martes, 24 de marzo de 2020

Que Tú seas siempre la fuente de agua viva para mí

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El agua es un elemento fundamental que aparece repetidamente en la historia de la salvación. Si echamos un repaso de las Sagradas Escrituras, la encontramos presente en cada ocasión en la que Dios actúa portentosamente. Desde el principio, "las tinieblas cubrían los abismos mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas". El agua está presente como elemento noble desde el cual Dios emprende su obra creadora. Con el agua, Dios purifica al mundo y a los hombres que se habían apartado de su ley y de su voluntad, cuando ordena a Noé construir el arca de la Alianza, por la cual apenas un resto se salvó de la debacle total. El agua le sirvió a Dios para demostrar a Egipto su poder y de parte de quién se colocaba. Todo el ejército egipcio quedó sumido en lo profundo del mar cuando iba en persecución de Israel que huía en procura de su libertad. La fuente de Meribá fue la demostración de que Dios seguía acompañando al pueblo en su periplo por el desierto, a pesar de los reclamos y la rebeldía de Israel, que se quejaba ante Moisés de que Dios los había sacado de Egipto para morir de hambre y sed en el desierto. Dios, infinitamente paciente y amoroso, les regalaba esa agua que brotaba de la roca. Los dos grandes ríos, Tigris y Éufrates, conformaban los confines de la tierra que había prometido Dios a Israel, tierra bendecida por el baño que disfrutaba continuamente de esas dos fuentes inagotables de agua. Ya en el Nuevo Testamento, el agua sigue siendo un elemento esencial. Al inicio de su ministerio público, Jesús da sus primeros pasos acudiendo a Juan Bautista, para ser bautizado en las aguas del río Jordán. Tradicionalmente, se ha entendido este gesto como la santificación de todas las aguas, para la salud de todos los hombres. Y en el encuentro con la mujer samaritana, Jesús proclama que viene a traer la vida a los hombres con el agua viva que Él dará a todos: "El que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed jamás, sino que dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna". Jesús es el agua que da la vida eterna. Es un agua que está presente, entonces, desde el principio de la historia de la salvación, y de la cual todos obtendremos la salvación. Por esa agua somos bautizados. Con ella se nos perdonan los pecados. Ella nos da la nueva vida que Jesús procura para cada uno de nosotros en su redención.

Esa agua que Dios nos regala, por la cual obtenemos la salvación, es el agua que purificará todas las aguas de nuestra existencia: "Estas aguas fluyen hacia la zona oriental, descienden hacia la estepa y desembocan en el mar de la Sal, Cuando hayan entrado en él, sus aguas serán saneadas. Todo ser viviente que se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida; y habrá peces en abundancia. Porque apenas estas aguas hayan llegado hasta allí, habrán saneado el mar y habrá vida allí donde llegue el torrente". Es agua que da vida, que sanea las aguas salobres que impiden los brotes de vida que se puedan dar. Es una representación clara del mundo del pecado en el que se impide el surgimiento de la nueva vida, que es la vida de la gracia que Dios quiere donarnos. Lo hace procurando el agua que limpia y que purifica, que sanea el agua salobre del pecado por la cual el surgimiento de nueva vida es impedido: "En ambas riberas del torrente crecerá toda clase de árboles frutales; no se marchitarán sus hojas ni se acabarán sus frutos; darán nuevos frutos cada mes, porque las aguas del torrente fluyen del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales". Esa agua multiplicará la bondad de la nueva vida que surge de la tierra. Todo lo que sea saneado por el agua de Dios dará vida abundante continuamente, dará frutos que a su vez multiplicarán la vida en otros, pues será medicina para quien los consuma. Quien posea la vida que da esa agua nueva, limpia, pura y vivificadora, se convertirá a su vez en manantial de vida para los demás. Poseer la vida que da el agua nueva es hacerse surtidor de esa misma vida recibida. Nacer a la vida nueva gracias a esa agua que sanea el agua contaminada por el pecado compromete a convertirse en proveedor de la salud que ella transmite y a procurar que todos la posean también.

Ese torrente de agua nueva, limpia y purificadora surge de Jesús. Como le dijo a la samaritana, esa agua que Él da se convierte en fuente de agua viva que nos hace saltar hasta la vida eterna. Él es la fuente, Él es el agua, Él es la vida eterna. De Jesús obtenemos todos los beneficios que Dios quiere que lleguen a nosotros por la obra de entrega del Hijo. Porque Jesús es la fuente del agua viva, acercarnos a Él es acercarnos a Aquél que nos renueva totalmente, que sanea todas nuestras aguas que están salobres por el pecado, lo que impide que haya cualquier manifestación de vida. Es vivir la experiencia absolutamente gratificante de aquel hombre que tenía ya 38 años enfermo y que tenía la esperanza de ser sanado milagrosamente cuando el ángel removía el agua de la piscina, pero que siempre llegaba tarde: "Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado". Con la presencia de Jesús, que es el agua que purifica y vivifica, ya no era necesario entrar en la piscina. La virtud del agua le venía por la voluntad salvífica de Dios. Esa voluntad se hacía presente en Jesús. La virtud sanadora no la tenía el agua por sí misma sino porque Dios se la concedía. Y ahora es Jesús quien la posee y la pone en práctica portentosamente en este enfermo: "Levántate, toma tu camilla y echa a andar". No tenía que entrar en la piscina. Estaba frente a él Jesús, que es el Dios hecho hombre, el que da a esa agua su poder sanador. Jesús es quien hace que toda agua sea purificadora. La virtud sanadora del agua es el regalo inmenso que nos ha hecho Dios en Jesús. Por el bautismo todos somos beneficiados por ese regalo extraordinario del Dios de amor. El bautismo es el acercamiento a la fuente de agua viva que es Jesús por el cual es anulada la salobridad de nuestras aguas llenas de pecado, y somos convertidos en agua limpia y dulce que posibilita el surgimiento de vida fresca, que es la vida de la gracia que nos regala nuestro Dios de amor, para que también nosotros la hagamos llegar a nuestros hermanos.

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