martes, 3 de diciembre de 2019

Hazme descubrirte, Jesús, para vivir contigo

Resultado de imagen de Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis

Ver a Jesús es la mayor aspiración que podemos tener los cristianos. Cuando sabemos que nuestra vida está marcada para avanzar por una ruta cuyo final es colocarnos a su derecha, y que ese final es el inicio del idilio eterno que viviremos junto a Él, en una alabanza continua, llena de gozo y frenesí, nuestra añoranza nos lleva a suspirar esperanzados para que ese final llegue cuanto antes. Y es que ese fin debe estar en la perspectiva de la vida de todo cristiano. Es lo que le da sentido a todos los esfuerzos que podamos hacer, a la fidelidad con la que intentamos siempre vivir, a la búsqueda de seguridades solo en el amor de Dios, al abandono en su voluntad siempre amorosa y que invita a la superación. Debemos fundar nuestra vida en aquella esperanza final de vivir eternamente junto a Dios, en la añoranza de llegar a la meta que es la vida plena en Él. Si esa perspectiva no está en nuestra mente, reduciríamos nuestra vida simplemente al tratar de ser buenos, a cumplir lo que Dios nos pide, a aceptar la invitación a superarnos cada vez más en humanidad y santidad, pero le faltaría una razón última que la sustente y que haga valer la pena todo esfuerzo para alcanzarla. Todo eso lo hacemos porque queremos lograr algo, lo más alto a lo que podemos apuntar. No se trata de hacer el bien solo por ello, lo cual ya sería en sí mismo loable. Se trata de poner en esa perspectiva el lograr la meta mayor que es asegurar mi propio bien mayor, que es llegar a la vida eterna en el amor de Dios. Por eso, colocar a Jesús ante mí mismo debe ser una añoranza firme. Es lo que desearon los antiguos, conocedores de las promesas de Dios: "Les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron; y oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron". Deseo ver a Jesús porque añoro vivir mi vida eterna a su lado, en la presencia del Padre.

Ahora bien, ese ver a Jesús no puede reducirse a una mirada presencial, física, corporal. Si así fuera, muchos estaríamos excluidos de ello. Se trata de entender esa mirada en un plano más amplio, más sacramental, más espiritual. Ver a Jesús es descubrir su presencia en tantas y tantas realidades cotidianas que vivimos. El mismo Jesús nos da la clave para poder descubrirlo en ellas. "Tomen y coman. Esto es mi cuerpo... Tomen y beban. Este es el cáliz de mi sangre..." Es la presencia de mayor densidad del mismo Jesús que tenemos en nuestra historia. Es descubrir esa compañía sacramental que se cumple perfectamente en la Eucaristía, y que Jesús nos promete hasta el final: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo". "Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, Yo estaré en medio de ellos". Nos invita también a descubrirlo en esa vida de comunidad que lo hace presente, cuando se vive en su nombre y bajo su guía. La vida de oración comunitaria, la solidaridad fraterna, la mirada común a la persona y a la obra de Cristo, aseguran que Él se hace presente y visible. "Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron". Así, nos invita también a poder verlo en la carne de los últimos, de los más débiles, de los enfermos, de los pobres, en los cuales Él se hace presente sin ninguna duda. La carne del débil es la carne de Jesús. Poder verlo a Él en ellos es asegurar que siempre estará a nuestra vista. Esas miradas a Cristo nos llenan de la esperanza de poder tenerlo siempre a la mano, pues jamás nos faltarán las ocasiones de poder descubrirlo en ellas.

Estamos llamados, en efecto, a no contentarnos con una primera mirada superficial que no descubre nada más allá de lo evidente. Se trata de dejarse conquistar el espíritu por esa realidad superior que hace que la mirada se eleve y nos lleve a la que trasciende lo natural y que nos invita a profundizar hacia lo sobrenatural. A no sentirnos satisfechos simplemente con lo pasajero, sino a llenar la perspectiva con aquella mirada que nos lleva más allá y nos hace elevarnos infinitamente, a la altura divina. Para ello, debemos esforzarnos en sucumbir ante el amor y dejarnos ganar por él, pues es lo que le da sentido a lo que se espera. Abdicar de las propias seguridades y abandonarse con humildad ante la evidencia del amor divino que me quiere llevar a Él para toda la eternidad: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Es la mirada que descubre a Jesús en todo, que hace aumentar la añoranza de esa vida futura y eterna en Dios, que asegura que aquella utopía de la eternidad de absoluta armonía y paz en el Señor es posible: "Nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé será elevada como enseña de los pueblos: se volverán hacia ella las naciones y será gloriosa su morada". 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario