miércoles, 25 de marzo de 2020

"Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo"

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"Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo". Estas son las palabras con las que el Arcángel San Gabriel saluda a María. Son palabras inauditas previamente, por las que la Virgen queda sorprendida y sobrecogida: "Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél". No podía ser de otra manera, por cuanto esta jovencita de no más de quince años, jamás había tenido una experiencia espiritual de esta especie, ni un encuentro similar con un ser angelical. Ella no entendía lo que se le decía, pero el Ángel sí sabía muy bien a qué se refería. Aquella niña era para él la que estaba anunciada desde el inicio de la historia de la salvación, de la que hace referencia Yahvé en su diálogo con la serpiente demoníaca. Ella es la Mujer cuya semilla le pisará la cabeza al demonio y lo dejará totalmente derrotado, aunque él procurará hacerle daño mordiéndole el talón. El tiempo de espera del cumplimento de esta bella noticia ya ha llegado. Podemos imaginarnos el gozo de Gabriel al ser enviado por Dios, en la plenitud de los tiempos, para anunciar ya a esta jovencita su elección como la Madre del Redentor. "Alégrate", le dice a María, invitándola al gozo por la inauguración de este nuevo tiempo en la historia de la salvación, en el que Dios emprende por su propio pie el recorrido duro y pesaroso del itinerario redentor, haciéndola a Ella su puerta de entrada. María, por encima de la sorpresa que vivía en ese momento, se sabía miembro de ese pueblo que había recibido la promesa y que estaba expectante esperando la llegada de ese momento de gloria: "Miren: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, porque con nosotros está Dios". Por eso, por haber sido llegado ese tiempo de redención, debía sentir la alegría de todo el pueblo. Y por si esto fuera poco, debía sentir la alegría de haber sido elegida por Dios para prestarse con su asentimiento a ser esa Puerta del Cielo que proclamamos en las letanías. Su vientre estaba siendo considerado el lugar más sagrado del universo, pues en él se iba a hacer carne el eterno Dios para entrar en la historia humana como un actor más que iba a lograr el rescate de la humanidad.

"Llena de gracia", continúa el Arcángel Gabriel en su saludo a María. Realmente es una alabanza extraordinaria. La única que la ha recibido es la Virgen María, con lo cual se verifica la exclusividad de su calidad espiritual. Está llena de gracia, es decir, llena de la vida de Dios en Ella. No hay un solo rincón de su ser que no esté impregnado de la presencia de Dios. No hay en Ella resquicio ni sombra de pecado. Si lo hubiera, ya no estaría llena de gracia. Esto requiere no haber pecado ni pecar, pues el pecado es la expulsión de la gracia de sí. Si hubiera habido pecado en Ella en algún momento previo a este, ya se hubiera hecho inhábil para estar llena de gracia, por cuanto las reliquias que quedan de cualquier pecado imposibilitan la plenitud de la gracia. Llena de gracia significa que ni pecó, ni peca, ni pecará. La alabanza del Arcángel no se refiere a ese momento exclusivamente, sino a toda su existencia. "Llena eres de gracia ahora, antes y siempre. Nunca dejarás de estar llena de gracia". Es esta la lógica para concluir que Ella ha sido preservada del pecado original y que en su vida jamás probó la amargura del pecado. Se requería que fuera así pues el huésped que Ella iba a tener en su vientre era nada más y nada menos que Dios, el infinitamente puro, para el cual es imposible compartir lugar con la impureza que produce el pecado: "Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin ... El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios". El Verbo eterno de Dios requería de un lugar inmaculado, sin mancha de pecado, que ofrecía Aquella que había sido preservada del pecado en atención a los méritos que alcanzaría su Hijo con la obra redentora. Todos los efectos de redención fueron aplicados anticipadamente a María, antes del momento en que estaba siendo concebida, lo que la hizo el lugar ideal en el cual se hacía hombre el Hijo de Dios.

"El Señor está contigo", concluye el saludo del Ángel. Es la permanencia de Dios en María, ahora y siempre, por cuanto Ella ha "encontrado gracia ante Dios". El "estar" sugiere estabilidad, permanencia, continuidad. Dios está con María y la acompañará siempre, como la ha acompañado desde el primer momento de su existencia. La presencia de Dios en la vida de María fue, previamente a la encarnación, una presencia espiritual. Desde su concepción hasta este momento de la visita de Gabriel fue acompañada por Dios, que la cubría con su amor y su poder, que la hacía crecer sana y santa, que la hacía cada vez más apta para ser la Madre del Redentor. María contaba con la providencia continua de Dios en su vida. Por supuesto, esta presencia de Dios en la vida de María no se quedó en el orden espiritual, sino que pasó a ser corporal, física, en el momento de la encarnación. "El Señor ha estado contigo hasta hoy espiritualmente. Ahora es tal esa presencia de Dios en tu vida, que está físicamente presente en tu vientre, y será el compañero de tu vida hasta siempre". El Hijo de Dios es el Hijo de María, por lo cual Dios mismo estará plenamente presente en la vida de María desde su encarnación hasta la eternidad, habiendo estado antes solo espiritualmente. Esa compañía será arrebatada brevemente, cuando el Hijo de Dios tenga que cumplir con su misión redentora. Es una misión aceptada voluntariamente, en la que la Madre es constituyente principal pues es la que ha formado un cuerpo al Verbo redentor: "Cuando Cristo entró en el mundo dice: 'Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo -pues está escrito en el comienzo del libro acerca de mi- para hacer, ¡oh, Dios!, tu voluntad'". Ella, la Madre del Redentor, sufre su pasión personal, como le fue profetizado en su momento. Jesús, arrebatado de su vida para la entrega definitiva a la muerte, no la abandona. La sigue acompañando en el dolor. Ella entrega a su Hijo, pero en su corazón sigue presente ardientemente. La sigue llenando de su presencia, y sigue estando con Ella en ese momento de dolor y para toda la eternidad. Vendrá el gozo infinito de la resurrección y el de su propia llegada al cielo, corriendo la misma suerte de su Hijo, con lo cual eternamente, el Señor estará con Ella. Esta es nuestra Madre, la siempre feliz, la llena de gracia, la que nos regala a su Hijo Jesús.

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