viernes, 3 de julio de 2020

Vivir la felicidad plena creyendo en lo que no se ha visto

Vespertina, la Fiesta de Santo Tomás, Apóstol – Los Oficios diarios

Una de las corrientes filosóficas que ha adquirido mucho peso en nuestra época actual de emancipación humana, en la que se exalta al hombre por encima de toda realidad, incluso por encima de los demás hombres, cuando darles cabida implicaría el rebajamiento de alguna de las propias libertades o apenas la sensación de impedir el desarrollo de cualquiera de los derechos individuales que, según ese movimiento hiperhumanista, nunca deben ser conculcados, ni siquiera en favor de un bien común que ha quedado de tal modo difuminado que no se sabe qué es realmente, y que, por lo tanto, desemboca en la no asunción de deberes cuando estos se refieren a ese bien común que no se conoce bien y que por lo tanto no tiene nada de común, es el positivismo. En su declaración básica el positivismo promulga la existencia solo de aquello que puede ser demostrado científicamente. Solo lo que es evidente a los sentidos tiene entidad. Lo intangible, lo que no es sensible, la realidad espiritual, al no ser posible comprobar su existencia racionalmente ni con un método científico básico, debe ser desechado. Aceptar su existencia implicaría un retroceso a lo primitivo, por cuanto se estaría vaciando de su absoluta y única grandeza a la mente humana, que sería de esta manera la gran juez que dictaminaría lo que existe y lo que no existe. El hombre, de esta manera, es quien dictamina, en el ejercicio de un discernimiento mental basado en la ciencia, que al no existir un mundo distinto que el evidente a los sentidos, no existe Dios. Nada hay, entonces, por encima del hombre. Se proclama así la plena soberanía del hombre que ha llegado a ese lugar por el evidente juego de la naturaleza, en el que solo tendría cabida una explicación de ello por la teoría de la evolución, desechando de esa manera cualquier otro tipo de intervención que pudo haberse dado. De esta manera hay vía libre para declarar al "superhombre", que se ha hecho a sí mismo, y que tendría todo el derecho de seguir dando pasos para que esa autoafirmación sea cada vez más firme. 

Si pudiéramos poner un personaje que tipifique al positivista, lo encontramos rápidamente en Santo Tomás. Su actitud ante los apóstoles que felices le informaban sobre la presencia de Cristo resucitado ante ellos, "Hemos visto al Señor", en la oportunidad que se les apareció estando él ausente, es la típica del positivista: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo". El apóstol requería de esa comprobación de los sentidos para creer aquello de los que los otros ya estaban convencidos por cuanto lo habían vivido. Y estaban llenos de alegría, lo cual ni siquiera sirvió para crear en él una inclinación a creer. Es impresionante que ni siquiera el testimonio de sus amigos, que eran más bien casi hermanos, sirvió para que su mente pensara en la posibilidad de que fuera verdad lo que le decían. La mente positivista no se satisface por el testimonio de terceros, pues ello es solo confianza o fe, lo cual no entra en sus criterios de veracidad. Santo Tomás no es el único. De alguna manera todos somos herederos de una mentalidad similar, cuando pretendemos que en el orden espiritual se presenten evidencias físicas que nos terminen de convencer. Cuando necesitamos de acciones evidentes de Dios para sustentar mejor nuestra fe lo demostramos. Incluso cuando sentimos que Dios no escucha nuestros ruegos y "se olvidó" de nosotros, sucumbimos en cierta manera a esta mentalidad positivista. Lo contrario de la mente positivista es la fe, que se basa, no en criterios de comprobación física para la veracidad, sino en "creer en lo que no se ve", basando su conclusión, no en la evidencia científica, sino en la confianza. La fe requiere de una experiencia que va mucho más allá de lo cotidiano y lo normal, y se remonta a lo emocional. No deja de ser racional, pues no se basa en absurdos, sino en lo más razonable que existe que es lo que se alinea con la realidad espiritual que hay en el hombre, lo cual es incontestable. Esa realidad espiritual está toda ella traspasada también por la racionalidad. Es la mente la que hace que el hombre pueda remontarse a las alturas que van más allá de lo simplemente material. Lo despega de la corporalidad, lo que en cierta manera sustenta el mejor argumento contra un positivismo radical. La mente es capaz de "imaginarse" lo que para la materia es imposible de alcanzar. Y en las cuestiones de fe, esto pasa a ser no solo "imaginación" sino absoluta realidad espiritual.

Las cosas espirituales no son, como lo declara el positivismo, cosas absurdas o sin sentido. Son absolutamente reales, aunque no puedan ser comprobadas científicamente. Así como la existencia del amor no puede ser negada ni siquiera por los positivistas, aunque trataran de explicarlo por la vía hormonal o de decisión voluntaria de la mente, siempre quedará la penumbra del sentimiento que no tiene explicación definitiva de la ciencia. Por ello, lo más razonable para la mente positivista es aceptar lo complejo que resulta el esfuerzo por querer explicarlo todo científicamente, cuando la evidencia lo hace imposible, y que existe aun aquello que no se puede explicar. Tuvo que aceptarlo Santo Tomás: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente'. Contestó Tomás: '¡Señor mío y Dios mío!' Jesús le dijo: '¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto'". La bienaventuranza se sustenta en el reconocimiento de la alegría de abandonarse confiadamente en el Dios que no necesita probar su existencia, pues es evidente y se hace más clara no solo por el reflejo que hay de Él en todo lo creado, sino por la experiencia de amor que tiene quien se acerca a Él con confianza, sabedor de que quiere llenarlo de felicidad y que quiere regalarle su salvación. La alegría está en saber que hay algo superior que da la plenitud en todo. En el amor, en la felicidad, en el poder, en la eternidad. No puede sentirla quien quiere tener todas las pruebas, por lo cual quedará de alguna manera siempre en la ansiedad y en la angustia de la autosatisfacción que no llega y por lo tanto no lo complace del todo, pues siempre quedará un vacío natural por llenar, que es el que ha dejado Dios en el hombre para llenarlo Él mismo. Cuando Santo Tomás comprendió esto no tuvo otra opción que caer de rodillas: "¡Señor mío y Dios mío!", haciendo la confesión de fe más profunda que existe. Jesús es el Señor y el Dios de Tomás. El hombre positivista pasó a ser el hombre de la fe. De modelo para el incrédulo devino en modelo para el que cree. Y nos dejó en herencia esa frase que resume perfectamente lo que creemos. Así, extrajo de Jesús una alabanza para todos los que vendríamos tras él: "Bienaventurados los que crean sin haber visto". Somos privilegiados por creer en lo que no hemos visto. Pero también porque experimentamos el amor infinito y eterno de Dios por nosotros, absolutamente real y presente en nuestras vidas, aunque no lo podamos demostrar científicamente.

3 comentarios:

  1. Señor mío Dios mio, gracias por alimentar mi Fe día a día.

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  2. Señor mío y Dios mío. Creo firmemente que te encuentras en el Smo Sacramento del altar. Aumenta mi Fe. No solo para creer en ti sino para ser tu testigo en los ambientes. Señor mío y Dios mio!!!!

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  3. Jesús dijo: Dichosos los que crean sin haber visto! En él vemos reflejada la grandeza humana, a pesar de nuestra poca fe, Cristo resucitado nos sigue amando creyendo en nosotros y ofreciéndonos su paz. Amen..

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