jueves, 9 de abril de 2020

Mi pecado te traiciona y te niega, pero aún así, tú me tiendes la mano

Catholic.net - Martes Santo

Ya se acercan los días de la entrega definitiva, y pareciera que Jesús los vive con una intensidad creciente, en unión con sus íntimos, los apóstoles, aquellos hombres a los que Él había elegido para que fuesen sus compañeros de camino en esos tres años en los que caminó por las tierras de Israel anunciando que el Reino de Dios ya estaba entre ellos y realizando las maravillas y portentos que habían sido anunciados para esa llegada: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor". Es lo que había hecho Jesús en ese tiempo y de lo cual habían sido testigos sus amigos íntimos. Para ellos ya era "normal" lo que para todos era absolutamente novedoso. Por eso, habían sido conquistados por Jesús. Su personalidad, su palabra atractiva, sus obras maravillosas, los habían atraído de tal manera que lo siguieron fielmente todo este tiempo. Si hubieran sentido alguna frustración, sin duda, se hubieran ido. Ni siquiera las crisis más profundas que se vivieron a su lado, como la de Cafarnaúm, cuando dio su discurso del Pan de Vida, donde daba a entender la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener la vida eterna, luego del cual muchos discípulos decidieron no seguirlo más, fueron suficientes para abandonarlo. Las palabras de Pedro, en nombre de todo el grupo, son reveladoras de su determinación: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Solo tú tienes palabras de vida eterna". Estos hombres, cada uno con su manera de pensar, con su personalidad definida, con su diversidad de origen y de intereses, formaban un núcleo sólido alrededor del Maestro. Ciertamente, en este itinerario la luz se fue dando paulatinamente. No es que estuviera definitivamente claro para todos quién era Jesús, cuáles eran todas las expectativas que se cumplían con su presencia y con su obra, cuál sería la manera de lograr la liberación del pueblo, de qué manera concluiría todo este programa de acción divina... El itinerario pedagógico elegido por Jesús requería estar atentos a lo que había sido anunciado en el pasado, purificarlo de todo nacionalismo xenofóbico absurdo, liberarlo de la idea de grandes gestas militares o políticas, e ir bañándolo de la obra de maravilla espiritual simbolizada en las curaciones, en los portentos y hasta en las resurrecciones, revestido todo de la mayor humildad y sencillez posibles. A algunos les costó muchísimo entrar en esta comprensión. A uno, sobre todo, le fue imposible.

Nos encontramos con el más duro de corazón de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote. Seguramente se había unido al grupo de Cristo pensando que ya era llegada la hora de la gran liberación de Israel del yugo romano. Rememoraría los acontecimientos de la liberación de la esclavitud en Egipto, en los cuales Yahvé desplegó su poder e hizo demostración ostensible de su favor hacia Israel. Creería en su corazón, no sin alegría y gozo humanos, que había llegado el momento en que ejércitos y poder divinos desbancarían de su poder a la gran Roma imperial. De alguna manera el itinerario propuesto por Jesús seguramente fue creando en él una sensación de frustración, de engaño, de desilusión. Y, finalmente, decide denunciar con sus actos de traición a aquel en el que había colocado y había visto frustradas sus esperanzas. Judas Iscariote nunca perteneció de corazón al grupo. Su corazón estuvo siempre lejos de Jesús, a quien había hecho más bien objeto de su estudio y análisis. Nunca se sintió realmente involucrado en esta obra de liberación espiritual a la que convocaba Jesús y a la cual todos los demás sí iban respondiendo con entusiasmo creciente. Su desapego de Jesús lo llevó a urdir el plan más detestable que ha podido cumplir personaje alguno en toda la historia. Y Jesús lo pone en evidencia: "En verdad, en verdad les digo: uno de ustedes me va a entregar... Untando el pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en él Satanás. Entonces Jesús le dijo:
'Lo que vas a hacer, hazlo pronto'". La traición mayor que sufre Jesús viene de uno de los suyos, uno de los que había elegido por amor para ser miembro de ese grupo de privilegiados. Judas se convierte así en símbolo de traición, en el prototipo del hombre detestable que entrega a quien viene a hacer el bien mayor. Es impresionante la repulsión que produce pensar en él. Por otro lado, nos encontramos con la figura de Pedro, a quien Jesús también le vaticina que lo traicionará, negándolo tres veces. Ese Pedro que sí estaba entusiasmado con la obra que Jesús iba llevando adelante y en cierto modo había ido comprendiendo cómo era el itinerario que debía seguir. Un personaje voluntarioso, poco reflexivo, que en repetidas oportunidades demuestra que sus reacciones son más viscerales que analíticas. Ante ese entusiasmo desbordado que muestra una vez más diciéndole a Jesús: "Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti", de manera sincera y reveladora de un inmenso amor a su Maestro, el Señor lo frena y le revela que su cobardía en ese momento crucial le hará una mala jugada: "¿Conque darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces". Dos traiciones vivirá Jesús en sus últimos instantes. A su pasión física se unirá esta pasión espiritual de sentirse abandonado por los suyos...

Es parte del precio que deberá ser cancelado por Cristo. El "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad" significaba también asumir este dolor del abandono y de la soledad. Quien era aclamado por multitudes sufrirá la sensación del más terrible abandono, siendo aún más doloroso pues provenía de los más íntimos. Pero era un itinerario conocido y asumido. Con ser el final de gozo y de libertad plenas para la humanidad, tenía que transitar previamente estas rutas de dolor y de sufrimiento. Aun cuando la sensación fuera de absurdo y vacío, -"Y yo pensaba: 'En vano me he cansado,
en viento y en nada he gastado mis fuerzas'"-, todo cobraba pleno sentido porque la mano del Señor estaba sosteniendo todo el esfuerzo en medio de los mayores sufrimientos. "Mi Dios era mi fuerza: 'Es poco que seas mi siervo para restablecer las tribus de Jacob y traer de vuelta a los supervivientes de Israel. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra'". La gesta liberadora tenía una recompensa infinita. Se trataba de la salvación de Israel y de todas las naciones. No importaban las oscuridades por las que había que pasar, no importaba el dolor o el sufrimiento, no importaba la traición de los más cercanos. Importaba el resultado. Importaba el convertirse en esa Luz de las naciones, que llevara la iluminación a todos. Se asumía temporalmente el dolor, el sufrimiento, la muerte, porque todo se iba a trastocar en gozo, en libertad, en salvación. Jesús era el elegido y el enviado que alcanzaba el punto más alto de la historia de la humanidad, de la mía y de la tuya. Él incluye a todos, incluso a quienes lo traicionan. A todos les lanza el lazo porque a todos los quiere tener con Él. Como a Judas y a Pedro nos vaticina que seremos traidores, que en muchas ocasiones en nuestra vida le daremos la espalda, nos pone sobre aviso para que no lo hagamos, pero en el último de los casos, si llegáramos a traicionarlo o a negarlo, nos tiende la mano para que arrepentidos, nos tomemos de ella y entremos gozosos a vivir la libertad plena que Él nos regala con su sacrificio. "Nada nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús", nos dice San Pablo. Es un Dios leal que nos quiere suyos, por encima incluso de nuestra propia infidelidad. Basta abrir el corazón para experimentar su amor reconciliador que acoge a todos los corazones arrepentidos.

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