domingo, 19 de abril de 2020

Que te pueda confesar como Santo Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!

Santo Tomás, Apóstol - 21 de diciembre - FSSPX.Actualités / FSSPX.News

Santo Tomás ha pasado a la historia como el prototipo del incrédulo. El episodio del encuentro del Señor resucitado con los apóstoles, en el cual no se encontraba Tomás, que pone en duda la noticia que le transmitían los otros apóstoles sobre la aparición de Jesús, y en el que exige tocar las llagas de Cristo para creer, lo ha marcado para siempre. Tomás es el clásico positivista que exige pruebas físicas fehacientes y contundentes para poder rendirse ante las evidencias. De lo contrario, si esas pruebas no son presentadas, no creerá. "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo". Es contundente en su determinación. No habrá manera de convencerlo, ni siquiera aunque tenga a los otros diez como testigos que aseguran que lo han visto y que se les ha aparecido. Ciertamente es un poco cabeza dura, pues el testimonio de tantos debería haber sido suficiente para darle la credibilidad suficiente al acontecimiento. Sin  embargo, aunque ciertamente es extraña la reacción de Tomás, es un poco injusto el desprecio que hacemos de él, por cuanto, de alguna manera todos tenemos algo de Tomás en nuestras conductas. También nosotros somos deudores de ese positivismo que exige pruebas. Nos cuesta mucho rendirnos a las pruebas de fe, que no son materiales sino que van en la línea de la afectividad, del amor, del poder divino. Tomás eres tú y soy yo, cuando exigimos de Dios actuaciones evidentes, milagros a diestra y a siniestra, y cuando al faltar estos, perdemos la ilusión de seguirlo y de dar testimonio de Él. No somos capaces de hacer evidente para nosotros las acciones espirituales con las que Dios nos enriquece y nos eleva. La renovación de nuestras vidas, al recibir la gloria con la que Cristo ha vencido, al enriquecerse con el perdón de nuestros pecados, al tener nuevamente la posibilidad de irrumpir en el cielo como hijos amados de Dios, al ser realidades que pueden ser percibidas solo desde nuestra dimensión espiritual, quedan en el ámbito de lo dudoso. Es necesario para nosotros que haya pruebas contundentes que nos hagan rendirnos ante la evidencia física. La pérdida de noción de lo importante que es el componente espiritual de nuestro ser nos hace perder la riqueza que ello representa y quedarnos en la pobreza de lo solo material. Y, no obstante, debemos aceptar que esa realidad es, sin duda, la más determinante e importante, pues es la que prevalecerá y quedará para la eternidad. Las pruebas físicas, incluso ellas, desaparecerán para dar paso a la nueva realidad de los cielos nuevos y la tierra nueva.

Es interesante, de todas maneras, fijarnos bien en el proceso que sigue Santo Tomás. En la siguiente aparición de Jesús resucitado, Él lo conmina a comprobar lo que exigía: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente". Jesús, en su condescendencia amorosa con todos, le concede lo que ha pedido. Le invita a tocar sus llagas y comprobar que ciertamente es Él. Y Tomás, ante la evidencia, hace la primera confesión de todas las que se hacen después de la resurrección: "¡Señor mío y Dios mío!" Ya no existen dudas en su corazón. No necesita tocar las llagas. Es suficiente para Él tener a Jesús frente a sí para arrancar esa confesión de fe maravillosa. Él es su Señor y su Dios. Ya Tomás no tiene ninguna duda. Pasó de ser el mayor incrédulo y el prototipo de ellos, al creyente radical, confesando a Jesús como su Señor y su Dios. Y por lo que sabemos de su vida posterior, vivió solo para Él y entregó su vida dando testimonio fiel y hasta la muerte de su persona y de su obra. El incrédulo se dejó arrebatar el corazón y vivió toda su vida posterior solo para Él, su Señor y su Dios. También es injusto que pongamos el acento solo en el momento en que dudó y no en su confesión de fe, que es tan perfecta que ha pasado incluso a ser la oración de intimidad que hacemos normalmente en el momento de la consagración del pan y del vino que se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. La hacemos conscientes de que en las especies de pan y vino se hace presente Jesús, con todo su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad. Y lo hacemos con la oración de confesión de fe más maravillosa que se puede hacer, que es la de Santo Tomas, el supuesto incrédulo. "¡Señor mío y Dios mío!" No tenemos ninguna duda de que Jesús está allí, presente para ser nuestro alimento de eternidad y nuestro compañero de camino. Es el regalo que nos ha dejado desde aquel primer Jueves Santo, en el que adelantó su entrega y se quedó, dando rienda suelta a su deseo de permanecer entre nosotros hasta el fin de los tiempos. El Señor y el Dios nuestro es el mejor regalo que Él mismo nos ha dejado. Y lo percibió en su plenitud Santo Tomás, convirtiéndose en el perfecto creyente. Ya no es el prototipo del incrédulo, sino el que nos marca la pauta para tener una fe inquebrantable. Jesús es el Dios que se ha hecho hombre. Es el Señor que ha venido a nosotros. Es el que ha resucitado y el que está vivo y nos acompaña hasta el fin de los tiempos.

Por ello, alabamos al Señor por la obra que ha hecho en favor de nosotros. Nuestros Señor y nuestro Dios ha transformado radicalmente nuestra realidad: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva; para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a ustedes, que, mediante la fe, están protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final". Ya no somos hombres y mujeres sin perspectiva mayor. Tenemos a nuestra vista el futuro de gloria en el que habitaremos, gracias a la obra que Jesús ha realizado en nuestro favor. Es nuestro Dios y Señor, cuya obra es la más importante que se ha realizado. Nosotros ya no quedaremos en una realidad simplemente horizontal, con todo lo importante que es, pues en ella construiremos nuestro futuro y sembraremos las semillas de eternidad que cosecharemos, sino que esa perspectiva se abre a una eternidad que no finalizará jamás y que viviremos al lado de nuestro Padre celestial, amoroso y providente, que tiene reservada para cada uno una estancia en las moradas eternas. Nuestra fe nos mantiene en esa esperanza de eternidad: "Sin haberlo visto lo aman y, sin contemplarlo todavía, creen en él y así se alegran con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de su fe: la salvación de sus almas". Y en la vivencia de esa esperanza, estamos llamados a ser testimonio de Jesús y de su amor y salvación para el mundo. Nuestra conducta como cristianos será también causa de salvación para nuestros hermanos: "Todo el mundo estaba impresionado, y los apóstoles hacían muchos prodigios y signos. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Con perseverancia acudían a diario al templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y eran bien vistos de todo el pueblo; y día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando". Nuestra experiencia de fe será razón no solo para nuestra propia salvación, sino para todo el que viéndonos pueda sentirse atraído por Jesús, nuestro Dios y Señor. Nuestra confesión de fe y nuestra conducta son instrumentos que el Señor utiliza para seguir salvando a los demás. Ojalá lo asumamos y podamos llegar a muchos para que todos puedan ser salvados por el amor redentor de nuestro Señor y nuestro Dios.

1 comentario:

  1. Señor.mio y Dios mío. Mi fortaleza y mi escudo...Viniste Señor para quedarte con nosotros...que nuestros corazones tengan siempre la Fe para aceptarte y verte como nuestro Salvador. Gracias Mons por hacernos ver a Sto Tomas con los cristales de la verdad y la humildad

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