martes, 1 de septiembre de 2020

Reconozcamos a Jesús como el Dios que nos ama y que nos salva

 Cántico de Ana | De la mano de María

En el Evangelio, todo él sondeado por el mensaje que han querido sus autores hacer llegar a los hombres, que es un mensaje de salvación, esa que quiso donar Dios a todos a través de la misión que encomendó a Jesús y que Éste cumplió a la perfección con su pasión, su muerte y su resurrección, nos encontramos con todos los acontecimientos con lo que el Redentor fue, primero, aclarando quién era Él y por qué tenía la plena autoridad que como Dios le correspondía naturalmente y que además había sido puesta en sus manos por el Padre, quien era la causa original de su presencia en el mundo y, segundo, emprendiendo con sus acciones y sus palabras la obra salvadora, la acción mayor y que ha tenido más trascendencia en toda la historia de la humanidad, por las consecuencias extraordinarias de cambio de la perspectiva de muerte y de oscuridad en la que estaban sumidos los hombres por la de luz y vida eterna que adquiría el Mesías para todos, sin que los hombres hubieran tenido nada que hacer, sino solo ponerse a la disposición para dejarse salvar. Esa identidad que Jesús fue desvelando paulatinamente a la vista de todos no quedó definitivamente clara sino solo al final de sus días terrenales, con el acontecimiento glorioso de su resurrección, por el cual volvió triunfante de la muerte, dando así las últimas pinceladas al cuadro que iba pintando progresivamente y revelando claramente así que Él era el dueño de la vida y de la muerte, de la luz y de la oscuridad, de las alturas y de los abismos. Cuando ya la obra estaba terminada fue cuando pudo Jesús asumir que los discípulos estaban ya listos para ser sus testigos, para ir al mundo a anunciar su verdad y su amor, para abrirle a todos con su predicación la perspectiva de la salvación que Él había venido a traer por encomienda del amor del Padre: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación". Así como los apóstoles ya estaban listos para dar testimonio de la obra maravillosa de la redención, así también el mundo debía ser preparado para disponerse a recibir esa noticia maravillosa y acomodar su corazón para dejarse salvar y ponerse al arbitrio de ese amor. Fue todo un proceso didáctico el que usó Jesús para revelarse según lo que era y para llevar adelante esa gesta heroica y definitiva del rescate del hombre de las garras del demonio. Los hombres necesitaron de este itinerario, pues era una verdad absolutamente nueva para todos. El hecho de que Dios hubiera enviado a su Hijo para salvarlos y de que ese Hijo hubiera tenido que asumir la naturaleza humana para realizar ese rescate, de ninguna manera hubieran podido descubrirlo los hombres por sí mismos, sino solo con la ayuda y la disposición del mismo Dios de convertirse en maestro.

Por eso sorprenden en el Evangelio los relatos en los que se nos dice cómo algunos personajes descubren quién en Jesús anticipadamente. Podemos ver a una Isabel, la prima de la Virgen María, quien afirma que el fruto de las entrañas de María es su Señor: "¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?", o a un Natanael que afirma al encontrarse con Jesús: "Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel", o a un Pedro que ante la pregunta de Jesús sobre su identidad, responde: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Sorprenden estas consideraciones por cuanto la revelación progresiva de Jesús era apenas incipiente y, en todo caso, las demostraciones que Él había dado aún eran totalmente insuficientes para sacar una conclusión de tan alto calibre. Por eso el mismo Jesús a San Pedro le dice: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo", con lo que afirmaba a la vez que humanamente era imposible aún sacar esa conclusión pues solo era posible hacer bajo la iluminación y revelación del mismo Dios. Pero es aún más sorprendente el que esas confesiones vinieran de quienes menos se podrían esperar, como por ejemplo, los mismos demonios con los cuales Jesús se enfrentaba: "Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu de demonio inmundo y se puso a gritar con fuerte voz: '¡Basta! ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios'. Pero Jesús le increpó diciendo: '¡Cállate y sal de él!'. Entonces el demonio, tirando al hombre por tierra en medio de la gente, salió sin hacerle daño". En este caso no hay iluminación de Dios, sino una constatación del mismo demonio de quién en realidad es Jesús. Similar situación se dio en el episodio del encuentro con el endemoniado de Gerasa, en cuyo caso el demonio se enfrenta a Jesús diciéndole: "¡No te metas conmigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo! ¡Te ruego por Dios que no me atormentes!" Exactamente lo mismo sucede al curar enfermos y liberar poseídos del demonio, después de curar a la suegra de Pedro: "De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían: 'Tú eres el Hijo de Dios'". El demonio, que descubre perfectamente quién es Jesús, no recibe la iluminación de lo alto. Lo lógico de pensar es que lo sabe por su experiencia personal. No confiesa a Jesús por haber tenido una experiencia espiritual de encuentro que lo haya elevado. Existe otra razón que debe ser descubierta. Y no la podemos encontrar fuera de la misma experiencia previa del demonio. Recordemos que Satanás era un ángel de Dios, el más bello de todos, de nombre Luzbel, "Luz Bella", perteneciente por tanto a la creación del mundo espiritual, que en el tiempo anterior a la creación del mundo material, se reveló a Dios y se enfrentó a Él, planteando la gran batalla del mundo angelical, en el cual salió victorioso el ejército leal a Dios, liderado por San Miguel arcángel. Allí empezó su historia de derrotas, que culminó con la más grande de todas que le infligió Jesús.

En efecto, Satanás conocía a Jesús incluso antes de su encarnación. Conocía a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, al Hijo de Dios, al Verbo del Padre. Por ello, cuando se encuentra con Él en los Evangelios, sabe muy bien quién es. No necesita que le sea revelado, pues ya lo sabe. Al pertenecer al mundo espiritual, identifica muy bien quién es Cristo, al que había conocido desde siempre, pues él mismo había surgido de sus manos creadoras. Había convivido con Él desde su primer momento de existencia. Y lo encuentra en el mundo, consciente de que está planteada una lucha contra Él, y de que nunca podrá pretender obtener la victoria, pues ya ha probado su poder y ha sido derrotado previamente en aquella guerra angelical. Al pertenecer al mundo espiritual, no tiene ninguna dificultad en reconocer la realidad espiritual de Jesús. En cierto modo, esto que sucede con Satanás, puede ser una enseñanza para nosotros. Solo lo que está en el mundo espiritual puede reconocer sin ninguna dificultad quién es Jesús, por experiencia personal, como el demonio, o por revelación, como Isabel, Natanael y Pedro. Del demonio podremos obtener solo maldad y muerte, y sin embargo de él podremos aprender que haciéndonos seres espirituales, es decir desplazando nuestra consideración de lo simplemente material y asumiendo lo espiritual, podremos reconocer y recibir mejor a Jesús como nuestro Salvador. Así nos lo afirma San Pablo: "El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios. Pues, ¿quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de Dios. Pero nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos". Para conocer a Dios y reconocer a Jesús, y dejarnos conquistar por sus obras de amor y de salvación, necesitamos dejarnos abordar por nuestra realidad espiritual. Debemos impedir que nuestra condición corporal, nuestra materialidad, se interponga en nuestra ruta de acceso a Jesús, dejando en el desierto la posibilidad de vivir con toda intensidad su amor y su salvación: "El hombre natural no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una necedad; no es capaz de percibirlo, porque solo se puede juzgar con el criterio del Espíritu. En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo, mientras que él no está sujeto al juicio de nadie". El objetivo del encuentro con Jesús, dejando que lo espiritual que hay en nosotros tome las riendas, es su reconocimiento como nuestro Mesías, nuestro Salvador, el que tiene el poder y el que nos libera del poder del mal: "¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen". Solo siendo hombres espirituales podremos reconocer y vivir a Jesús. Nuestra realidad material, que es la riqueza con la que el Señor nos ha bendecido desde el primer momento de nuestra existencia, es un tesoro maravilloso, pero no debemos permitir jamás que obstaculice a nuestra realidad espiritual que nos acerca al encuentro amoroso y plenamente satisfactorio con el Dios que nos ama y que ha venido a salvarnos.

2 comentarios:

  1. Señor, gracias por tu palabra que me sostiene y alimenta cada día. Amén.

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  2. Señor, gracias por tu palabra que me sostiene y alimenta cada día. Amén.

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