Jesús fue arrebatado por el Espíritu y llevado al desierto para ser tentado por el demonio durante cuarenta días. Después de su sufrimiento en la pasión y de su muerte en la Cruz, fue la demostración más clara de haber asumido plenamente nuestra misma humanidad. Los hombres vivimos nuestra vida en medio de tentaciones, del mal que nos acecha y que nos traiciona, que nos quiere alejar de Dios y de su amor. Y al cumplir nuestro periplo terrenal, debemos rendir nuestro tributo a la muerte, que para los hombres de fe es dar por terminada una etapa e iniciar una nueva de plenitud junto a Dios nuestro Padre. El Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo Eterno del Padre, habiendo asumido nuestra humanidad para redimirla, lo hizo con todas las consecuencias. Lo único que dejó a un lado fue la experiencia propia del pecado, aun cuando fue el pecado la causa última de su encarnación, pues eso era lo que venía a vencer. Tomó sobre sus hombros todos los pecados de la humanidad y los borró con su muerte en la Cruz y con su resurrección gloriosa y victoriosa. En el desierto Jesús nos demostró fehacientemente que era un hombre más como cualquiera de nosotros. Por ello, Él consideró necesario mostrar también su primera naturaleza, la divina, a los apóstoles. Llevando consigo a los tres apóstoles privilegiados, sube al monte Tabor. Subir al monte se contrapone a la bajada al desierto. Significa también que de esa manera se inicia el "ascenso" hacia el monte del Gólgota, donde hará ya su gesto de entrega definitiva en la Cruz. Los apóstoles necesitaban un signo que les aclarara que Jesús no era un simple charlatán que decía cosas muy hermosas y que incluso hacía prodigios maravillosos. Por eso Jesús delante de ellos muestra su verdadera divinidad. La Transfiguración es la demostración, en carne humana, de que Él es Dios. Que Dios está en plenitud en ese hombre con el que han convivido ya un cierto tiempo. Y es tan cierto que en Él se resume toda la revelación desde el origen, que se personifica en las figuras de Moisés y Elías. Ellos representan todo el Antiguo Testamento (la Ley y los Profetas), y Jesús mismo es el Nuevo Testamento. Es una nueva etapa la que se está viviendo, la de la instauración del Reino de Dios, en el cual serán hechas nuevas todas las cosas. Jesús da ese paso primero para todo ese itinerario.
La experiencia de los apóstoles es inédita. Nunca antes habían vivido algo tan maravilloso. Por eso su sorpresa es mayúscula y no saben cómo reaccionar. Pedro asume la voz cantante y propone el absurdo: no bajar del cerro y quedarse para siempre allí. No terminaban de comprender lo grandioso de lo que estaba sucediendo y que se les estaba revelando: "En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: 'Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías'. No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: 'Este es mi Hijo, el amado; escúchenlo'". Jesús ponía en las manos de los apóstoles el regalo del descubrimiento de quién es en su más profunda identidad. Al final, los apóstoles entenderán y vivirán perfectamente esta gran verdad de la fe. Y serán los anunciadores de esa verdad para todos. Dios se ha hecho hombre para salvarnos de la mayor desgracia y darnos la vida eterna que habíamos perdido. Y lo ha hecho con el mayor gesto de amor imaginable, entregando a su propio Hijo, al que ama más que a nadie, para rescatar a todos los hijos que se habían alejado engañados por el demonio. Ya Abrahán había adelantado con su gesto lo que también será Dios capaz de hacer por sus hijos: "Dios dijo: 'Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré'. Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña. Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: '¡Abrahán, Abrahán!' Él contestó: 'Aquí estoy'. El ángel le ordenó: 'No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo'". El amor de Abraham por su hijo Isaac es el amor de Dios por Jesús. Y aún así, porque sirve para el rescate de la humanidad, lo entrega al sacrificio.
Nosotros no somos capaces de comprender en su totalidad y en su profundidad la calidad inalcanzable de ese amor. El que nos creó por amor, que sufre nuestro alejamiento y nuestra traición, que es testigo de nuestra propia destrucción al encaminarnos hacia el abismo y hacia la oscuridad de estar lejos de Él, que sabe que la ruta que llevamos es la de nuestra muerte y nuestra desaparición, nos contempla con los ojos del Padre que ama y se duele de la suerte hacia la que se encaminan aquellos a los que ama tanto, a los que ha hecho existir solo por un gesto amoroso, para tener alguien a quien amar fuera de sí. Por ello, no puede quedarse de brazos cruzados y dejarnos a nuestra suerte. Al extremo de desprenderse de su propio Hijo, su amado, en quien tiene todas sus complacencias, para entregarlo a la muerte que servirá para el rescate de todos los que estaban perdidos. No lo duda. Como tampoco el mismo Hijo de Dios duda en aceptar ese envío, compartiendo el mismo amor del Padre por el hombre: "Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?". Es el regalo más grandioso de amor que hemos podido recibir. Y que es ya definitivamente nuestro. Y que tenemos para disfrutar para toda la eternidad.