jueves, 19 de diciembre de 2019

Mi alegría es eterna porque sé que mi Dios me ama eternamente

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Un momento puntal en la vida de los hombres es cuando surge el amor por aquella persona con la cual se sueña en compartir la vida. Es el momento del arrebato del corazón, en el cual todas las demás personas de alrededor, que tienen que ver y que son importantes para él, dan paso a aquella con la cual se piensa complementar la propia vida, que será esa con la cual se cumplirán los planes y proyectos del futuro, y que le dará la ilusión y la fuerza necesaria para avanzar con paso firme en él. No es que los demás pierdan la importancia que tienen, que han tenido o que seguirán teniendo, sino que entre las personas prioritarias y que ocupan ese lugar de primacía sobre todas, aquella pasa a ocupar el primer lugar. Es el amor del complemento, el que falta para estar completos, el que hace que sea realidad el "no es bueno que el hombre esté solo" que sentencia Dios desde el inicio de la existencia de cada hombre y de cada mujer de la historia. El amor de complemento humano en la vida esponsal es el amor que más puede llegar a parecerse al amor de Dios, pues es un amor benevolente, oblativo, en el cual no se piensa en sí mismo, sino en el otro. Es el amor que lanza a procurar esa felicidad del otro, el bien mayor siempre para él, porque está motivado no en el beneficio que me produce, sino en la procura de evitar para él todo malestar, de lograr que la felicidad sea su marca de vida, que solo lleguen para él los beneficios que puedo ofrecerle en mi esfuerzo real por evitarle todo mal, toda molestia, toda tristeza, toda frustración. Si el amado es feliz por lo que yo le procuro, entonces, en consecuencia, yo soy feliz. Mi felicidad es la felicidad de aquel a quien amo. Es mi compensación. No deseo más. Y así, exactamente, es el amor de Dios por nosotros, sus criaturas. Nos ama porque sí. Su única razón de amor por nosotros es nuestra existencia, sin más. A este amor de oblación, los hombres le agregamos un amor menos perfecto, también bueno, pero que no es fiel reflejo del amor divino. Es el amor que llamamos de concupiscencia, por cuanto se caracteriza en cierto modo en la retribución. Amo en cuanto también que de aquel a quien amo recibo beneficios, en cuanto soy amado, en cuanto se me compensa con más amor. Amo también porque recibo el tesoro del amor. Cuando permito que aquel amor perfecto, el oblativo o de benevolencia, sea el que domine, tengo asegurada mi felicidad perpetua. Mas si permito que sea el amor de concupiscencia el que prevalezca, mi felicidad siempre estará dependiente de los bienes que reciba, por lo cual siempre estará en riesgo de no hacerme feliz, pues podré siempre estar exigiendo más y más, y quizá nunca estar satisfecho.

Dios nos ama siempre con amor benevolente. Su amor es siempre de oblación, de donación, de entrega. Tanto, que se desprende de todo con tal de darme siempre su amor y de hacerme sentir feliz: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna". No dejó nada para sí. El Hijo de Dios, al aceptar la misión encomendada por el Padre, "se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Esto solo lo hace quien ama con benevolencia. No se obtiene ningún beneficio en la entrega total hasta la muerte. El único bien que se obtiene es saber que mi entrega es la salvación de aquel a quien amo: "Me amó a mí y se entregó a la muerte a sí mismo por mí". Por eso, al hablar de la obra salvífica del hombre de parte de Dios, la imagen ideal es la del amor esponsal perfecto. Dios es el novio que ha conseguido en nosotros su pareja ideal. Y la mejor manera de comprender ese deseo de salvación hacia nosotros es comparándolo con el amor entre los esposos. Dios es el esposo y nosotros, el pueblo, Israel, la Iglesia, somos la esposa, y Él quiere que recibamos absolutamente todos los beneficios, que no tengamos falta de nada, que no haya razones para nuestra tristeza o malestar. Quiere evitar para nosotros toda razón de frustración o de sufrimiento. Y tiende su mano para que sepamos que en cualquier circunstancia Él nos sirve da apoyo, de consuelo, de fortaleza. Se establece, de esta manera, una relación idílica, en la que Dios suspira por nuestro bien, y nosotros suspiramos por tenerlo siempre a nuestro lado: "¡La voz de mi amado! Véanlo, aquí llega, saltando por los montes, brincando por las colinas. Es mi amado un gamo, parece un cervatillo ... Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. Paloma mía, en las oquedades de la roca, en el escondrijo escarpado, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz: es muy dulce tu voz y fascinante tu figura". Es ciertamente como una novela de amor, en la que se describe de la manera más entrañable posible aquella relación de amor que Dios quiere establecer con cada uno de nosotros.

En el momento culminante de la historia de la humanidad aquel idilio se hizo totalmente real. El encuentro de Jesús con la humanidad es el momento de la boda que confirma esta relación esponsal entre Dios y el hombre. Desde ese momento ya no hay razón para las tristezas o las frustraciones. Dios me ama infinitamente y ha establecido conmigo una relación que jamás terminará. Dios se hizo hombre en aquel momento grandioso de la historia y jamás dejará de serlo. Es un matrimonio perpetuo en la que el amado procurará hacer todo por mantener a su amada feliz y llena de beneficios. Mi corazón es el depósito en el que se guardarán todos los tesoros de amor que mi amado tiene reservados para mí y que me irá regalando. Por eso, en nosotros los hombres, miembros de la Iglesia, esposa de Cristo, no puede haber otra reacción que la de la felicidad y el gozo por sabernos objetos de un amor puro, infinito y eterno. Juan Bautista en el vientre de su madre Isabel, salta de gozo. "En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz exclamó: '¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!'" Juan es el representante de toda la humanidad que salta gozosa por el amor hecho carne en el vientre de María. Dios se ha casado con el hombre. Y lo ha hecho para que no tengamos falta de nada, para que vivamos siempre en la seguridad de su amor, para que toda razón de tristeza desaparezca y no hagamos depender nuestro gozo de lo que podamos recibir, sino solo de la seguridad de sabernos amados infinita y eternamente por aquel que nos llevará a su lado para que nuestra felicidad sea eterna. Así nos quiere Dios. Y por eso se desposa con nosotros en aquel momento de la historia y se queda como nuestro esposo para toda la eternidad derramando su amor sobre cada uno.

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