Es razonable que esto fuera así. Si nos detuviéramos solo en la consideración numérica de lo que representaba el pueblo de Israel, concluiríamos que hubiera sido realmente absurdo y exagerado el que el Hijo de Dios hubiera asumido una misión que representaba para Él el máximo sacrificio, el derramamiento de la sangre sagrada del hombre que era Dios, su sufrimiento extremo hasta la muerte, sólo en favor de un puñado de hombres. Israel era un pueblo realmente insignificante, rodeado de otros pueblos más numerosos y poderosos. Ciertamente era el pueblo elegido de Dios, lo cual resulta sorprendente por cuanto era mínimo, comparado con todos los demás. Dios mismo había mostrado su favor hacia ellos en muchas ocasiones, haciéndolos triunfar sobre los demás. Y había también dejado bien clara su intención de tomar a Israel para que desde él la salvación llegara a todos los hombres. "La salvación viene del oriente". No obstante, hubiera sido un gasto exageradamente dispendioso que el Hijo de Dios, el hombre que era Dios, derramara toda su sangre por apenas unos cuantos. Esa sangre es infinitamente valiosa. Y fue derramada por todos. La salvación alcanzada por el sacrificio de Jesús no es agotada para unos pocos. Alcanza para todos los hombres de todas las geografías y de todos los tiempos.
Por eso, desde el Antiguo Testamento esto va quedando establecido. El mismo Jesús les echa en cara a los judíos esto: "Puedo asegurarles que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio". Ni Sidón ni Siria eran territorios israelitas. Esa curación de Yahvé superaba las fronteras. La Gracia divina no podía quedar confinada a unas fronteras humanas. Si ya en el Antiguo Testamento esto estaba claro, con la llegada del Redentor lo estaba aún más. "Yo he venido para que tengan vida, y vida en abundancia". No es posible poner límites a esta intención de Jesús. En la Última Cena, Jesús, "tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo:– Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes; hagan esto en memoria mía. Después de cenar, hizo lo mismo con la copa diciendo: – Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes (y por muchos)". No hay exclusión de nadie en su deseo de entregarse para redimir.
Siendo, por lo tanto, la intención salvífica de Jesús englobante y universal, la responsabilidad de ganarla queda en nuestras manos. No se trata de "comprarla" ni de "merecerla". Ella es totalmente gratuita y voluntaria en Dios. Pero sí debemos manifestar, con nuestras obras y nuestras palabras, nuestra conciencia de que ella viene solo del Dios salvador y nuestro deseo de disfrutarla. Este reconocimiento lo hizo Naamán al obtener milagrosamente la limpieza de su lepra: "Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel". Y también, el único extranjero de los diez leprosos curados por Jesús: "Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano". El agradecimiento contenía en sí mismo el reconocimiento del poder salvífico de Dios y su gratuidad, y la gratitud por haberlo hecho una realidad en ellos. Es lo único que pide Dios a todo el que quiere ser beneficiado por su amor y su poder. El himno paulino establece claramente lo que todos los que recibimos los bienes y las gracias divinas debemos guardar en nuestro corazón: "Pues si morimos con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo". Es el Dios que ha venido a salvarnos y no a condenarnos. Es la fuente de todas las bendiciones que podemos recibir. Es quien quiere que tengamos nuestros corazones bien dispuestos para recibir y saborear la dulzura de su amor y su salvación.
Este es el Dios que quiere salvarnos a todos nosotros. No porque nos lo merezcamos, sino simplemente porque nos ama. Quiere que su salvación llegue a cada uno de nosotros, que ocupamos un lugar entre todos los que Él quiere hacer llegar su salvación. Ella es universal, por lo tanto, también para cada uno. No es una salvación etérea, sino que se hace concreta en ti y en mí. Tenemos muchas lepras que necesitan ser limpiadas. Jesús espera que seamos fieles, obedientes y agradecidos. Que reconozcamos que es solo de Él que puede venir nuestra limpieza. Como aquel leproso que con la máxima humildad y confianza en el amor todopoderoso de Jesús, se acercó a Él y le dijo emocionado: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Que esta sea nuestra actitud y nuestra oración. Que reconozcamos que Jesús es la fuente de todas nuestras bendiciones, que conscientes de eso nos acerquemos confiados y humildes a su amor, y que imploremos nuestra limpieza, esa que solo puede venir del Dios que nos ama con amor eterno, más de lo que nos podemos imaginar.
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