sábado, 4 de abril de 2020

En el pacto de amor con Dios, siempre salgo ganando yo

Archidiócesis de Granada :: - “Conviene que uno muera por el ...

Cuando hablamos de Alianza, hacemos referencia a los pactos que sucesivamente, en la historia de la salvación, ha hecho Dios con el pueblo. Son los compromisos que asume Yahvé con sus elegidos y que tienen una contraparte en el pueblo que debe asumir también los compromisos de fidelidad que se ponen sobre la mesa. La terminología deja constancia de que es una especie de "matrimonio" entre Dios y los hombres. La Alianza es un pacto nupcial en el que las partes se prometen amor y fidelidad eternos e inmutables. Ambos se comprometen a no tener relación de amor nupcial con nadie más. La composición literaria usada por el mismo Dios al declararlo es clara: "Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios". Se usan términos de propiedad que son propios del ritual matrimonial: "Yo..., te tomo a ti ... por esposo (a)... y prometo serte fiel en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, en la pobreza y en la riqueza". Dios quiere ser el esposo fiel y toma por esposa a la humanidad, que espera que también le sea fiel. Y se compromete a realizar maravillas en su favor: "Haré con ellos una alianza de paz, una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré entre ellos mi santuario para siempre; tendré mi morada junto a ellos, yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y reconocerán las naciones que yo soy el Señor que consagra Israel, cuando esté mi santuario en medio de ellos para siempre". En este pacto la parte que corresponde a Dios se cumplirá de manera absolutamente segura. El Señor es responsable radicalmente y, al asumir su parte, lo hace con un compromiso inmutable. Dios no cambiará jamás en su determinación, pues todo lo que dice lo hace. Su amor eterno e infinito por el pueblo, a pesar de la infidelidad continua de éste, nunca dejará de ser tal. Esa es la característica más atractiva e identificadora del amor divino. Ese amor de Dios no cambia ni se muda jamás. Si cambiara, cambiaría Dios, lo cual es imposible y absurdo. Dios es el mismo eternamente. Si ama hoy, amará siempre. Por lo tanto, si compromete su amor en un pacto de alianza, ese componente estará siempre presente durante la duración del "contrato". La parte de Dios en este pacto es, entonces, definitiva. La dificultad se presenta cuando vemos a la otra parte del pacto, la de la humanidad. 

En el corazón de los hombres está la lucha continua entre el bien y el mal, entre el atractivo del amor a Dios y el atractivo que ejercen las criaturas sobre su corazón, entre la fidelidad a Aquel que es amoroso y providente eternamente y aquellas realidades que dan compensaciones sabrosas y placenteras aunque sean temporales. Esta tensión hará que la esposa, la humanidad, caiga repetidamente en infidelidades y se aleje de la promesa que ha asumido y de la exigencia que hace Dios. Muchísimas veces la humanidad prefiere lo pasajero, lo temporal, lo que pasa y se acaba, a lo que permanece para siempre. Es más "sabroso" lo prohibido, lo dañino, lo que da placer, que la paz, la serenidad, la sensación de compensación de eternidad que se encuentran en Dios. Satisfacer los sentidos de cualquier manera, dejando a un lado el cuidado de lo interior, de lo espiritual, de lo eterno, apetece más cuando se vive solo en el ámbito de la horizontalidad. Se necesita un itinerario de aprendizaje para empezar a valorar justamente lo que tiene más valor. No obstante, a pesar de esta historia de infidelidades de la humanidad, podemos ver la obstinación de Dios en mantener su promesa. Él no echa por la borda su amor y repite incesantemente su invitación al arrepentimiento para que la humanidad retome el camino hacia Él en la fidelidad. Son muchos los pactos de alianza que podemos encontrar en las Escrituras, en los que, una y otra vez, Dios invita al cambio de conducta, a vivir en el amor a Él, a retomar las rutas de su encuentro. Se muestra como un Dios condescendiente, que está siempre dispuesto al perdón, que no se deja llevar por su ira, que es clemente y piadoso. A eso lo invita el amor al que se ha comprometido al cumplir su parte de la Alianza. Aun cuando tendría todo el derecho a dejar a un lado su compromiso pues la otra parte ha incumplido el suyo, no lo hace, y obstinadamente sigue ofreciendo oportunidades, sencillamente porque ama, y el amor lo invita a ello. Su determinación es hacerse propiedad de la humanidad, como esposo. Y todo lo hará por ser suyo. No hará nada que lo aparte de esa voluntad inmutable. Por eso llega al máximo de su donación. La encarnación del Verbo no es otra cosa sino la confirmación final de esta voluntad de entrega. Se hace uno con la humanidad. Se repite la fórmula del matrimonio: "Serán los dos una sola carne..."

La venida del Hijo del Hombre en carne mortal es el culmen de la Alianza. "Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo", se ha traducido totalmente en: "Yo, Dios, me he hecho hombre como mi esposa, para hacer a mi esposa como yo, Dios". Lo entendió San Agustín cuando lo afirma en su frase magistral: "Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera Dios". Es el paso final de la Alianza definitiva, en el que ya no habrá diferenciación entre Dios y los hombres, pues ambas partes del pacto estarán viviendo las misma realidad, ya que Dios "se ha hecho todo en todos". La parte dominante del contrato asume la totalidad, con el beneplácito de la otra parte, que se entrega eternamente en sus manos. Para ello se debe pasar por la crisis de cambio radical. Todo paso adelante representa siempre una crisis de crecimiento. Se da también mediante el dolor, que igualmente es asumido por el Dios de la Alianza. El que no tenía por qué sufrir, en el cumplimiento de su parte del pacto, lo asume. Avizora, al final de este itinerario que contempla también el dolor, la llegada a la meta de la suprema unión, de la llegada a la cima, a la plenitud del pacto total, a la unión esencial ya sin cambios. Quienes serán sus verdugos lo anuncian proféticamente: "Ustedes no entienden ni palabra; no comprenden que les conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera". Morir por el pueblo... Es la misión de Jesús, para que no muera la nación entera. Con ello, el pacto alcanza su punto máximo. De esa manera Dios se hace absolutamente propiedad de la humanidad, que lo llevará al sacrificio cruento de la Cruz. De tal manera se hace Dios del pueblo que hasta asume la muerte como parte de ese compromiso. "Yo seré su Dios", es decir, "Yo me entrego radicalmente, hasta la muerte, con tal de hacerlos mi pueblo, nación de mi propiedad. Pasaré por este bautismo de sangre, pero con ello lograré que mi esposa sea para mí eternamente, solo para mí". El anuncio profético de su muerte, con ser una terrible noticia para Jesús, era la mejor noticia para la esposa, pues esa voz anunciaba "que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos". Es la llegada a la cima de la historia de la salvación, en la que todos seremos ya definitivamente propiedad de Dios y estaremos viviendo la plenitud de nuestra condición. Es la jugada magistral de Jesús: entregarse para tenernos eternamente. Divinizados y en el cielo, a la derecha del Padre, como Jesús.

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