La razón última de la salvación radica en la confesión de esta verdad fundamental y en la acomodación de la vida según lo que ella exige. Desde el mismo inicio de la historia de la salvación, la fe que destaca y es digna de admiración en Abraham, nuestro padre en la fe, apuntaba a este día glorioso de la Pascua, de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Todos los acontecimientos que se relatan en el Antiguo Testamento, desde la elección de Abraham para ser el padre de multitudes en la fe hasta la aparición de Juan Bautista como el anunciador de la llegada del "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo", apuntan a este día glorioso, en el que se verificará todo lo que está anunciado y que resultará en la victoria de Jesús sobre el mal y sobre la muerte, y tendrá como consecuencia la salvación de la humanidad entera. Por eso, Pablo afirma a los romanos: "Y no sólo por él (Abraham) está escrito: «Le valió», sino también por nosotros, a quienes nos valdrá si creemos en el que resucitó de entre los muertos a nuestro Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación". El objetivo de este anuncio del kerygma es que produzca en cada uno de los que lo escucha una respuesta de adhesión total. Una asunción de ella como una verdad personal, que transforma la propia vida. Hacerla de tal manera propia, que marque totalmente el existir cotidiano. Se trata de que no se quede simplemente como un anuncio exterior, como si se escuchara una noticia atractiva, sino que implique de tal manera al oyente que la asuma y la haga colorear cada aspecto de la propia vida. Es una transformación radical que hace que ese anuncio sea verdaderamente kerygmático, pues produce en quien la acepta el júbilo y el gozo de saberse amado al extremo, sujeto de ese deseo irrefrenable de Dios de salvarlo, entregando a su propio Hijo para lograrlo, y llamado a vivir eternamente en la felicidad celestial que nunca se acabará.
Por eso, toda otra realidad que se pueda vivir en esta vida, pasa a un segundo lugar, dependiente totalmente de la experiencia propia de haber sido salvados, y de vivir como hombres nuevos desde el sentimiento del gozo por vivir ese amor redentor del Dios eternamente amoroso. Nada hay que llene de mayor felicidad que haber experimentado en la propia vida la sensación de la liberación total de la carga de la culpabilidad del pecado, de la condenación asegurada por la soberbia de haber querido hacerse como Dios, de la desgracia de haber perdido la condición de hijos amados del Dios eterno, de haber desechado la posibilidad de entrar en el gozo eterno del cielo junto a Dios y sus elegidos. La obra reparadora de Jesús destruye todo ese mal y alcanza para nosotros la restitución de todas las prerrogativas de las que gozábamos antes del pecado de Adán y Eva. Ya la muerte no tiene la última palabra. La tiene la Vida, el Amor, la Gracia. Por eso la pregunta gozosa que sigue a la vivencia del kerygma es: "¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?"
Nuestro interés debe estar entonces en hacer que sea plena la vivencia de la noticia gozosa del kerygma. Ninguna otra realidad debe obnubilarla. Nada debe estar por encima de ella. Se trata de que vivamos todos los aspectos de nuestra vida conscientes de nuestra dependencia total de la salvación que nos alcanza Jesús. No es lo que nosotros podamos lograr lo que le da sustento a nuestra vida, aunque es totalmente lícito que en todo pongamos nuestro mejor empeño. Para eso Dios nos ha enriquecido con capacidades, con dones y talentos, para que avancemos en nuestro bienestar de vida. Lo que no debe suceder nunca es que lleguemos a pensar que nuestra comodidad, nuestro progreso, nuestro bienestar, es el fin último de nuestra existencia. Nuestro fin último es vivir el gozo de la salvación, y por tanto, está realmente en las manos de Dios. No somos nosotros lo que nos la procuramos. Es el amor inmenso de Dios por nosotros el que lo logra. A nosotros nos corresponde poner lo mejor de nosotros mismos para hacer lo que nos corresponde, siempre con la conciencia de que esta vida es simplemente un pasaje para la eternidad feliz a la que estamos llamados. No debemos colocar toda nuestra esperanza en nuestros días, sino en los días que nos tiene Dios reservados. Por eso, tiene mucho sentido la llamada de atención de Jesús con la parábola que nos pone sobre aviso a no dejarnos robar el corazón por la codicia, pensando que nuestra vida se reduce a la acumulación de bienes: "Miren: guárdense de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes ... 'Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?' Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios".
El deseo profundo de Dios al habernos creado es que nos mantengamos a su lado. Y todo lo pone en nuestras manos para que avancemos en esa ruta y seamos cada vez más sólidos en nuestra conciencia de ser llamados a una eternidad feliz junto a Él. Nada debe distraernos de ello. Ningún ídolo que podamos fabricarnos, como lo hizo Israel en el desierto, puede sustituir al Dios que nos ha sacado de la esclavitud del pecado y nos conduce a la meta final de la felicidad que nunca se acaba junto a Él. La vivencia del kerygma debe ser una vivencia personal. Debemos sentir en los más profundo de nuestro ser que esa noticia maravillosa se pronuncia para nosotros. Que Jesús fue enviando por el Padre para nuestra salvación, que murió por amor a nosotros asumiendo nuestras culpas, que resucitó al tercer día venciendo a la muerte para regalarnos esa victoria a cada uno, y que ascendió a los cielos abriéndonos a todos el camino que también transitaremos para llegar a la felicidad eterna en el cielo con Él. Cualquier otra cosa es secundaria, aunque sea importante. No vivimos para quedarnos en esta vida. Vivimos para la eternidad. Este es nuestro kerygma, este es nuestro gozo, a esto estamos llamados.
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