La soberbia es, podríamos decir, la raíz de todos los males del hombre. Desde que el demonio inoculó en el espíritu humano la ilusa posibilidad de ser como dioses, deshaciendo así supuestamente la suprema superioridad de Dios, colocándose él mismo en el centro de todo, se inició la trágica marcha hacia la debacle de la situación idílica que se vivía en la creación desde el origen. Los hombres supusieron que la orden de Dios, al prohibir comer del fruto del árbol del bien y del mal, era una simple artimaña para conservar con oscura intención una supremacía casi tiránica sobre todo. La realidad era que esa representaba la única forma de conservar el orden para que todo mantuviera la armonía radical que debía tener. La pretensión de Dios no era de ninguna manera malsana. Al contrario, era una motivación profunda de amor por las criaturas, para que éstas vivieran siempre en una armonía satisfactoria, teniendo a la mano todos los medios para conservarla y para luchar para que nunca se perdiera. Dios sabía muy bien lo que quería. Su inteligencia infinita, traspasada por su amor eterno por el hombre, había diseñado un plan que, de cumplirse perfectamente, sostenía una situación de idilio inmutable. Se trataba de que hubiera una relación perfecta del hombre con Dios, consigo mismo y con las demás criaturas. La prueba de esto está en que apenas dejó de cumplirse este plan, comenzó a reinar el caos total en el mundo. Sacar a Dios del centro de todo, pretender hacerse como dioses, trajo como consecuencia un desorden absoluto.
La humildad es la solución. Jesús pone en evidencia cuál es el camino correcto, cuando pone el ejemplo de los dos que se acercan al templo a hacer oración. El fariseo pone el acento en lo que él ha ido haciendo: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. A este poco le importa Dios. Ese es el menos importante. El que importa es él, que hace tantas obras buenas. ¡Y puede ser cierto lo que dice! Sus obras seguramente eran buenas. Pero perdían todo su valor cuando daba todo el crédito a su propio esfuerzo. Él se ganaba todo el reconocimiento y obtenía todo el prestigio. Colocándonos en la mente del fariseo, casi esperaríamos que Dios mismo lo aplaudiera por ser tan bueno. En ningún momento pasó por su mente reconocer que el bien que hacía podía venir de una gracia que Dios colocaba en él. Aun cuando da gracias a Dios por eso, suena más bien a que el mismo Dios debe darle las gracias por ser tan buena persona. El fariseo pensaba que se salvaba él mismo por sus buenas obras y no daba ningún crédito a la obra del Dios salvador en él. Por el otro lado está el publicano, un pecador público, un judío despreciado por los mismos judíos por colocarse al servicio del imperio romano invasor cobrando impuestos para el César. No se atreve ni siquiera a elevar su mirada ante el Señor y se golpea el pecho en señal de arrepentimiento por sus culpas. No busca justificarse ni obtener reconocimiento. Solo quiere que el Señor lo mire con amor y compasión y se abandona totalmente en su misericordia, sin desear nada más: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Era la oración más sencilla que se podía hacer, pues no tiene otra pretensión fuera de la de reconocer a Dios como superior, el único ante quien nos debemos humillar, el único que puede remediar nuestro males y que puede elevarnos y sacarnos de nuestra situación de postración.
Esa oración del publicano compendia perfectamente la actitud de quien se sabe totalmente dependiente del Dios de amor. Es el remedio ideal para aquella pretensión primera de la soberbia que busca eliminar a Dios de la vida del hombre. Coloca de nuevo a Dios en el lugar que le corresponde, que es en el centro de la vida. Y con ello, se asegura que se transita de nuevo por las rutas originarias de la armonía radical. Es la clave para el reconocimiento de que sin Dios no somos nada, sino solo un ruido que pretende elevarse para obtener el reconocimiento de nuestros vacíos en las obras que hacemos por nosotros mismos sin reconocer la presencia de Dios en nuestras vidas. Es evitar el hinchamiento de nosotros mismos en desmedro del lugar destacado que debe ocupar Dios. San Agustín lo refiere a quien se centra solo en lo intelectual: "El mucho saber hincha, y lo que está hinchado no está sano". Parafraseándolo y aplicándolo al hombre soberbio, podríamos decir: "La soberbia hincha, y lo que está hinchado no está sano". El fariseo no necesitaba de Dios. Ya era suficiente su propio esfuerzo. El publicano reconoció que necesitaba totalmente de Dios. Por eso es justificado: "Les digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". Es la sentencia final de Jesús ante el caso de estos dos hombres.
La oración del humilde es escuchada con atención y ternura por Dios. Aun cuando no existe en Él acepción de personas, sí existe una preferencia por la oración que descubre una actitud confiada y abandonada en su amor y su misericordia. Él saldrá siempre en favor del sencillo, del desprotegido, del que ha puesto solo en Él su confianza. "La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia. El Señor no tardará". Y el final del camino de quien así se ha confiado en Dios será de entrada a la paz definitiva, a la armonía sin fin, a la felicidad plena, a la plenitud del gozo en el amor de Dios. Será la experiencia eterna del amor, en la cual habrá un abrazo infinito e interminable entre el Dios amoroso y el hombre que ha confiado solo en Él: "Me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. ... El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén". Será la confirmación para toda la eternidad de lo que se ha vivido ya en la vida cotidiana. Se verificará así que la salvación no viene de lo que hago, sino que solo viene de Dios y que solo el que en Él se confía radicalmente la obtendrá. Haber colocado a Dios en el centro, despojándose de toda soberbia y de toda pretensión de autosatisfacción por las obras buenas de las que se pueda alardear, asegurará ser colocado entre los primeros del Reino eterno. Será la suprema exaltación que hará el mismo Dios de los que han sido humildes reconociendo que sin Él no son nada y de que todo beneficio sale de sus manos llenas de amor e infinitamente providentes. Es vivir ya para toda la eternidad el mismo amor que se experimentó en el día a día de la humildad y la sencillez, haciéndonos los últimos en las manos de Dios.
Crea en mi Señor, un corazón humilde.. excelente reflexión y muchas gracias
ResponderBorrarTe pido mi Señor Dios misericordia por mis faltas y me des más luces para despojarme de ellas, y mi corazón te siga teniendo como fuerza ante el maligno para seguir llevando mi vida hacia ti con los frutos que esperas por ti. Hazme fuerte para glorificarte
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