lunes, 9 de marzo de 2020

La soberbia me deja solo con mi fuerza. La humildad me llena de tu poder

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La ley del embudo es la ley en la que se procura siempre lo mejor para uno mismo y lo menos bueno para los demás. Es el empeño que ponemos para que lo ancho, lo suave, lo menos exigente, nos toque siempre a nosotros, y los más duro, lo más agrio, lo más exigente, le toque a los otros. Lo ancho para nosotros y lo estrecho para los otros. Así, buscamos obtener los mayores beneficios con el menor esfuerzo, llegar a las metas sin cumplir muchas exigencias, ser considerados buenos o los mejores sin mucho empeño de nuestra parte. Lo más grave es que creemos que tenemos derecho a ello, pues nos consideramos realmente mejores que los demás. La continua repetición mental del convencimiento de nuestra superioridad llega a crear en nosotros esa convicción. Es la típica técnica goebbeliana que afirma que una mentira repetida infinidad de veces llega a convertirse en una verdad. Y llegamos a afianzarnos de tal manera en esta convicción que creemos que podemos llegar a ser referencia para todos. "No entiendo por qué no hacen las cosas como las hago yo...", "Todos deberían usar mi método que es infalible...", "A mí jamás se me ocurriría hacerlo así...", "Pensar como yo pienso es la mejor manera. Así se tienen menos problemas...". De esta manera, nos colocamos nosotros mismos en el centro del universo, desplazando incluso al mismísimo Dios, no entendiendo cómo es posible que Él nos haya dejado en lugar tan secundario. Evidentemente, la humildad en esta actitud brilla por su ausencia, y de esta manera la puerta es franca para la entrada del demonio y de toda su carga negativa en la vida personal. La soberbia, que no es otra cosa que el desplazar a Dios y a los hermanos del lugar central que les corresponde por esencia y colocarnos nosotros mismos en el centro, es el caldo de cultivo ideal para la acción libre del demonio. Nosotros mismos nos encargamos de dejarle vía libre a su acción.

Por eso mismo Jesús insiste en la necesidad de actuar exactamente al contrario a lo que sugiere e invita la soberbia. A la soberbia se le opone la humildad, el reconocimiento del lugar que nos corresponde a cada uno, la centralidad que es exclusiva de Dios y de los hermanos, la consideración del servicio como finalidad de la propia vida, la aceptación de la propia nada ante el todo que corresponde a Dios, la solidez de la acción por amor por encima de la imposición hegemónica o tiránica... Quien es humilde inmediatamente coloca a Dios de su parte, con lo cual tiene una ganancia infinita. La lógica en este caso es inversa a lo que pensaría quien se quiere imponer por sí mismo a los demás. Éste se queda solo con su propia fuerza. El humilde pone a su favor el poder infinito de Dios. La humildad hace poderoso. La soberbia deja abandonado en la propia debilidad. Jesús quiere una humanidad poderosa, no porque utilice su fuerza para imponerse, sino porque abre las puertas a la acción de Dios, reconociendo que sola se queda en la mayor debilidad, "porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres". La invitación de Jesús, entonces, cobra todo sentido: "Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso; no juzguen, y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen, y serán perdonados; den, y se les dará: les verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midieran se les medirá a ustedes". La medida humana puede invitarnos a una lógica diversa. En esta invitación de Jesús está asumido que la medida nuestra no es ni mucho menos la mejor. La mejor, la que tiene más sentido para nosotros y para los demás, es la medida de Dios. No tiene parangón, pues no se puede comparar a ninguna otra. Sólo quien es humilde podrá actuar de la manera como actúa Dios. Y eso tendrá como consecuencia la mayor de las ganancias, por cuanto obtiene como compensación una actuación similar de Dios hacia él.

No hay una ganancia material. Al contrario, a los ojos del mundo esta manera de actuar puede ser absurda, por cuanto implica desplazarse a sí mismo al último lugar. Humanamente es así. Por eso Jesús insiste en su invitación desmontando la lógica humana: "El que quiera salvar su vida la perderá. Y el que pierda su vida por mí la ganará". "El que quiera ser el primero que sea el último; el que quiera ser grande que sea el servidor de todos". El cristiano fiel, el que quiere avanzar en la auténtica vida de fe, el que quiera cerrar el paso a la soberbia y abrir las puertas a la humildad, debe entender que su mirada debe ser más amplia y no encerrarse solo en la visión de su vida actual. Teniendo derecho a ser feliz hoy y aquí, la consideración de la propia vida debe abarcar a la totalidad, sobre todo a la eternidad que dará sentido a todo el esfuerzo que se puede hacer en la vida actual. Si llegara a centrarse solo en el hoy, pueden cometerse errores fatales: "¡Ay, mi Señor, Dios grande y terrible, que guarda la alianza y es leal con los que lo aman y cumplen sus mandamientos! Hemos pecado, hemos cometido crímenes y delitos, nos hemos rebelado apartándonos de tus mandatos y preceptos. No hicimos caso a tus siervos los profetas, que hablaban en tu nombre a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra". Lo único que cabe en esta circunstancia es el reconocimiento del error y la humildad en el arrepentimiento: "Pero, mi Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona, aunque nos hemos rebelado contra él". Dios es el misericordioso por naturaleza. Y ante el hombre que reconoce su falta nunca dejará de actuar como Padre amoroso. Su fuerza está de nuestra parte cuando somos humildes. Más aún, su perdón sale raudo hacia nosotros cuando reconocemos con humildad nuestra culpa y nos colocamos ante Él con confianza. La medida de su perdón para nosotros es infinita. Así debe ser la medida de nuestra humildad ante los hermanos.

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