jueves, 17 de septiembre de 2020

La experiencia más entrañable que podemos vivir es la del perdón por amor

 Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado mucho» – Reporte  Católico Laico

Los peores jueces de nosotros somos nosotros mismos. Cuando toca el momento de juzgarnos, de hacer valoraciones sobre nuestra conducta, podemos asumir dos posturas que, por ser tan distintas, llaman la atención al presentarse como alternativas. O nos vemos extraordinariamente buenos, o nos vemos extraordinariamente malos. La primera actitud nos coloca casi en la categoría de la perfección, de personajes impolutos, seudo-divinos, en la que nadie puede jamás superarnos, pues estamos en las alturas del Olimpo, donde solo residen los dioses, los perfectos. La segunda, por el contrario, nos hace considerarnos los peores seres de la creación, los insalvables, los que ya no tienen remedio, y que deben esperar solo el juicio terrible de la historia y ser lanzados sin apelaciones al infierno. Ambos extremos se presentan entre nosotros, con matices y variables distintas, y aunque ésta sea una presentación caricaturesca de la realidad, no deja de estar bien encaminada. Entre estos extremos podemos buscar nuestra propia ubicación, la que seguramente estará entre el ser muy buenos o el ser muy malos, lo que tendrá como consecuencia inmediata la asunción de un estilo de vida que estará marcado por el optimismo utópico o el pesimismo destructivo. La realidad es que ninguno de nosotros es puramente bueno ni puramente malo. Si tuviéramos que categorizarnos con total objetividad tendríamos que asumir la realidad: somos esencialmente buenos, pero en muy numerosas ocasiones podemos ser traidores de nuestra bondad natural. En alguna ocasión se ha escuchado afirmar que, después de haber hecho nuestro examen personal sobre nuestra propia calidad, si nos vemos muy buenos debemos rebajar un poco en esa bondad, y si nos vemos excesivamente malos, también debemos rebajar esa supuesta maldad, por lo que la realidad, normalmente, sería un promedio entre ambos extremos. Y dando un paso más allá en este proceso, se dice que hay cuatro maneras diversas de asumir el examen sobre sí mismo, basados cada uno en un espectador distinto. Esos espectadores serían: nosotros, los demás, la misma realidad y Dios. Generalmente las percepciones de cada uno son distintas. Una manera será en la que nos vemos nosotros; otra, como nos ven los demás; otra más, la que en realidad somos; y la última y más perfecta, como es natural, la manera como nos ve Dios que, además de ser la más perfecta, está aderezada por su inmenso amor por nosotros y por su justicia infinita.

Para sentirnos en paz con lo que somos, y siguiendo el itinerario que Dios mismo quiere, en línea con su amor creador y sustentador, lo mejor y más pertinente es dejar en sus manos el juicio final sobre nosotros. No se trata de no hacer nuestro examen personal sobre lo que somos, sino de dejar el dictamen final en sus manos de Padre, llenas de amor y de justicia. Aun cuando nosotros tenemos suficiente entidad para lanzar una conclusión sobre lo que somos y sobre nuestra conducta, lo mejor es, al conocer muy bien nuestra falta de imparcialidad que nos hace ver o muy buenos o muy malos, colocarse en las manos del amor y dejar que sea ese amor el que proceda a emitir su juicio. San Pablo lo entendió y lo hizo maravillosamente bien: "En cuanto a mí respecta, muy poco me preocupa ser juzgado por ustedes o por algún tribunal humano. Ni siquiera yo mismo me juzgo", pues dejaba ese juicio final en las manos de Dios. Y por ello, habiendo tenido la experiencia del amor de Dios que lo juzgaba, entendió que de poco valen las conclusiones que hubieran podido sacar él o los demás, pues se había percatado de que la óptica de Dios era una muy distinta a la que usamos naturalmente los hombres: "(Jesús resucitado) se apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han muerto; después se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí". El que, según lo humano, debía ser radicalmente rechazado pues había sido perseguidor de los cristianos, e incluso del mismo Cristo, por el contrario, según el criterio del amor, había sido elegido, para ser anunciador de la gracia y de la salvación, y se llegó a convertir en el apóstol de los gentiles. El que debió haber sido condenado, llegó a ser una de las columnas del cristianismo naciente. En la base de todo está el saber que el amor se pone de su lado y que es ese amor el que al fin da la calidad del juicio que se pueda emitir. Es el amor de Dios que no busca ni quiere la condenación o la muerte de nadie, sino que por el contrario apunta al rescate de todos, principalmente de los que se encuentran más lejos para tenerlos consigo, pues entiende que debe apuntar al perdón y a la misericordia, que es lo que más necesitan los que están enfermos, para los cuales ha sido enviado por el Padre: "He venido a rescatar lo que estaba perdido ... No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos ... Hay más fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse ... El buen pastor deja a las noventa y nueve en el redil y va en busca de la oveja perdida".

En Dios el criterio principal para el juicio sobre cada persona es el del amor. Antes de mirar hacia el pecado, que ve y juzga pues no es ciego, ha visto hacia su propio corazón, y lo que encuentra en él es el amor por el que ha creado al hombre, por el que lo ha acunado, por el que lo ha sostenido y ha procurado para él toda clase de bienes, por el que le ha prometido un rescate glorioso, por el que ha asumido la misión de salvación que le ha encomendado el Padre. Ese amor es muy valioso como para echarlo todo por la borda, y lo llama a nunca abandonar al hombre en su pecado. Lo que buscará es derramar ese amor sobre el corazón del pecador, convencerlo de que su amor jamás cambiará, hacerle sentir su deseo de perdón y de misericordia, atraerlo con suavidad hacia su corazón para que experimente en lo más profundo lo entrañable de ese amor que no está dispuesto a perderlo, por lo que hará lo que sea necesario para rescatarlo, e incluso llegará a estar dispuesto a morir por él. Dios refrena la posibilidad de la ira o de la venganza porque coloca por encima su amor. Ese amor es mayor, es más grande, es infinito y eterno. Y jamás dejará de actuar cuando en el corazón del pecador se siente su dulzura y su ternura, y éste se acerca con ilusión a dejarse llenar, abandonándose en él para sentir la compensación inigualable del perdón que da el amor, pasando incluso por encima de las convenciones humanas: "Una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume ... Jesús dijo: 'Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco'. Y a ella le dijo: 'Han quedado perdonados tus pecados' ... 'Tu fe te ha salvado, vete en paz'". El amor no tiene miramientos ni hace cálculos. Perdona y basta. Quien se acerca confiado, sabiendo lo que es, reconociendo su culpa, asumiendo que es necesaria su transformación, la que lo convence de que es urgente pues en la revisión personal ha reconocido su maldad, y busca con sinceridad de corazón aquello que se le ha prometido desde el amor, añora con intensidad e ilusión vivir ese baño de perdón y de misericordia, abandonándose con humildad en las manos de Aquel que le ha prometido hacerle sentir su amor y abriendo su corazón para ser depositario de él, y vivir la experiencia más extraordinaria que puede vivir cualquier hombre, como es la del amor que perdona, que rescata, que llena de dulzura, que eleva a lo más hermoso y que coloca en el mejor sitio imaginable, que es el mismo corazón de Dios, lugar de la infinita compensación del amor, de la misericordia y del perdón.

2 comentarios:

  1. Señor, ayudanos a reparar nuestras falta con el evangelio de hoy😌

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  2. Como puedo yo responder a ese amor y perdón que Dios me da? Diciendo,gracias! Señor, porque aunque conoces mi miseria, me amas tal como soy.

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