

Jesús quiere que seamos sabios ante el mal, no ingenuos

 Los hijos de este mundo son más astutos (…) que los hijos de la luz | Hijas  de María Auxiliadora – Salesianas Antillas

Hay evangelios que sin duda llaman mucho la atención. En cada una de las enseñanzas que Jesús quiere trasmitir busca que cada discípulo suyo tenga un entendimiento claro de lo que quiere enseñar y que debe ser aceptado y asumido para vivir esa novedad que Él ha venido a traer y que quiere que sea la marca de la nueva vida de los que vayan a ser los suyos. De allí que la intención primera es la de presentar la aceptación de su voluntad como punto esencial, que está sobre todo marcada por su amor. No se trata de una imposición forzada o simplemente autoritaria de quien tiene el poder, sino que está basada sobre todo en la búsqueda del disfrute de la bondad, de lo mejor, pues en su infinita sabiduría, nadie más que Él sabe mejor lo que enriquece de verdad al hombre y lo que será mejor para él. No hay que entender, por lo tanto, la indicación que hace Dios simplemente como el empeño de confirmar su poder sobre el hombre, sino como el movimiento natural de su amor, que no solo se ha ocupado de crearlo, de sostenerlo y de poner en sus manos todo lo necesario para facilitar su vida terrena, sino que ha asumido como parte de su tarea creadora y sustentadora la presentación del mejor camino, la iluminación a su experiencia de vida, para que ella sea en sí misma no un simple vivir, sino un vivir mucho mejor cada vez. El compromiso de Dios no se acaba con la creación y la sustentación, sino que, como buen Padre, procura para sus hijos una vida mejor cada vez, que apunte a su progreso humano, que logre que el mundo sea mejor para todos por su obra comprometida, y que se aplica también a la procura de lo eterno como meta final deseable y plenificante para él y para todos. No es una tarea sencilla, por cuanto el empeño de creación de Dios ha pasado antes por la donación de las capacidades humanas, surgidas de sus propias capacidades divinas, que correrán siempre el riesgo de ser utilizadas equivocadamente, por lo cual Él sale al paso iluminando los caminos para que el hombre no desbarre en ellos. El amor de Dios es arriesgado, pero Él está siempre bien dispuesto a correr el riesgo, por cuanto ese amor se sobrepone a todo, y tiene más interés en servir a su criatura que en impedir su desarrollo. La meta final para todos es la llegada al disfrute en plenitud de esos regalos de amor, asumiendo que todo nos ha sido donado para desarrollar nuestra vida de acuerdo a las capacidades amorosas que nos han sido concedidas, pero con el objeto de que ellas nos hagan crecer en perfección humana y cristiana y nos hagan dirigirnos con pisada firme a nuestra plenitud y nunca a nuestra destrucción.

En ese caminar, Jesús insiste en lo que debe siempre servirnos bien para caminar de acuerdo a su intención de amor. Particularmente llamativa es su invitación a huir de la inconsciencia en la que se asume todo como solo un absurdo de falta de atención y de vigilancia ante el mal. El mal sigue actuando incluso por encima de ese bien que Él quiere sembrar y seguir haciendo llegar a los hombres. Nos llama Jesús a la vigilancia continua y a la ausencia de confianza inconsciente. Es emblemática su invitación a vivir en la doble vertiente de la humildad y la astucia: "Sean, pues, astutos como serpientes y sencillos como palomas". No se puede desdeñar la sabiduría del mal viviendo inconscientemente como si nunca nos alcanzará. La astucia, entendida de esa manera, es parte de la vida cristiana, pues nos invita a la vigilancia ante el mal, a la defensa de nosotros mismos y de los nuestros, a la adquisición de la fuerza necesaria, que al fin y al cabo es la fuerza divina que siempre nos respalda sólidamente. Por eso es muy interesante lo que nos enseña Jesús, al invitarnos a abandonar la excesiva inconsciente inocencia y la ingenuidad, pues podrían ser luego causa de daños indeseables que pudieron haber sido evitados: "Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: '¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando'. El administrador se puso a decir para sí: '¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa'. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: '¿Cuánto debes a mi amo?' Este respondió: 'Cien barriles de aceite'. Él le dijo: 'Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta'.  Luego dijo a otro: 'Y tú, ¿cuánto debes? Él dijo: 'Cien fanegas de trigo'. Le dice: 'Toma tu recibo y escribe ochenta'. Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz". La añoranza de Jesús es que todos seamos buenos. No alaba la injusticia del mal y la actuación fraudulenta del injusto. Alaba la actuación astuta que evita el daño propio. La finalidad es una buena defensa ante el mal y ante la injusticia y la defensa del bien propio y el de los demás. El bien debe ser procurado por todos los medios justos para nuestros hermanos. Y en eso debemos poner el máximo empeño.

En ese línea de la búsqueda del bien por encima de todo, en la defensa ante el mal que pretende hacer daño no solo al individuo, sino a la comunidad, debe activarse en nosotros esa astucia cristiana que nos invita a la vigilancia. La ingenuidad y la inocencia cristiana deben ser bien entendidas. Es también una invitación firme de Dios y de Jesús para todos el que adquiramos cada vez más firmemente la bondad como nuestra marca de fábrica, pues el cristiano es el hombre del bien y del amor. Cuando Jesús nos invita a la astucia y a la actuación sagaz como la de los hijos de las tinieblas, no nos está llamando a abandonar esa bondad que debe ser nuestra marca. Nos está llamando a la astucia propia de la fe, que apunta también a no desdeñar la vigilancia necesaria, dejando a un lado la ingenuidad absurda propia de los inconscientes. Ni siquiera los mártires vivieron en esa inconsciencia cuando eran perseguidos para ser asesinados. Asumieron la muerte por Cristo como un momento final de bendición y de testimonio póstumo de su amor a Él, pero no buscaron la muerte irresponsablemente. Por ello la insistencia de San Pablo tiene sentido cuando nos llama a vivir la plenitud de la fe, radicándonos esencialmente en nuestro cambio de vida por el amor a Jesús: "Hermanos, sean imitadores míos y fíjense en los que andan según el modelo que tienen en nosotros. Porque —como les decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos— hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manténganse así, en el Señor, queridos". Para San Pablo está más que claro que la vida cristiana tiene una novedad radical que la llena de sentido pleno. Es la definitiva entrega a Jesús en la radicalidad, que hace que todas las cosas sean nuevas y buenas. Esa novedad de vida en Jesús llena todo de solidez y de entrega y no desdeña nada de lo que ofrece. Hay en Él esa nueva vida que aplica a todo, a lo cotidiano y a lo eterno, a la búsqueda de que todos conozcan a Jesús y se conviertan en sus seguidores, al anuncio de la salvación y del amor a cada hombre de la historia, a la aceptación de la novedad de vida que lo llenará todo y dará una nueva perspectiva de vida que hará todo nuevo. Incluso a la asunción de esa vida que se presenta como altamente atractiva pues no nos desconecta de la vida cotidiana sino que nos incrusta con más fuerza en ella, haciéndonos fuertes en su seguimiento y astutos en la búsqueda del bien, huyendo con premura de todo lo que nos puede hacer daño y destruir en nuestro empeño de llegar a la plenitud.

lunes, 31 de agosto de 2020

Hay que dejarse amar por Dios desde la sencillez y la humildad

 A LA LUZ DE CRISTO AMIGO: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha  cumplido hoy»

La gran revelación que Jesús vino a traernos fue la del amor de Dios por cada uno de nosotros. No porque no se hubiera hecho presente antes de su llegada, pues bastantes demostraciones de ese amor había ya dado el mismo Dios a todos, desde su explosión de amor en la creación, su compromiso de providencia con el hombre para procurarle la mejor estancia posible en el mundo, el cuidado que tuvo de su pueblo procurándole alimento y agua en el desierto, la disposición a su favor de su poder mediante los portentos que realizaba para protegerlo y liberarlo de la esclavitud, el haberlo encaminado hasta entrar en posesión de la tierra prometida que manaba leche y miel. De parte de Dios no había quedado la falta de demostraciones de ese amor. Con Jesús, esas demostraciones de amor llegaron a su punto más alto, y la elevación que alcanzó requirió del abajamiento más grande que pudo haber realizado para que quedara lo suficientemente claro que ese Dios que amaba al hombre no escatimaría nada, ni siquiera a su propio Hijo, con tal de que al mismo hombre no le quedara ninguna duda de eso. En Jesús, el amor de Dios se hizo el más concreto, el más claro, el más puro, el más poderoso. La gran revelación que trajo Jesús fue que el Dios todopoderoso, la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, desde que ellos mismos lo habían decidido, vivían para hacer feliz al hombre y para salvarlo de todas las desgracias, sobre todo de la peor, la del pecado, porque en Ellos no había otra tendencia hacia él que la del amor. Por ese amor hacia el hombre, Dios estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Y en ese itinerario de demostración se requirió de parte de Dios la realización del mayor absurdo: la donación del Hijo y la aceptación de la entrega de parte de Éste, mediante su rebajamiento total, impensable para cualquiera, pues exigía el abandono de una gloria que le pertenecía naturalmente y la asunción de la más baja cualidad, que era la que había surgido de sus mismas manos creadoras amorosas y todopoderosas. El anuncio de ese amor requirió de parte de Dios el recurso al rebajamiento total. No fue un anuncio aspaventoso ni portentoso, sino que fue un anuncio revestido de la mayor humildad, que echó mano al recurso menos ruidoso, como lo fue el de asumir el sufrimiento, la pasión, la muerte en cruz y el ocultamiento en el sepulcro frío, oscuro y silencioso. Paradójicamente, el anuncio del amor de Dios por el hombre que mejor se escuchó no fue el de los portentos maravillosos que se dieron en el Antiguo Testamento, sino el que llegó directamente al corazón del hombre desde el silencio, la soledad y la oscuridad majestuosos del sepulcro. Ese fue el grito de amor que nos vino a traer Jesús. Esa fue la gran novedad del anuncio de Cristo.

Por supuesto, desde que el mismo Dios lo hizo así, le dio la coloración y el estilo de todos los anuncios de amor que tuvieran que ser realizados en el futuro. El envío que hace Jesús de sus discípulos al mundo, "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación", no podía ser hecho de otra manera que con el mismo estilo que Él había impreso. Si los hombres debían escuchar el anuncio de su amor infinito, debían hacerlo de la misma manera que Él ya lo había hecho: desde el rebajamiento, desde la humildad, desde el silencio activo y liberador. Así como no hubo aspavientos en Él cuando fue ocultado en el sepulcro frío, tampoco debe haberlos en los discípulos enviados al hacer su anuncio del amor liberador de Dios. Cada discípulo de Jesús debe desmontarse de sus posturas de superioridad, debe dejar a un lado la soberbia, debe asumir que no está en el centro de la atención. Debe hacerse consciente de que no es más que la voz prestada a Dios para que sea Él el que dé su propio anuncio. Y Él lo seguirá haciendo desde el abajamiento, desde la humildad, desde la sencillez. Si no se hace así, se corre el riesgo de que el anunciador quiera hacerse el protagonista de una obra que no es la suya. Se estaría queriendo colocar en el centro que solo le corresponde a Jesús y a su anuncio de amor. Asumir que se es solo instrumento del amor, que no se es digno ni siquiera de ser su anunciador pues se es el primero de los beneficiarios, es el primer paso para ser buen anunciador. Así lo entendió San Pablo: "Cuando vine a ustedes a anunciarles el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y Éste crucificado. También yo me presenté a ustedes débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que la fe de ustedes no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios". San Pablo era un hombre muy versado en las cosas de Dios. Había tenido formación de rabino y era fariseo. Si alguien se hubiera podido jactar de sus conocimientos era él. Pero ante la misión de anunciar el evangelio del amor de Dios, también él "se despojó de su rango", y asumió con la mayor gravedad posible la tarea que le correspondía, asumiendo a la vez el estilo de humildad que había impreso Jesús. El discípulo debe asumir "con temor y temblor" la delicada misión de ser anunciador del amor de Dios a los hombres.

Desde el inicio del cumplimiento de su misión, Jesús asumió su rebajamiento como la manera natural de traer el anuncio del amor de Dios, al extremo de que sus mismos paisanos creyeron imposible que uno de los suyos, el que había convivido siempre entre ellos, tuviera tan alta misión: "Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: '¿No es este el hijo de José?'" Jesús era en quien se cumplían las Escrituras, y eso era lo que venía a anunciarle a los suyos: "'El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor'. Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: 'Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír'". Con Jesús se daba inicio a ese año de gracia que Dios declaraba para la humanidad entera. No se daba con bombos y platillos el acontecimiento más importante que vivirían todos los hombres, el que cambiaría el curso de la historia, el que atraía de nuevo a los hombres al corazón amoroso de Dios, el que los hacía recuperar su condición de hijos de Dios y de imagen y semejanza suyos. No hubo bulos magníficos ni anuncios estruendosos. Se inició en la sencillez de una sinagoga de pueblo, el del mismo Hijo de Dios que se había hecho hombre, en medio de aquel pueblo que lo conocía bien desde niño y que había convivido con Él, por lo cual quedaron asombrados de que algo tan grande estuviera revestido de tanta humildad, por lo que se les complicaba su aceptación. En la mente de ellos estaban las obras maravillosas y portentosas del Dios todopoderoso del Antiguo Testamento. Pero Jesús venía a decirles que Dios es el Dios de los anuncios sencillos, de la habitación deseada en el corazón convencido y lleno de amor de los hombres: "'Sin duda me dirán aquel refrán: 'Médico, cúrate a ti mismo', haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún'. Y añadió: 'En verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo, Puedo asegurarles que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio'". No debe haber, por tanto, humildad solo en el anunciador, sino también en quien escucha el anuncio. Se trata de tener corazón humilde y sencillo tanto para anunciar como para escuchar y aceptar. El amor de Dios es cuestión de corazones humildes que lo anuncien, que lo acepten, y que lo vivan con intensidad. Así serán salvados.

lunes, 27 de julio de 2020

Lo extraordinario resplandece y puede enceguecer. Lo ordinario nunca enceguece

Catholic.net - Si tuvieras fe como un grano de mostaza

La tentación de la grandilocuencia y de la magnificencia es continua en nosotros. Más aún en nuestros tiempos en los que lo grandioso nos atrapa y nos conquista. La superexaltación de los sentidos se ha hecho necesaria para llamar la atención, al punto de que lo sencillo, lo simple, se nos ha hecho poco atractivo por rutinario. La pacificación del espíritu por la contemplación de la sencillez de lo que sucede a nuestro alrededor no es un producto muy bien cotizado últimamente. Sentarse un rato a disfrutar de la lectura de un buen clásico de literatura es fastidioso y aburrido, escuchar música suave y agradable de un buen compositor o un bolero hermoso no vale la pena, acercarse a la TV para volver a ver una buena película que sea un clásico que no pasaría nunca de moda es absurdo. Si esto es así con las artes, lo es mucho más con la espiritualidad. Leer un rato la Biblia, sentarse a hacer oración callada y silenciosa, hacer una buena meditación, encerrarse en sí en compañía con Dios para hacer un buen examen de conciencia, dedicar unos minutos a unirse a la Virgen María para rezar el Rosario, son cosas que nos parecen absurdas y pasadas de moda. En todo afirmamos que los tiempos son nuevos y por ello todo eso ha sido superado. Lo que produce sosiego ya no se lleva. Se lleva lo escandaloso. Lo atractivo es lo fantástico, lo estrambótico. Las publicaciones deben ser atrevidas, retadoras. Incluso para la infancia ya no son atractivos los personajes antiguos como Mickey Mouse, el Pato Donald, Bugs Bunny. Ahora deben ser héroes maravillosos, que enfrentan males extraordinarios con lances impresionantes, magnificados con efectos especiales que exacerban a cualquiera. La moda lucha por ser cada vez más ridícula, dando la impresión que más éxito tiene quien ridiculiza más a quien se atreve a usarla. Los zapatos de moda son los más feos, la ropa de moda es la que más apariencia de trapo desgarbado tiene, los peinados de moda son los que nos dejan más despeinados. La música, lejos de ser más bonita por llenar de sosiego, es la que más ruido hace, la que más se mete en el cerebro por el continuo golpetear de instrumentos, las letras más atractivas son las más horribles que nos podemos imaginar, contrastando con un tiempo en el que se pide más el respeto a la dignidad del hombre y a sus derechos, por cuanto en esas letras se promueve solo el irrespeto de la persona en cualquiera de sus condiciones. Y esto ha contaminado también a la espiritualidad. Nos atrae solo lo maravilloso. Nos mantenemos unidos a Dios en la medida que se presente portentosamente. Esclavos de lo extraordinario, estamos pendientes de las imágenes que echan aceite, o que desprenden escarcha, o que lloran. En la liturgia estamos atrapados cuando se inventan cosas espectaculares o cuando los sermones son políticamente incorrectos o cuando la música hace que en vez de un encuentro con Dios se propicie más bien un concierto de un coro majestuoso... Las cosas sencillas ya no están de moda...

Pero Jesús sale a nuestro encuentro y nos sigue insistiendo en la necesidad de dar lugar siempre a la sencillez, que es lugar de encuentro natural con Dios. Es cierto que en su momento Dios recurrió a lo extraordinario, pues lo consideró necesario. En tiempos en lo que se hacía imprescindible clarificar quién era Él, a quiénes había elegido, del lado de quién estaba, era necesario que las acciones maravillosas acompañaran su palabra. Su presencia en medio del pueblo la confirmaba por las acciones a su favor. Por eso hizo que Israel fuera testigo de su poder al liberarlos portentosamente de la esclavitud bajo el poder del Faraón egipcio, llegando incluso a hacer morir a su ejército bajo las aguas. Por eso lo acompañó fielmente en el desierto, calmando su hambre con el maná que hacía caer del cielo y con la carne de las aves, y su sed con la fuente de agua que hizo surgir de la roca seca. Por eso hizo huir a los pobladores de la tierra prometida para que Israel pasara a tomar posesión de ella. En esos tiempos esas acciones fueron necesarias para demostrar quién era Él. Pero luego, al haber hecho la más grande demostración de amor y de poder cuando hizo contemplar a la humanidad su presencia en Jesús de Nazaret, quien dirigió la palabra en su nombre y realizó la obra de Redención que le había encomendado, mediante su entrega y su muerte en cruz, refrendándola con el portento de su resurrección, llegaba el tiempo del sosiego y de la calma, del disfrute de la vida nueva que Él nos regalaba con esos gestos de amor y de poder. Lo maravilloso no había terminado. Está en sus posibilidades seguir haciéndolo, pues es Dios y nada sigue siendo imposible para Él. Pero eso maravilloso hoy se reviste de serenidad. Lo maravilloso hay que saber descubrirlo en la cotidiano, en lo simple, en la humildad de la vida ordinaria. "'El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno toma y siembra en su campo; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas'. Les dijo otra parábola: 'El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta'". El reino de los cielos está representado en lo más sencillo que nos podemos imaginar. Jesús, atendiendo a ese espíritu que añora lo extraordinario, nos hubiera podido decir: "El reino de los cielos está en los rayos y centellas que caen sobra la tierra dando un atisbo del poder inmenso que posee Dios... El reino de los cielos está en los prodigios que se dan en las imágenes que echan aceite y escarcha y que lloran... El reino de los cielos está solo cuando los enfermos se sanan milagrosamente, o cuando se resuelven los problemas económicos de la familia de manera extraordinaria, o cuando aparece inesperadamente la comida sobre la mesa..." Todas esas cosas, sí, son signos de la acción de Dios. No se pone en duda. Pero Jesús insiste en no colocar las expectativas espirituales solo en eso. Él prefiere la sencillez. El prefiere que lo encontremos en la serenidad.

Cuando lo hacemos así, estamos dando paso a evitar la frustración de nuestra fe cuando hay ausencia de portentos. Dios no está solo para hacer lo extraordinario. La misma palabra lo define perfectamente: Es lo extraordinario. Lo ordinario es lo cotidiano, lo que vivimos en nuestro día a día. Y es allí donde debemos tener agudizado el sentido espiritual, para no dejar nunca de vivir la alegría de la presencia de Él en nuestras vidas, siendo capaces de descubrirlo segundo a segundo actuando en nuestro favor. Su providencia amorosa se ocupa continuamente de nosotros y eso tenemos que saber valorarlo. Es en lo sencillo que lo vivimos, no solo para recibir sus favores, sino para ser nosotros también portadores de sus favores para nuestros hermanos. No debemos pensar que debemos hacer siempre cosas extraordinarias para convencer a los hermanos de que Dios los ama. Como decía Santa Teresa de Calcuta: "No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de poner en todo lo ordinario lo extraordinario del amor". No echar en saco roto el saludo matinal a los vecinos, la sonrisa resplandeciente que rompe los muros más duros, la ayuda a cargar las bolsas de la compra, el abrir la puerta a quien se acerca, el ceder el puesto a la persona mayor o a la mujer más aún si está embarazada, el dar los buenos días al llegar a un sitio, el agradecer oportunamente el favor que se nos hace, el cumplir perfectamente la tarea que se nos encomienda, el tender la mano a quien vemos en problema, el ofrecer nuestro hombro para que se desahogue quien está sufriendo, el ayudar a cruzar la calle a quien vemos que tiene problemas para hacerlo... No hay que ser un superhéroe para hacer estas cosas. Simplemente hay que aprender del mismo Dios que sigue actuando en las cosas sencillas. Así mismo debemos hacerlo presente nosotros en nuestro día a día. Eso es lo que Dios quiere ordinariamente de nosotros. Ojalá nunca se sienta frustrado porque nosotros no lo hayamos entendido: "Del mismo modo que se ajusta el cinturón a la cintura del hombre, así hice yo que se ajustaran a mí la casa de Judá y la casa de Israel —oráculo del Señor— para que fueran mi pueblo, mi fama, mi alabanza y mi honor. Pero no me escucharon". Quiere que vivamos la sencillez del grano de mostaza que es la semilla más pequeña, y la de la levadura en las tres medidas de harina para fermentarla. Esa simpleza logrará lo máximo. La semilla se convertirá en árbol que alberga a las aves del cielo y la harina se convertirá en la hogaza de pan que alimentará a unos cuantos. Hagamos que la obra de Dios en la sencillez se convierta en la demostración más grande de su amor y de su poder, que no necesita de la magnificencia para ser real y convincente. Que lo sencillo de Dios sea lo que más nos convenza para acercarnos a Él y vivir su amor con la máxima intensidad.

lunes, 20 de julio de 2020

Es bella una fe serena que solo busque amar

Esta generación perversa y adúltera exige una señal | InfoVaticana

El Evangelio de San Juan está compuesto alrededor de los siete milagros que relata el apóstol y evangelista. Claramente su intención está encaminada a presentar la obra de Jesús como la de la plenitud del amor de Dios en favor de los hombres. El número siete entre los hebreos es un número que habla de plenitud, de gloria, de infinitud. Presentar siete milagros revela que se quiere afirmar que Dios está presente, que está ahí, que pone todo su poder y su plenitud en favor de aquellos que son favorecidos por su gracia todopoderosa. Revela, además, que Juan considera suficiente esa presentación para dejar bien establecida la primacía de Jesús, la de su amor y su poder, y que no tiene que resaltar las obras maravillosas que Jesús realiza, pues todo lo que hace, incluso aquello que es ordinario y común, debe ser entendido como revelación también de su presencia. En cierto modo, la falta de insistencia mayor en las obras portentosas podríamos entenderla como una invitación al descubrimiento de la obra de Jesús también en lo ordinario y en lo sencillo que, ciertamente, es el ámbito común de revelación de la obra grandiosa de Cristo. No hay que esperar siempre lo maravilloso o lo portentoso para fundar la alegría o la esperanza de la redención, sino que hay que procurar vivir esa felicidad por las demostraciones perennes en todas las donaciones comunes y ordinarias que sigue Dios permitiendo para nosotros. Es una llamada a la limpieza de la mirada para poder ver con transparencia y sencillez la obra cotidiana de Dios en la propia vida. Una llamada a evitar las contaminaciones que nos permitimos nosotros mismos, invocando siempre lo estrambótico para poder dar fe al Dios que nos demuestra su amor en la sencillez y en la humildad. Al ser fanáticos de lo extraordinario, no nos llegamos a conformar con lo ordinario, sino que queremos poner a Dios también en el predicamento de demostrar incluso su existencia por las obras grandiosas de las que queremos ser testigos. No es extraño, entonces, que muchos basen su criterio de fe, incluso como condición para creer en la existencia de Dios, en la realización de obras portentosas. En el caso de no darse sería para ellos la demostración suficiente de que Dios es simplemente una idea inventada para satisfacer mentes débiles y acomplejadas. Esta exigencia obnubila de tal manera su mente que impide la posibilidad de vivir la fe en la simpleza de lo cotidiano y se guarda solo para lo fantástico. De ese modo llegará a ser una fe que necesita una sobreexcitación continua, lo cual la envilece y la hace prácticamente un narcótico exacerbante.

No hay mayor satisfacción que la de tener una fe serena. Está claro que Dios puede realizar portentos y maravillas cuando quiera. Para Él no hay nada imposible. Pero su objetivo no es mantener al hombre en un estado de ánimo continuamente exaltado, exacerbado, enardecido. Lo quiere con un corazón en paz, sereno, en el que haya un ámbito sencillo y apacible para la recepción de su amor, y en el que se pueda dar una verdadera relación de amistad suave, dulce y tranquila. Sería la respuesta a la petición que hacen los cursillistas de cristiandad en la hora apostólica con la que cierran su experiencia: "Señor, que no necesitemos milagros para tener fe, pero que tengamos tanta, que merezcamos que nos los hagas". Se debe procurar, entonces, tener un corazón tan libre en el amor que sea capaz de descubrir la presencia de Dios en todo lo que acontece alrededor: en la salida del sol que regala Dios día a día, en el aire dulce que se respira y que llena vivificante los pulmones, en la mirada dulce y enamorada de los novios, en el amor sereno que comparten los esposos, en la ternura de los hijos que van creciendo bajo la mirada protectora de sus padres, en la ancianidad sabia y preciosa de los abuelos que tienen siempre tendidas sus manos arrugadas ofreciéndose como apoyo no por ser fuertes sino por ser sabios, en la fidelidad de los animales domésticos que se convierten en unos miembros más de la familia, en la belleza de las plantas y las flores que nos rodean y llenan de color y ricas fragancias todo el entorno, en la vida salvaje de los animales que retozan libres en los bosques y las selvas, en el azul vivo y sereno de los cielos que nos cubren, en el blanco inmaculado de las nubes que se transforma en gris cerrado cuando aparecen para dejar caer el agua que renueva la vida en la tierra, en la magnificencia de los mares, los océanos y los ríos que nos hablan de lo magnífico que es Dios, que es mucho mayor que todos ellos juntos... No hay parangón a lo maravilloso que es tener un espíritu que sea capaz de descubrir a Dios en todo eso. Cada experiencia humana, sea sencilla o portentosa, es una ocasión para poder descubrir a ese Dios que está lleno de amor por nosotros y que en cada acontecimiento que nos rodea quiere hacer que sintamos su caricia en nuestro rostro y en nuestra mirada. Lo extraordinario de las actuaciones de Dios puede llegar a convencernos, mas lo sencillo de descubrir a Dios y su obra en todo lo que acontece, nos conquista y nos enamora.

Debemos evitar entonces esa tentación continua de necesitar portentos: "Algunos escribas y fariseos dijeron a Jesús: 'Maestro, queremos ver un milagro tuyo'". Jesús pudo haber decidido en ese momento realizar un gran milagro. Pudo haber mandado a oscurecer el sol instantáneamente, pudo haber elevado vuelo sobre todos ellos para posarse nuevamente sobre la tierra, pudo haber secado todas las plantas de alrededor para luego hacerlas revivir de nuevo. Ninguna de esas cosas habría sido imposible para Él. Él es Dios. Pero no quiso hacerlo así. Apeló a lo que ya ellos conocían por experiencias de personajes anteriores y que se habían dejado conquistar previamente, con lo cual les reprochó su dureza de corazón: "Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás. Cuando juzguen a esta generación, la reina del Sur se levantará y hará que la condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra, para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón". Es el mismo Dios que reclama a todos no haber sucumbido a su amor a pesar de haber realizado portentos y maravillas, con lo cual queda demostrado que no bastan las obras portentosas para lograrlo: "¿Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he molestado? ¡Respóndeme! Yo te saqué de Egipto y te libré de la servidumbre." Lo dijo Abraham al rico epulón cuando estaba en el infierno y le pedía que enviara al pobre Lázaro a su familia para que creyeran: "Si no quieren hacer caso a Moisés y a los profetas, tampoco creerán, aunque algún muerto resucite". Necesitamos rendirnos al amor de Dios, más que a sus portentos. Nuestra fe no puede basarse ni ser ella misma una experiencia exacerbante. Esa fe sería una fe extenuante, sin reposo sereno. Debe ser un encuentro dulce y pacífico en el amor con el corazón de Dios que nos ama más de lo que podemos imaginarnos y, por supuesto, más de lo que nosotros mismos nos amamos. "Hombre, se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con tu Dios". Es la respuesta que da el profeta al que se pregunta qué es lo que quiere Dios. No es más. Es lo más sencillo que existe. Dios no quiere corazones alterados a su lado, frutos de una fe lograda a fuerza de portentos. Quiere hombres conquistados, enamorados, frutos de la experiencia gratificante y enriquecedora de un amor que solo quiere la serenidad de un corazón que abra sus puertas para asentarse en él y vivir allí un intercambio de ternuras sin fin.

viernes, 3 de abril de 2020

Que yo no tenga dureza de corazón y acepte la salvación que me regalas

Siguiendo el Evangelio: AGARRARON PIEDRAS PARA APEDREAR A JESUS

El corazón de los hombres es un campo minado. Tan pronto puede ser conquistado suavemente por un amor evidente, atractivo, convocante, como también puede estar tan lleno de amargura que lo haga una roca sólida en la que ni siquiera el aceite más perfumado de sentimientos positivos pueda suavizarlo y conquistarlo. Es un misterio que se explica solo por la existencia de una realidad como el pecado que lo hace tan cambiante. La evidencia del amor es clara. No existe nada que hable en contra de la voluntad amorosa de Dios que desea salvar al hombre. Solo surge desde dentro de ese mismo corazón la duda, sobre todo basada en la supuesta oscuridad del origen de quien ofrece ese amor y de su intención última de salvación. En vez de rendirse humildemente en las manos de Aquel que las tiende en el nombre del Dios del amor, que prometió no dejar al hombre caído en el abismo de su propia muerte por el pecado, prefiere basar su rechazo en la duda de quién es porque no tiene una identidad bien definida y clara y un origen destacado. No terminan de entender los anuncios de la venida de Aquel hijo del hombre que sería en la mayor humildad, sin aspavientos, presentándose en la mayor de las debilidades, como uno más, incluso asumiendo el sufrimiento como marca que definiría el cumplimiento de su misión. Sería el varón de dolores que asumiría el sufrimiento propio para la salvación del hombre, muy lejos del Dios poderoso, altanero, humillante de los malos, que esperaban muchos. Se creían estos que la obra de rescate sería hecha desde la demostración de poder invencible, apoyada en poderosos ejércitos que harían sucumbir cualquier oposición. Para estos la venida de aquel Mesías redentor debía ser precedida de hechos maravillosos que abrieran la puerta para la demostración de su llegada con grandes portentos. En vez de aceptar la venida en humildad de ese que traía la salvación, preferían hacer callar la voz de Aquel que les traía la noticia del cumplimiento del tiempo para ella.

Estaba ya anunciado en la prefiguración que permite Dios que suceda en la persona del Profeta Jeremías. Perseguido y asediado por aquellos para los cuales era realmente incómodo por sus denuncias, prefieren hacerlo callar antes que ceder a la pretensión de Dios: "Oía la acusación de la gente: 'Pavor-en-torno', delátenlo, vamos a delatarlo'. Mis amigos acechaban mi traspié: 'A ver si, engañado, lo sometemos y podemos vengarnos de él'". No importaba si lo que decía Jeremías era verdad y que para ellos representara la salvación si cedían a la invitación de conversión que significaban las denuncias de Jeremías, sino que importaba más mantener un estilo de vida que les compensaba mucho en lo material, sin incomodidades ni obstáculos que les impidieran gozar de las mieles del poder. Pretendían sostener su estado actual, por encima de cualquier oposición, aunque viniera del mismo Dios a través de la palabra de su enviado Jeremías. Preferían hacerse oídos sordos a los reclamos que les hacía Dios. Su endurecimiento de corazón había alcanzado su grado máximo, pues estaban obnubilados en el goce del poder que era como una droga que los había narcotizado. Ni siquiera Dos valía la pena para dejar a un lado la comodidad en la que se encontraban. Ni siquiera los hermanos que les reclamaban más solidaridad y que sufrían por su indolencia bastaban para suavizar sus reacciones. Por ello, era necesario acallar cualquier voz que los pusiera en evidencia, creyendo que con eso la injusticia que cometían quedaba también escondida. En todo caso, Jeremías tenía muy clara su misión y sabía muy bien en quién estaba basada su solidez que era infinitamente superior a esa dureza de corazón de sus adversarios: "Pero el Señor es mi fuerte defensor: me persiguen, pero tropiezan impotentes. Acabarán avergonzados de su fracaso, con sonrojo eterno que no se olvidará. Señor del universo, que examinas al honrado y sondeas las entrañas y el corazón, ¡que yo vea tu venganza sobre ellos, pues te he encomendado mi causa! Cantad al Señor, alabad al Señor, que libera la vida del pobre de las manos de gente perversa". El poder de Dios es superior al poder de millones. Su amor por los débiles y humillados jamás será vencido por la pretensión de nadie de sostenerse en el poder. Dios vencerá siempre y los malos quedarán siempre humillados en su derrota.

Esta misma experiencia de desprecio la vivió Jesús, el Dios que se hace hombre. Su origen humilde y su obra de rescate desde la sencillez del amor que se rebaja eran causa suficiente para el desprecio de aquellos a los que quiere salvar: "No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios". No podían entender que estaba anunciado que ese Dios vendría en la sencillez: "Un descendiente de la mujer te pisará la cabeza"... "Miren, la virgen está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel". Nunca se habla de aspavientos ni de portentos maravillosos que precederán su venida. Serán sus obras las que hablarán por Él y descubrirán su identidad profunda y su origen celestial: "¿No está escrito en la ley de ustedes: 'Yo les digo: ustedes son dioses'? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿dicen ustedes: '¡Blasfemas!' Porque he dicho: 'Soy Hijo de Dios'? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean, pero si las hago, aunque no me crean a mí, crean a las obras, para que comprendan y sepan que el Padre está en mí, y yo en el Padre". Jesús se identifica plenamente con el Padre que lo ha consagrado para la obra de rescate de la humanidad, y lo hace realizando las obras que Él le ha encomendado. Pero el corazón endurecido, en vez de rendirse a ese amor evidente por las obras realizadas, prefiere mantenerse en la oscuridad de la soberbia y del rechazo a la humildad del Dios que ama infinitamente. Los pocos que aceptaban este testimonio de las obras de Jesús y que creyeron en Él, sintieron la alegría de la cercanía del Dios que venía a salvarlos: "Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad. Y muchos creyeron en él allí". Los que con humildad se dejan conquistar por ese amor sencillo de quien ha llegado sin aspavientos a salvarlos, son los que gozan de la verdad de su salvación. Los que siguen endurecidos se quedan en la oscuridad de su abismo por el pecado y pierden la riqueza de ese amor del Dios que da su vida por ellos. Somos nosotros los que decidimos qué lado asumir. O el de la aceptación del amor suave, sencillo, humilde, del Dios que se entrega por nosotros, o el de la dureza del corazón que nos deja fuera de esa salvación por amor que nos quiere regalar el Señor desde su corazón que nos ama infinita y eternamente.

martes, 29 de octubre de 2019

Espero que venga tu Reino y lo hago presente ya

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Las virtudes teologales son las fortalezas que Dios mismo infunde en el corazón de los hombres para que puedan solidificarse en su seguimiento convencido y confiado. Son las herramientas con los cuales cada uno puede tener la persuasión de que el camino que lleva es el correcto y de que tendrá siempre la fuerza necesaria para seguir en él. Esa posesión de medios necesarios para avanzar convierte a la convicción en persuasión, por lo cual el camino se hace más llevadero y seguro. A pesar de los posibles inconvenientes, que pueden llegar a ser estorbos o incluso obstáculos, los medios que se poseen dan las armas necesarias para enfrentarlos y superarlos. La virtud, en efecto, significa valor y hace referencia a la fuerza que posee el guerrero que enfrenta una batalla. En este sentido, Dios no solo nos ha creado desde su amor infinito, sino que, movido por ese mismo amor, nos ha dado las herramientas necesarias para que cumplamos perfectamente el ciclo al que Él mismo nos convoca. Hemos surgido de su amor y estamos llamados a volver a ese mismo amor. En el ínterin, cada uno se hace responsable del itinerario que sigue, pero teniendo a la mano las fortalezas con las que Dios lo enriquece. Por ello, las virtudes que se refieren a Dios, las virtudes teologales, habiendo sido donación amorosa de Dios, son también tarea del hombre. Dios ha colocado la semilla de cada una de ellas en nosotros, pero dejándonos la responsabilidad de hacerlas crecer y de desarrollarlas en función de la meta a la que hemos sido llamados.

La Fe, la Esperanza y la Caridad son esas virtudes que nos llevan a avanzar en el camino hacia la meta del amor eterno. Como dice San Pablo, la Caridad es la única que prevalecerá, por lo cual es la más perfecta de todas: "En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor". La Fe no será necesaria, por cuanto estaremos en la presencia evidente de lo que creíamos sin ver. La Esperanza tampoco, pues estaremos disfrutando de aquello que añorábamos. Solo quedará el Amor, que es la única vivencia posible en la presencia del Dios eterno. Es la experiencia celestial en la que lo único que quedará para vivir y compartir será el amor. Habiendo sido Dios amor desde toda la eternidad, nos convertiremos cada uno en el mismo amor, pues Dios lo será todo en todos. Para los que somos aún viandantes, es necesaria la presencia en nuestras vidas de esas fuerzas que nos ayudan a avanzar. La Fe es la que nos convence de la existencia de un Dios que es puro amor y que por eso solo quiere nuestro bien. Es la que nos dice que todo lo que ese Dios, que existe y que me creó, me dice, es bueno para mí, pues Él es la bondad en esencia y nunca deseará nada malo para mí. La Esperanza es la que me sostiene en la añoranza del bien futuro, que será la mejor experiencia que podré tener jamás pues será la vivencia del bien supremo. Me da la fuerza necesaria para emprender un camino de progreso ahora, que se traducirá en la plenitud del gozo al alcanzar el bien mayor, que es la vida eterna feliz junto a Dios nuestro Padre. Solo se verá cumplida si la persigo como verdadera esperanza teologal, buscando alcanzar y cumplir las "pequeñas esperanzas" hoy, en esta vida actual que vivo. "Nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia". Esta espera actual no es de ninguna manera pasiva. Nos lleva a la construcción de la ruta y al llenado de las condiciones para que se cumpla la esperanza mayor, la de la llegada al Reino de los cielos. La vivencia del Amor eterno no será, de este modo, otra cosa sino confirmación inmutable de lo que ya se ha ido viviendo en esta vida.

Jesús compara ese Reino de Dios que se va estableciendo en el mundo, con el grano de mostaza y la medida de levadura en la masa. Es justamente ese ínterin en el que cada hombre tiene su tarea. No se trata de aspavientos o de acciones ruidosas, sino de la sencillez y el silencio con el cual se va imponiendo el mismo amor. El amor no hace ruido ni es estrambótico. Así, con la pequeñez de la semilla de mostaza y la obra callada y silenciosa, desde dentro mismo de la humanidad, como la de la levadura en la masa, ese amor de Dios va haciendo su obra, transformando la realidad, con la sociedad de quien vive activamente su esperanza de un mundo futuro mejor. La semilla de mostaza que se convierte en un arbusto que acoge a las aves del cielo significa un Reino de Dios que quiere abrir los brazos para acoger a todos, sin dejar a nadie por fuera. En ese arbusto, que es la representación del mismo Dios que está con los brazos abiertos, podremos anidar todos. Y debemos empezar a hacerlo desde ya. "El Reino de Dios ya está entre ustedes", nos dice Jesús. La esperanza final, la teologal, que nos invita a añorar el estar presentes para toda la eternidad ante Dios, nos invita antes a vivir las pequeñas esperanzas de estar ya en esa presencia bendita en cada acto bueno que llevamos adelante hoy. La medida de levadura que hace crecer la masa es el significado de mi acción hoy, que hace que esa presencia del Reino en el mundo sea cada vez mayor, pues desde mi experiencia del amor de Dios y del amor a los hermanos, voy contagiando a todos con el deseo de vivir ya eternamente y sin mutaciones ese amor en los brazos del mismo Dios de amor. En efecto, la Esperanza, virtud teologal, es el motor que me sostiene en este empeño por hacer presente el Reino de Dios en este mundo mío. Es lo que me sostiene con ilusión en las obras buenas que puedo emprender para adelantar la experiencia del Reino ya. Ver las pequeñas metas de amor cumplidas, me hace adelantar el gozo que será pleno en la eternidad. Me hace vislumbrar y añorar con mayores fuerzas y con ansiedad santa aquel tiempo futuro en la que lo único que viviré será el amor.

Siendo dones amorosos de Dios que, con nuestra vida, al insuflar en nuestras narices el hálito vital, nos regaló cada una de esas virtudes como fortalezas que poseemos para el camino de nuestra vida, la manera de vivirlas con cada vez mayor intensidad es mantenernos unidos a Él. Y al haber sido puestas en nuestras manos como responsabilidad personal de cada uno, sabiendo que vienen de Él como de su fuente, las asumimos también como tareas propias. La manera de hacerlas crecer y de desarrollarlas es poniéndolas por obra. La Fe crece creyendo. La Esperanza crece esperando. El Amor crece amando. Por eso, nuestra vida será cada vez mejor si a esas fuerzas infundidas que Dios ha colocado en nuestro ser sumamos nuestro empeño en adelantar el Reino de los Cielos mediante nuestra práctica de las virtudes teologales, convirtiéndonos en sus obreros aventajados en un mundo en el que hace tanta falta elevar la mirada para esperar ese mundo mejor que se dará en la eternidad, del cual podemos tener algún signo ahora en la experiencia que podamos tener cuando pugnamos por vivir sus signos viviendo las virtudes. Somos hombres de Fe, de Esperanza y de Amor. Ellas deben ser el motor para lograr ahora un mundo mejor que sea adelanto del mundo de gozo inmutable que viviremos en la eternidad.