El ciclo de la vida desde la creación del universo tiene una dinámica única. Dios ha encaminado todo hacia la plenitud, pues el objetivo de su creación no es el de que todo quede a la deriva, sin un plan específico ni una meta concreta que le dé una dirección a todo y un sentido final que haga que todo avance hacia una plenitud. Dios no es un Creador irresponsable que haya dejado todo a la deriva, desentendiéndose de aquello que ha surgido de su mano. En su plan de acción está muy claro el por qué de la creación, su transcurso en la historia y la meta final de plenitud a la que quiere que llegue y a la que llegará, pues es su designio. En la mente del hombre las cosas pueden funcionar de manera diversa. Cuando el hombre construye evidentemente tiene también un plan en la mente. Su mente humana discierne, planifica, planea, busca los medios, pone manos a las obras, construye lo mejor posible. Puede ser que ese proyecto no salga lo más perfecto posible, pues entra siempre en juego la debilidad humana, la posibilidad del error, que puede llegar incluso a ser fatal. En ese plan divino entran las dos posibilidades: la de la perfección de todo, surgido de las manos divinas, y la de la construcción humana, susceptible de error, pero que entra en la prerrogativa que Dios ha regalado al hombre al hacerlo socio suyo en la construcción de un mundo mejor para sí y para sus hermanos. Esa doble condición del origen de las cosas asegura una variedad de resultados. Dios hará siempre las cosas bien, por lo que el resultado es indudable. Pero con el hombre la historia puede ser diversa. Puede alinearse perfectamente con el mismo criterio divino y hacer que las cosas vayan surgiendo según la misma voluntad divina, o puede asumirse en la libertad como absoluta autonomía, promotora de la emancipación del hombre, de modo que no haya nada por encima que pueda hacer entender que haya algo mejor o que pretenda que lo que sale de las manos de los hombres sea mejor que lo que sale de las de Dios.
En ese caminar del hombre que ha sido indefectiblemente el mismo durante toda la historia, siempre se ha presentado el mismo libreto: Ha habido gozos inefables, logros grandiosos, metas alcanzadas, experiencias de fraternidad sublimes. Pero también ha habido en esa misma historia dolores, sufrimientos, pesares, fracasos. Sobre todo se han dado en los casos en los que el hombre ha pretendido desentenderse del camino de Dios: "Todavía ustedes no han llegado a la sangre en su pelea contra el pecado, y han olvidado la exhortación paternal que les dieron: 'Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, ni te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos'. Soportan la prueba para su corrección, porque Dios los trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella. Por eso, fortalezcan las manos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes, y caminen por una senda llana: así el pie cojo, no se retuerce, sino que se cura. Busquen la paz con todos y la santificación, sin la cual nadie verá al Señor. Procuren que nadie se quede sin la gracia de Dios, y que ninguna raíz amarga rebrote y haga daño, contaminando a muchos". Es por ello que el camino no es un camino de rosas, sino un camino de prueba, en el que cada uno debe dar muestras de apreciar cuál es la meta final a la que Dios quiere que se llegue.
Y todo eso se dará en la normalidad más ordinaria. No se debe esperar que las acciones con las que Dios quiera hacerse presente en la historia de la humanidad sean acciones siempre portentosas o maravillosas. Dios no pretende convencer al hombre con milagros. Él puede hacerlos, y los hará cuando lo crea conveniente. Pero quiere alcanzar la convicción del discípulo sobre todo en la normalidad de la acción de su amor, derramando los beneficios normales que cada uno puede recibir, con lo cual cada uno llegue a convencerse de que ese Dios es el Dios de la historia y quiere que esa historia se entienda como dirigida por Él y por su amor. No es lo estrambótico lo que quiere Dios para nosotros. Es la suavidad y la sencillez del encuentro cotidiano con Él y con su amor, en el cual cada uno se convenza de que ese Dios que va haciendo las cosas nuevas desde la normalidad apunta a que lo aceptemos no como el Dios que solo hace maravillas, sino como Aquel que nos hace sentir su presencia de amor cotidiano, como lo que viviremos eternamente cuando lleguemos a esa plenitud prometida: "En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: '¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?' Y se escandalizaban a cuenta de Él. Les decía: 'No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa'. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando". No podemos despreciar al Dios que se ha hecho hombre y que nos trae ese amor normal que sigue haciendo las maravillas ordinarias del amor.
Pidamos al Señor que nos enseñe a reconocerlo en lo sencillo y en lo cotidiano.
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