jueves, 5 de diciembre de 2019

Mi casa nunca se caerá porque puse a Jesús de cimiento

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Una de las sensaciones que más deseamos tener los hombres es la de la solidez de nuestra vida. No hay nada que llene de más sosiego que creer que nuestra vida tiene bases firmes, por lo cual no será abatida por ninguna fuerza contraria que quiera dañarla. Y no se habla aquí solo de solidez física, sino de solidez integral. Queremos tener ideas que nunca puedan ser refutadas, ser superiores en nuestras argumentaciones, demostrar que sabemos mucho de muchos y diversos tópicos. Queremos tener una salud que no sea amenazada por ninguna enfermedad, ser inmunes a los virus y bacterias del ambiente, tener órganos vitales que nunca fallen. Queremos tener relaciones afectivas inconmovibles, ser queridos por todos, no tener problemas con nadie, estar absolutamente seguros del amor que nos tienen los nuestros, nuestra pareja y nuestros hijos. Queremos tener solidez económica, todas nuestras necesidades básicas bien cubiertas, buena ropa, una buena casa, un buen automóvil. Queremos tener estabilidad laboral, estar bien remunerados, ser considerados los mejores en lo que hacemos, no recibir críticas en nuestra tarea, tener buenas relaciones laborales con los compañeros. En fin, nuestra añoranza estriba en estar en la cresta de la ola en todo, suponiendo que ese es el lugar que nos corresponde y que la vida sería injusta si eso no fuera así. Nuestra seguridad está hipotecada a lo que logremos por nosotros mismos. Sin duda, el "self-made-man" es un ser que puede sentir el orgullo de haber alcanzado con sus propias fuerzas sus metas añoradas. Pero solo existe un problema. Siendo justicia que apliquemos todo nuestro esfuerzo en lograr nuestras metas, pues Dios mismo ha colocado en nosotros las cualidades necesarias, no lo es del todo, pues estamos dejando fuera a un actor principal en esta obra, que es al mismo Dios.

El hombre tiene derecho a construir su propia vida, pero no tiene derecho a excluir y dejar por fuera a quien hace toda vida posible. Teniendo la ciudad del hombre sus normas propias y siendo absolutamente lícita una "separación de poderes", es imposible dejar por fuera totalmente al Dios creador y sustentador de todo. Ya lo decía San Francisco de Asís: "Haz todo como si solo dependiera de ti, pero confía y espera en Dios como si todo dependiera de Él". El profeta Jeremías lo dijo más claramente: "¡Maldito el hombre que confía en el hombre y busca su apoyo en la carne, mientras su corazón se aparta del Señor!" La confianza en sí mismo está muy bien. La confianza solo en sí mismo está muy mal. Todas las metas de logros humanos que se pone el hombre, por más sólidas que parezcan, no lo son en absoluto. Basta que venga una debacle para que todo caiga. Basta un argumento poderoso para tumbar tu idea genial. Basta un infarto para que se destruya tu salud. Basta un desacuerdo para que se tambalee el amor. Basta un despido para que la estabilidad laboral desaparezca del todo. Nada de eso es estable y permanente. No depende solo de nosotros. Hay miles de factores diversos sobre los que descansa esa pretendida seguridad. Todo eso es pasajero. Todo desaparecerá en algún momento. Solo existe una realidad inmutable, eterna, que nunca pasará y que estará siempre presente: Dios. Por ello, siendo justo el lograr metas con el propio esfuerzo, la única seguridad absoluta posible sobre la cual debemos construir nuestra casa es en Él. "Jesús es la piedra que desecharon ustedes, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos", dijo San Pedro a los judíos.

Jesús mismo le insiste a los hombres sobre la necesidad de colocar la esperanza en la realidad sólida de su Palabra: "El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca". El hombre edificó su casa, es decir, hizo su esfuerzo para construir su vida, se hizo a sí mismo, alcanzó sus metas, se procuró lo que justamente le correspondía. La construcción la hizo él. Pero muy sagazmente construyó en el terreno firme que le procuraba Jesús, es decir, sobre su Persona y sobre su Palabra. No cometió la torpeza de despreciar a Dios en la construcción de su vida, como el otro del que habla Jesús: "El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande". Pudo más la soberbia, el orgullo, el egoísmo, que el reconocimiento de Jesús y de su Palabra. Habiendo hecho exactamente lo mismo que el primero, construyendo su propia vida con su esfuerzo personal, tuvo un añadido fatal en su soberbia. Y excluyó algo fundamental para alcanzar la solidez total: poner como cimiento a Jesús, la piedra angular. Todos estamos llamados a construir el edificio de nuestra vida. Y lo debemos hacer con la mejor calidad. Para ello nos ha capacitado Dios. Pero estamos llamados a mirar hacia arriba, conscientes de que nuestra vida no se agota en las cosas que yo logre aquí y ahora, sino en la añoranza de una eternidad feliz junto a nuestro Padre Dios, por lo cual ponemos como fundamento a Jesús, su Persona, su Palabra.

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