domingo, 8 de marzo de 2020

Te transfiguras delante de mí para hacerme tu discípulo fiel

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Contemplar la gloria de Dios es lo más maravilloso que nos puede suceder. Es tan grandioso que en el Antiguo Testamento se consideraba que quien viera a Dios y contemplara su gloria tenía que estar muerto, o debía entender que tenía que morir. Se entendía así que este privilegio se daba solo al terminar el periplo terrenal de la vida del hombre. Solo quien ya hubiera transcurrido su vida terrena podía tener el privilegio de ver a Dios y de contemplar su gloria infinita. Isaías, temeroso en la presencia de Dios y de su gloria, lo afirma con enorme convicción: "¡Ay de mí, voy a morir! He visto con mis ojos al Rey, al Señor todopoderoso". No les faltaba razón a quienes así pensaban, pues ver a Dios y contemplar su gloria infinita es posible solo en la condescendencia amorosa e infinita de Dios. Así lo afirma Jesús: "Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Y añade: "No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que viene de Dios, éste ha visto al Padre". La exclusividad de la visión del Padre la tiene el Hijo: "A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer". Hasta le venida del Verbo en carne humana, no existía otra posibilidad de ver a Dios que la muerte. Y si se daba antes, era por la profunda misericordia divina que se hacía presente en la vida de algún elegido para tomarlo para sí, y hacerlo totalmente suyo. Por ello, manifestando su gloria infinita, se hizo presente en la vida de Abraham, de Moisés, de Noé, de algunos profetas como Elías e Isaías y otros. Ante ese Dios que irrumpe en la vida cotidiana de sus elegidos y que muestra su gloria infinita, no cabe otra opción que la de aceptar su elección y seguir sus huellas en la misión que le quiere confiar. Esa irrupción de Dios convence y transforma, y no deja opción para la negación, como sucedió con Abraham: "'Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditas todas las familias de la tierra'. Abrán marchó, como le había dicho el Señor". Sin conocer exactamente a quien daba esas órdenes, Abraham entendió que era el Dios todopoderoso que se estaba presentando ante él, por lo cual no dudó un instante en ponerse en camino.

Esta condescendencia divina no se hace presente solo en el Antiguo Testamento. También la encontramos en el Nuevo Testamento, en las ocasiones en que Jesús considera necesario mostrar su infinita gloria a sus discípulos. Hay una primera manifestación gloriosa en su bautismo, cuando se presenta ante Juan y se da la teofanía perfecta en la que se oye la voz del Padre y aparece la figura del Espíritu Santo en forma de paloma. También vemos a Jesús presentándose gloriosamente ante Saulo, perseguidor de los cristianos, a quien quería convertir en el apóstol de los gentiles. En el camino de Damasco se presenta Jesús glorioso y convierte a Saulo en Pablo, el gran apóstol de la gentilidad. Y en la ocasión más clara, Jesús toma a los tres principales apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, y llevándolos a la montaña, delante de ellos se transfigura, mostrando su divinidad absoluta, en la que se resume toda la historia de la salvación, pues están presentes también en la visión majestuosa, Moisés y Elías, en los cuales se compendiaba todo el Antiguo Testamento: la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Jesús es el Nuevo Testamento y delante de Él está el Antiguo Testamento, como rindiendo cuentas y entregando el testigo para que siguiera la carrera de la salvación de la humanidad que ellos habían iniciado, habiendo sido elegido portentosamente cada uno en su momento. Esos tres apóstoles privilegiados quedaban con la tarea de ser testigos de aquella divinidad que se había mostrado ante ellos. Jesús no era solo el hombre que convivía con ellos, que se cansaba al caminar con ellos, que reía, que se entristecía, que era tentado en el desierto... sino que era el Dios que se había mostrado como tal delante de ellos, al revelar su gloria infinita. Fue la demostración fulgurante para ellos de la doble naturaleza de Jesús, lo cual les sirvió, luego de la Pascua de Cristo, para ser los mejores testigos de la obra redentora del Señor. La Transfiguración de Jesús fue la transfiguración espiritual de estos apóstoles.

En cierto modo, la Transfiguración del Señor es también transfiguración de cada discípulo. Es ante cada uno de nosotros que Jesús se muestra como es. Para cada uno de sus seguidores está claro que Jesús es el Dios y hombre que realiza su obra redentora. Es el Hijo de Dios enviado por el Padre, por amor a los hombres para que, haciéndose un hombre más como nosotros, asumiendo nuestra naturaleza, satisficiera al Padre con su sacrificio de amor. Jesús es redentor porque es el hombre en el que habita toda la divinidad. Si no fuera así, su sacrificio no tendría ningún efecto. Hubiera sido una muerte muy significativa, pero sin efectos de salvación para nadie. Si hemos sido salvados es porque en aquel hombre que pendía en la cruz de redención, estaba Dios en su plenitud. Es una continua transfiguración que se presenta ante nuestros ojos. Por eso tiene sentido el que nos convirtamos en discípulos anunciadores de la salvación, pues el sacrificio de Jesús, transfiguración evidente ante nosotros, no nos deja otra opción que seguirlo por amor y presentarlo a los hermanos con nuestras vidas de fidelidad. Es la invitación que hace Pablo a Timoteo. Timoteo somos cada uno de nosotros:  "Toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio". Vale la pena ser de Jesús. Vale la pena ser su discípulo. Vale la pena presentar a Jesús a cada hermano nuestro para que lo haga su Redentor. Y vale la pena porque es el Dios que se ha hecho hombre, rebajándose al máximo, despojándose de su rango, para que todos fuésemos beneficiados con su sacrificio redentor, signo de su amor y de su misericordia infinita por nosotros.

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