domingo, 15 de marzo de 2020

Jesús es el manantial del agua viva que me hace llegar al cielo

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En el itinerario litúrgico que nos va presentando la Cuaresma se sigue un proceso didáctico perfecto. El Evangelio del primer domingo nos presenta las tentaciones de Jesús, en el cual se nos muestra, además de lo cotidiano que vivimos los hombres, la humanidad de Jesús. Él es el Dios eterno que ha asumido nuestra naturaleza para poder satisfacer por el pecado que nosotros hemos cometido. Desde su absoluta inocencia asume nuestras culpas para lograr la redención. Ciertamente, ver al Verbo eterno de Dios hecho hombre que es tentado por el demonio, como lo es siempre cada uno de nosotros, nos convence plenamente de que ese Dios asumió íntegramente nuestra humanidad, "pasando por uno de tantos". El Evangelio del segundo domingo nos presenta la perfecta divinidad de Cristo, en la Transfiguración. Aquel que ha sido tentado por el demonio, demostrando con ello su plena humanidad, no ha abandonado su divinidad. Precisamente, desde esa divinidad perfecta es que logrará triunfalmente nuestro rescate del pecado. Si fuera solamente un hombre cualquiera, su sacrificio, aun siendo quizá muy valioso, no representaría nada en cuanto satisfacción por los pecados de la humanidad. Cuando Él nos demuestra su divinidad nos está diciendo que aquel que está inerme en la Cruz no es simplemente uno más, sino que es el hombre que es Dios. Por ello su sacrificio tiene valor infinito y puede servir para redimir a toda la humanidad. Jesús es perfecto Dios y perfecto hombre. Y el Evangelio del tercer domingo nos presenta ya a ese Jesús en el ejercicio activo de su labor de rescate, cuando se encuentra con la Samaritana. Ella no pertenece al pueblo de Israel, pero aun así es también beneficiaria de la obra redentora. En ella está representada toda la humanidad. El encuentro concreto de Jesús con esta mujer pecadora deja al descubierto el amor redentor de Jesús que conquista el corazón de cualquiera y le deja la huella de ese amor tan profundamente marcada que se convierte en la anunciadora perfecta de la llegada de ese tiempo de salvación para todos, a los que invita a tener ese encuentro personal con el Salvador. Es impresionante la frase de los paisanos de la Samaritana: "Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo". La experiencia de la salvación es ya personal para cada uno. Jesús se muestra así como el Dios que se ha hecho hombre y que trae la salvación para todos.

La Samaritana somos todos. Tú y yo. Tener el encuentro personal con Jesús, en el que quedamos al desnudo ante Él, es absolutamente necesario para poder disfrutar de su amor redentor. La añoranza de la salvación se resuelve solo en la vista cara a cara con ese que viene a salvarme. Ello implica dejar atrás posturas previas o prejuicios, y colocarse ante Él como somos en lo más profundo de nuestra intimidad. Lo dice San Agustín: "Dios es más íntimo a mí que yo mismo". Delante de Él no podemos tener intenciones segundas, pues es inútil querer esconder algo propio ante quien descubre toda mi intimidad con una simple mirada. A la Samaritana le descubrió toda su vida. Así mismo descubre la mía. Seamos o no inocentes quedamos al descubierto ante Él. En todo caso, lo que verdaderamente importa es el resultado final de ese encuentro. Lo que debemos añorar es volver a la inocencia original, estar delante de Dios lo más puros posible. Y eso solo lo lograremos si dejamos que Él nos mire en profundidad y con su amor redentor cancele todo lo que de oscuro y tenebroso hay en nuestro interior. La Samaritana alcanzó su limpieza porque en la sorpresa que vivió ante quien tenía frente a sí, se dejó maravillada restablecerse y alzarse, alcanzando así de nuevo la plenitud de su dignidad. Su alegría fue inesperada. Ella solo se dirigía a buscar agua en el pozo, y esa labor cotidiana resultó para ella en el logro no solo del agua física que quería, sino del agua que era la fuente de la vida plena y que brotaba de Aquel con el que se encontró en el pozo. "El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna". 

Lo que nos mueve en este encuentro es la esperanza de la salvación. El Señor se ha hecho hombre para nosotros y por nosotros. Acercarnos a Él representa nuestra salvación. Dejarnos ver por Él y recorrer nuestros resquicios espirituales para que pueda hacer su obra de amor, asumida voluntariamente: "Cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros". Como la Samaritana, nos ponemos delante de Él, asumiendo que descubre todo nuestro interior y lo purifica con su amor redentor. Es el amor más puro y poderoso, y está a nuestro favor. Por ello, nos motiva la esperanza de sabernos amados a tal punto que entrega su vida por nosotros y nos da gratuitamente esa salvación que añoramos. Nos abre las puertas de la eternidad. "Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado". Jesús es la fuente de esa agua que mana incesantemente a nuestro favor, y que derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Con ello nos asegura la presencia de su amor y de su iluminación, siendo siempre esa fuente de salvación para todos.

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