domingo, 20 de septiembre de 2020

Dios no quiere superhombres. Dios quiere hombres

 Lectio Divina: 22 de agosto de 2018 – Iglesia en Aragon

La pregunta crucial que debe hacerse todo cristiano sobre su propia experiencia en el camino de la fe es sobre el lugar que ocupa Jesús en su vida. En la respuesta que dé está la clave para conocer cómo ha sido su avance, si ha valido y ha sido bien valorado el esfuerzo que ha hecho Jesús para rescatarlo, si la presencia de su amor, de sus enseñanzas y de sus exigencias ha marcado su actitud ante la vida, si en su caminar ha dejado ocupar los primeros puestos al amor al que Él invita que debe ser el motor, la fuente y la motivación final, o si por el contrario Jesús no es más que un personaje más, quizá importante pero no imprescindible, un añadido que acompaña en la vida, al cual se le tiene presente y en cierto modo se le conoce, pero que no es determinante pues la acción que se le permite es ocasional, y se recurre a Él en caso de necesidad, dejándolo a un lado cuando no es necesario y se cree que todo puede ser resuelto con las propias fuerzas. En este segundo caso, Jesús y su mensaje serían atendidos casi con el mismo peso que la letra de la música de moda del cantante del momento, o sería admirado casi como se admira al más grande deportista que va rompiendo récords. En ocasiones, caemos en la trampa de la posmodernidad que nos deslumbra con la necesidad absoluta de novedad radical en todo, por lo cual un personaje como Jesús, cuyas enseñanzas y exigencias se habrían quedado ancladas en el pasado, por lo que debe dar paso a valoraciones distintas que tengan más que ver con el estilo de vida actual y que no apunten a restricciones o a pretensiones de reducción de la libertad del hombre. Así, Jesús pasaría a ser algo incómodo, pasado de moda, castrador de la libertad, por lo cual debe ser echado a un lado. Si hemos caído en esa trampa, nos hemos dejado engatusar por la tendencia actual de relativismo, atraídos por lo supuestamente atractivo que resulta poner al hombre como única medida de todo, cuya libertad ha devenido en el siempre hacer lo que le venga en gana sin mayor criterio, por lo que nadie tendría derecho a poner normas o a pretender poner límites a esa libertad que sería omnímoda. La enseñanza que está en la base es que el hombre es dios de sí mismo, al cual se debe idolatrar y servir, y alrededor del cual se debe desarrollar todo avance y todo progreso posible sin otra referencia que él mismo. Evidentemente, imbuidos en estos pensamientos y en estos desarrollos, se establecen unos protocolos de vida en los que no tiene cabida de ningún modo lo que pretenda ir en una ruta diversa a esa. Hablar de un Jesús que pide ser seguido, dejando un estilo de vida específico, poniendo por encima de los propios gustos y placeres los que son motivados por el amor, poniendo siempre en el primer lugar los intereses de los demás, desplazando de esa manera los intereses propios, buscando siempre el beneficio para el hermano porque se le ama, incluso por encima de sí mismo... es un lenguaje desconocido e incomprensible.

Y lo cierto es que la figura de Jesús, su enseñanza, sus exigencias, se nos presentan cada vez con mayor claridad como de una extraordinaria actualidad, pues precisamente su ausencia ha causado la debacle mayor que vive la humanidad, sumiéndola en la época más oscura, echando en falta la iluminación que puede dar la luz de su amor. Enorgullecido de sus avances en las ciencias, en la tecnología, en la ecología, en la carrera aeroespacial y en muchos otros campos del saber y del actuar humanos, el mismo hombre ha dejado fuera de todo el empeño de avance al actor más importante de todos: el hombre mismo. La superexaltación de su saber se ha dado en detrimento de lo que debería ser más valioso, como lo es la interioridad del hombre, sus valores humanos, su virtud, el enriquecimiento de sus principios. Todo se ha puesto al servicio de ese superhombre pero no del hombre. Por ello, es urgente colocar de nuevo en el centro a Aquel que es la revelación mejor del hombre para sí mismo: Jesús de Nazaret, su obra y su mensaje, su exigencia de amor como base fundamental para que exista una verdadera vida en el hombre. Urge que el hombre mismo retome las rutas del encuentro hacia Él, haciendo no solo que esté presente de nuevo, sino que marque las pautas, que dé forma a lo importante, que llene con su vida la vida de cada uno: "Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte. Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia". Así lo entendió San Pablo y luchó por que el hombre cristiano lo asumiera de la misma manera. La presencia de Jesús no es una cuestión accesoria, pues de la unión con Él depende que el hombre se comprenda a sí mismo de la mejor manera. Jesús revela al hombre lo mejor que puede vivir, sorprendiéndolo con valoraciones muy diversas a las que se han ido imponiendo: más que el egocentrismo debe acentuar el teocentrismo; más que el individualismo debe acentuar la fraternidad; más que a los logros científicos y tecnológicos se debe apuntar al cultivo de la interioridad; más que a la libertad absoluta se debe apuntar a la esclavitud del amor; más que a la promoción de un superhombre se debe apuntar a avanzar hacia la verdadera humanidad. Son los caminos que propone Dios, que coliden frontalmente con los que quiere imponer la actualidad: "Mis planes no son los planes de ustedes, sus caminos no son mis caminos —oráculo del Señor—. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los de ustedes, y mis planes de sus planes".

Esto no se debe entender como un capricho de Dios, como si Él estuviera empeñado en llevarnos la contraria. Más bien lo debemos entender como el deseo auténtico de su corazón amoroso por proporcionarnos y poner a nuestra vista el camino de nuestra plenitud que será alcanzada solo cuando Él esté de por medio. Habiendo surgido de sus manos amorosas, conoce perfectamente qué es lo que nos hará avanzar y qué es lo que nos hará retroceder y desvirtuar nuestro ser. Al surgir de Él ha puesto en nosotros como única posibilidad de plenificación la unión esencial con su amor y como estilo de vida la fraternidad enriquecedora por la cual entendemos a todos como "carne de mi carne y hueso de mis huesos", es decir, la extensión de nuestro propio ser. Lo que hace al hombre más hombre no son los grandes avances que logre alcanzar, sino la profunda experiencia creciente de su amor y del amor a los demás. Sin dejar a un lado el empeño por hacer un mundo mejor, asumiendo como necesarios esos mismos avances que se han logrado gracias al ingenio que Dios mismo ha colocado como capacidad nuestra, no convertirlos en absolutos, sino en ocasiones para un mejor servicio a la humanización del mismo hombre, de modo que sea cada vez mejor cultivador de su interioridad, de su unión con Dios y de su unión con los demás en la fraternidad añorada por Dios y puesta como marca de nuestra humanización. Por esa fraternidad se entiende al hermano no como alguien con el cual se compite -"¿Qué tengo yo que ver con mi hermano?"-, sino como alguien con quien se vive en unidad de afectos y acciones, para avanzar juntos y solidariamente, por lo cual su alegría es alegría propia, su avance es avance propio, su dolor es dolor propio. No hay celos ni envidias, sino gozo por sus logros, que se comparten y enriquecen a todos: "'Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?' Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos". La idea es que, siendo los primeros en el corazón de Dios, procuremos que todos seamos esos primeros y vivamos la alegría de estar todos en ese primer lugar, sin envidias de unos por otros, sino felices de llegar juntos y solidariamente al encuentro con el amor infinito. Esa es nuestra verdadera humanización, a la que apuntamos a llegar en medio de tantos avances que lícitamente se alcancen por la aplicación del mandato divino: "Crezcan y multiplíquense. Dominen la tierra y sométanla", pero que no excluye de ninguna manera la conversión a Dios y al hermano como característica esencial que da la más perfecta identidad cristiana: "Busquen al Señor mientras se deja encontrar, invóquenlo mientras está cerca. Que el malvado abandone su camino, y el malhechor sus planes".

3 comentarios:

  1. Señor, iluminanos para saber como y donde servirte😉

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  2. En los planes de Dios, no seremos los primeros pero tampoco los últimos.En la justicia divina es justo, porque concede a todos la participación en su reino, nos busca y nos recibe aunque lleguemos a última hora.

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  3. En los planes de Dios, no seremos los primeros pero tampoco los últimos.En la justicia divina es justo, porque concede a todos la participación en su reino, nos busca y nos recibe aunque lleguemos a última hora.

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