El tema de la humildad es un tema recurrente en los labios de Jesús. No se cansa de repetir su exigencia una y otra vez. Es que no hay nada que nos aleje más del amor de Dios, de su misericordia y de su obra de salvación, que la soberbia, el egoísmo y la vanidad. Creernos autosuficientes, desligados totalmente de la Gracia divina, de la providencia de Dios, de la misericordia y el perdón que Él quiere derramar en nosotros, cierra todas las posibilidades de gozar ahora y por toda la eternidad de la dicha de sabernos suyos. Al que así obra le tocará buscar satisfacer esas ansias de eternidad que por naturaleza, por la voluntad eterna del Creador, tiene como semilla en su ser, únicamente en sus propios logros, mediante su propia sabiduría. El esfuerzo apuntaría a buscar la trascendencia no en sí mismo, en su referencialidad al Dios eterno y todopoderoso, sino en sus obras, en su descendencia, en la memoria colectiva. Evidentemente, para el que tiene en su ser esas ansias de trascendencia naturales, esa referencia esencial a lo eterno, la autoreferencialidad será siempre insatisfactoria, incompleta, y por lo tanto, frustrante. Desconectar al hombre de Dios es la tarea que se ha impuesto el demonio. Él, maestro de soberbia, de egoísmo y de vanidad, no quiere estar solo en esta batalla en la que será a todas luces perdedor. Quiere sumar más adeptos a su causa y por eso alimenta esa soberbia, haciéndonos creer que no necesitamos de Dios para nada, mucho menos para trascender. Fue su soberbia la que lo hizo ponerse de espaldas a su Dios y desobedecerlo en la raíz de su voluntad. Y desde aquel fatídico momento ha querido infestar al mundo y al hombre con su misma actitud.
El antídoto para este veneno es muy simple. Sorprendentemente simple, tomando en cuenta lo complejo en que puede derivar la contaminación que logra ese veneno. Dios nos invita a la sabiduría. No a una sabiduría como la entendemos normalmente, basada en la acumulación de conocimientos, de conceptos, de información, sino en lo que, incluso etimológicamente, significa la misma palabra. Es una sabiduría que apunta a saborear, a probar el sabor, a disfrutar realmente de ese sabor de Dios. Así, la mejor sabiduría es la que se basa en el tener en el corazón la experiencia sabrosa de Dios, de su amor, de su misericordia, de su perdón, de su providencia, de su voluntad salvífica. Es saborear el camino de felicidad que nos sugiere el sabernos amados infinitamente y conducidos por su mano paternal al logro de esa experiencia para toda la eternidad. Es el saber que jamás se tendrá una experiencia más gratificante que abandonarse en Aquél del cual solo obtendremos satisfacciones, alivio, consuelo, dicha. Es tener la sensación de que estando en sus manos incluso las experiencias dolorosas adquirirán sentido y nos dejarán siempre alguna riqueza. Que la propia existencia alcanza el culmen de su sentido pues está encaminada irrefutablemente hacia la vida plena en Él, que lo llenará todo, y "será todo en todos", dándole su plenitud.
Conocer a Dios, tener su sabor, es una experiencia ante todo de amor. No conoce más a Dios el que se ha llenado de ideas teológicas, profundizando en los escritos de los más grandes teólogos de la historia, sino el que ha abierto su corazón a la experiencia profunda, gratificante y dichosa de su amor. A Dios lo conocemos en el amor. Conoce a Dios mejor solo el que entra en la misma dinámica de su amor, amando y dejándose amar. Por eso Jesús invita a todos a acercarse a su corazón amoroso: "Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera". No promete Jesús el cese de todas las circunstancias negativas, sino el alivio y el consuelo en medio de ellas recibiendo su amor. La felicidad no está en la ausencia del dolor, sino en la convicción de que en Jesús tendremos siempre un consuelo y un alivio y en que no caeremos en el vacío del dolor sin sentido. Es saber que siempre podremos contar con Él y con su amor en medio de cualquier sufrimiento.
Para vivir esta experiencia tan hermosa y tan entrañable es necesaria la humildad, la verdadera sabiduría. Es necesario hacerse pequeños, conscientes de que nosotros no tenemos todas las respuestas y de que no podremos darnos nosotros mismos las satisfacciones que solo pueden venir de Aquél que nos promete el ser felices. Es tener la suficiente confianza en el que no nos puede engañar diciéndonos que seremos felices en Él, pues nos ha demostrado la sinceridad de su amor por nosotros entregándose a un sufrimiento trágico y a una muerte atroz, sin tener que haberlo hecho, movido solo por ese inmenso amor que nos tiene. Esa ha sido la prueba contundente de que su amor es absolutamente sincero y cierto, y de que todo lo que surja de sus labios como promesas de felicidad para quien lo siga, será siempre verdadero. Lo mejor para nosotros es hacernos pequeños y humildes, abriendo nuestro corazón a la experiencia del amor, para hacernos verdaderamente sabios, pues tendremos el sabor dulce y gratificante del amor infinito de Dios en nuestros corazones y ese será el combustible que nos conducirá a la eternidad, donde tendremos la experiencia interminable del abrazo eterno de amor que Dios nos dará.
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