miércoles, 1 de abril de 2020

Si muero por Ti, viviré eternamente feliz en el amor

10 de abril de 2019 Miércoles de la... - Meditaciones Agnus Dei ...

El martirio es la forma suprema de dar testimonio de la fe. Mártir significa testigo, el que da testimonio. Desde tiempo inmemorial quienes se oponen a la fe han hecho que miles de hombres y mujeres hayan tenido que llegar a este punto extremo en la confesión y defensa de su fe. No son advenedizos que se convierten en ese momento de la muerte, aunque no están estos excluidos. Se han dado casos en los que la muerte de otros ha servido para la conversión y el testimonio final de la fe también por el martirio de algunos, pero son los menos. Lo normal es que el martirio sea el testimonio final de toda una vida llena de amor y confianza en Dios que, llegado el momento es puesta a prueba con la entrega de la propia vida lanzando el último suspiro amando al Señor. El martirio final, cruento, con derramamiento de sangre sería, así, la firma al final de una hoja escrita con una vida de fidelidad continua, de amor a Dios y a los hermanos, de asunción de la voluntad divina como voluntad propia, de testimonio vital de cercanía a Dios y a los suyos, de martirio lento y cotidiano. Es llegada expedita al reino de los cielos, pues se recibe el bautismo de sangre que abre ipso facto las puertas del cielo. Viene a la mente el relato del martirio de San Josecito, el adolescente mártir de la guerra cristera de México, que le dijo a su madre, que en el amor herido que sentía por su hijo trataba de convencerlo de desistir para salvar su vida, "Mamá, ¡pero si nunca antes ha sido tan fácil llegar al cielo!" Estaba convencido que detrás del sufrimiento momentáneo estaba la cortina que se abría para entrar en las moradas celestiales que prometía Jesús: "En el cielo hay muchas moradas. Me voy a prepararles sitio". Josecito reclamó la suya al sufrir el martirio. Son miles y miles los fieles que han recibido este premio por su fidelidad final. La perspectiva futura de vida en el amor eterno y en la felicidad sin par que nunca se acaba, fue aliciente suficiente para estos valientes de la fe. Pesó esto mucho más que el dolor del instante o la carga de sufrimiento por muy larga que fuera, pues lo futuro sería de compensación eterna. Se entiende así que muchos mártires agradecieran a sus verdugos el regalo que les estaban haciendo, pues les sellaban el billete para el viaje a la eternidad junto a Dios. No se trata de un masoquismo absurdo, como algunos pretenden empañar este momento glorioso. El masoquismo tiene su satisfacción en el sufrimiento. El mártir no goza en el martirio. Lo sufre horrorosamente. Es la asunción de ese dolor máximo como suprema y póstuma confesión de fe lo que gana el cielo. No el gozo, sino el dolor asumido y ofrecido. Entonces, sí vendrá el gozo. Un gozo eterno e incomparable. Infinito.

No es nueva esta forma de pretender que los fieles abdiquen de su fe. En el Antiguo Testamento encontramos muchos episodios de martirio. Recordemos el caso de los Macabeos, los perseguidos por causa de su fe por los reyes seléucidas, sobre todo el testimonio impresionante de los siete hermanos asesinados uno tras otro, animados a sostenerse en la fe por su propia madre, pues la esperanza de la eternidad era lo que debía motivarlos. Y la pretensión de Nabucodonosor, rey babilonio con los tres jóvenes judíos, Sidrac, Misac y Abdénago, nombres babilonios de Ananías, Azarías y Misael, quienes por encima de todo querían mantenerse fieles a Yahvé, y por no adorar a los dioses babilonios son condenados a morir en el fuego ardiente. Era la suerte de todo aquel que se negara a orar a los dioses. Muchos sucumbieron, evitaron la muerte y se plegaron a esta práctica blasfema para salvar sus vidas. Pero estos tres jóvenes se decidieron a mantener la pureza de su fe. "Si nuestro Dios a quien veneramos puede librarnos del horno encendido, nos librará, oh rey, de tus manos. Y aunque no lo hiciera, que te conste, majestad, que no veneramos a tus dioses ni adoramos la estatua de oro que has erigido". Pesaba más su determinación y su entrega a Dios que las amenazas de la muerte cruel que recibían. Estaban dispuestos a asumir el sufrimiento como itinerario para la entrada a la eternidad. Pero Dios no quería aceptar esa ofrenda aún. Los tres jóvenes debían seguir viviendo para seguir proclamando la gloria real de Dios. Por eso los reservó de la muerte cruenta en el horno de fuego. Dios envió a un ángel a resguardarlos, por lo que el rey preguntó: "¿Cómo es que veo cuatro hombres, sin atar, paseando por el fuego sin sufrir daño alguno? Y el cuarto parece un ser divino". Esto sirvió para que el rey reconociera al Dios de los jóvenes: "Bendito sea el Dios de Sidrac, Misac y Abdénago, que envió un ángel a salvar a sus siervos, que, confiando en él, desobedecieron el decreto real y entregaron sus cuerpos antes que venerar y adorar a otros dioses fuera del suyo". Aun cuando sufrieron el martirio, no murieron en él, pues Dios los resguardó de la muerte. Aún así, con ello también dieron testimonio extraordinario de su fe.

Este itinerario de martirio vital, lento, también lo vivió Jesús. Su periplo terrenal está plagado de desencuentros con aquellos que lo perseguían y lo confrontaban. Evidentemente, su final será el martirio cruento, con la muerte ignominiosa en la cruz. Así, Él dará testimonio supremo de quién es y de cuál obra es la que viene a cumplir. Su muerte, lejos de ser la anulación de su ser y de su obrar, les pone el sello de oro y los avala absolutamente. "En verdad, en verdad les digo: todo el que comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo los hace libres, ustedes serán realmente libres. Ya sé que son linaje de Abrahán; sin embargo, tratan de matarme, porque mi palabra no cala en ustedes. Yo hablo de lo que he visto junto a mi Padre, pero ustedes hacen lo que le han oído a su padre", les dice a los judíos que quieren ser sus discípulos. Jesús es insistente en el anuncio de lo que pretenden hacerle por decirles la verdad cruda: "Si ustedes fueran hijos de Abrahán, harían lo que hizo Abrahán. Sin embargo, tratan de matarme a mí, que les he hablado de la verdad que le escuché a Dios; y eso no lo hizo Abrahán. Ustedes hacen lo que hace su padre". Jesús, al final, sufrirá el martirio por anunciar la Verdad. Dará testimonio con su propia vida, y con ello pondrá su firma al testimonio que dará del Padre y de la misión que le ha encomendado. El martirio es el reconocimiento de que lo de Dios es infinitamente superior a lo propio. Nada tiene más valor que estar en Dios, que vivir su amor, que gozar de la felicidad eterna que Él promete. Y esa compensación es real en esta vida, cotidianamente. Nada satisface más al cristiano en sus días que saberse amado por Dios, cubierto por su providencia y su generosidad proverbial, animado a vivir en el amor a los hermanos y en la solidaridad con los más necesitados. Nada compensa más que el amor de Dios en el corazón de cada hombre y de cada mujer que vive. Por eso, si compensa infinitamente ya en esta vida, podemos imaginarnos la magnitud de esa compensación en la eternidad, cuando ya estemos cara a cara con Dios, recibiendo sin ningún obstáculo todo su amor y llenos de la felicidad eterna e infinita que nos dará saber que eso no cambiará jamás.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario