Las virtudes teologales son las fortalezas que Dios mismo infunde en el corazón de los hombres para que puedan solidificarse en su seguimiento convencido y confiado. Son las herramientas con los cuales cada uno puede tener la persuasión de que el camino que lleva es el correcto y de que tendrá siempre la fuerza necesaria para seguir en él. Esa posesión de medios necesarios para avanzar convierte a la convicción en persuasión, por lo cual el camino se hace más llevadero y seguro. A pesar de los posibles inconvenientes, que pueden llegar a ser estorbos o incluso obstáculos, los medios que se poseen dan las armas necesarias para enfrentarlos y superarlos. La virtud, en efecto, significa valor y hace referencia a la fuerza que posee el guerrero que enfrenta una batalla. En este sentido, Dios no solo nos ha creado desde su amor infinito, sino que, movido por ese mismo amor, nos ha dado las herramientas necesarias para que cumplamos perfectamente el ciclo al que Él mismo nos convoca. Hemos surgido de su amor y estamos llamados a volver a ese mismo amor. En el ínterin, cada uno se hace responsable del itinerario que sigue, pero teniendo a la mano las fortalezas con las que Dios lo enriquece. Por ello, las virtudes que se refieren a Dios, las virtudes teologales, habiendo sido donación amorosa de Dios, son también tarea del hombre. Dios ha colocado la semilla de cada una de ellas en nosotros, pero dejándonos la responsabilidad de hacerlas crecer y de desarrollarlas en función de la meta a la que hemos sido llamados.
Jesús compara ese Reino de Dios que se va estableciendo en el mundo, con el grano de mostaza y la medida de levadura en la masa. Es justamente ese ínterin en el que cada hombre tiene su tarea. No se trata de aspavientos o de acciones ruidosas, sino de la sencillez y el silencio con el cual se va imponiendo el mismo amor. El amor no hace ruido ni es estrambótico. Así, con la pequeñez de la semilla de mostaza y la obra callada y silenciosa, desde dentro mismo de la humanidad, como la de la levadura en la masa, ese amor de Dios va haciendo su obra, transformando la realidad, con la sociedad de quien vive activamente su esperanza de un mundo futuro mejor. La semilla de mostaza que se convierte en un arbusto que acoge a las aves del cielo significa un Reino de Dios que quiere abrir los brazos para acoger a todos, sin dejar a nadie por fuera. En ese arbusto, que es la representación del mismo Dios que está con los brazos abiertos, podremos anidar todos. Y debemos empezar a hacerlo desde ya. "El Reino de Dios ya está entre ustedes", nos dice Jesús. La esperanza final, la teologal, que nos invita a añorar el estar presentes para toda la eternidad ante Dios, nos invita antes a vivir las pequeñas esperanzas de estar ya en esa presencia bendita en cada acto bueno que llevamos adelante hoy. La medida de levadura que hace crecer la masa es el significado de mi acción hoy, que hace que esa presencia del Reino en el mundo sea cada vez mayor, pues desde mi experiencia del amor de Dios y del amor a los hermanos, voy contagiando a todos con el deseo de vivir ya eternamente y sin mutaciones ese amor en los brazos del mismo Dios de amor. En efecto, la Esperanza, virtud teologal, es el motor que me sostiene en este empeño por hacer presente el Reino de Dios en este mundo mío. Es lo que me sostiene con ilusión en las obras buenas que puedo emprender para adelantar la experiencia del Reino ya. Ver las pequeñas metas de amor cumplidas, me hace adelantar el gozo que será pleno en la eternidad. Me hace vislumbrar y añorar con mayores fuerzas y con ansiedad santa aquel tiempo futuro en la que lo único que viviré será el amor.
Siendo dones amorosos de Dios que, con nuestra vida, al insuflar en nuestras narices el hálito vital, nos regaló cada una de esas virtudes como fortalezas que poseemos para el camino de nuestra vida, la manera de vivirlas con cada vez mayor intensidad es mantenernos unidos a Él. Y al haber sido puestas en nuestras manos como responsabilidad personal de cada uno, sabiendo que vienen de Él como de su fuente, las asumimos también como tareas propias. La manera de hacerlas crecer y de desarrollarlas es poniéndolas por obra. La Fe crece creyendo. La Esperanza crece esperando. El Amor crece amando. Por eso, nuestra vida será cada vez mejor si a esas fuerzas infundidas que Dios ha colocado en nuestro ser sumamos nuestro empeño en adelantar el Reino de los Cielos mediante nuestra práctica de las virtudes teologales, convirtiéndonos en sus obreros aventajados en un mundo en el que hace tanta falta elevar la mirada para esperar ese mundo mejor que se dará en la eternidad, del cual podemos tener algún signo ahora en la experiencia que podamos tener cuando pugnamos por vivir sus signos viviendo las virtudes. Somos hombres de Fe, de Esperanza y de Amor. Ellas deben ser el motor para lograr ahora un mundo mejor que sea adelanto del mundo de gozo inmutable que viviremos en la eternidad.
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