domingo, 16 de febrero de 2014

O santo o nada

La vocación del hombres es la perfección. Jesús mismo pone esta meta como ideal al cual hay que perseguir: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". No se trata, por lo tanto, de un simple preocupación, sino de lo que debemos procurar por todos nuestro medios. Recuerdo una vez que escuché a un dirigente cristiano en una intervención pública decir: "Para nosotros, la santidad debe ser una especie de obsesión.Una idea que nos dé vueltas continuamente en nuestra cabeza, para poder avanzar siempre hacia ella. De lo contrario, nunca lo seremos". Es decir, esa meta de perfección, que en cristiano es la santidad, debe conglomerar a su alrededor todos los esfuerzos y pensamientos del cristiano.

Al ser una meta propuesta por Jesús se convierte, entonces, en una decisión personal. Podemos o no aceptarla. Podemos rechazarla. Cada uno de nosotros, tal como lo creó Dios soberanamente, es libre en esta decisión. Por eso, la santidad no es una "inyección" que nos coloca Dios, sin concurso nuestro. Es, sí, un don suyo pues al fin y al cabo la santidad es su vida en nosotros, pero es algo que posibilitamos nosotros cuando nos decidimos a dejarnos llevar por su voluntad, a abrir el corazón para permitir su presencia en nosotros, a comportarnos como redimidos y salvados que avanzan hacia la felicidad eterna, a vivir como hermanos en la justicia y en la paz. Son todas condiciones que se necesitan para el ejercicio de la santidad.

La misma Palabra de Dios nos pone la encrucijada de nuestra decisión: "Ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja". En su fidelidad extrema a la creación y a las condiciones en las que la hizo, Dios es respetuoso al extremo de la libertad con la que enriqueció al hombre. De nada serviría que el hombre estuviera constreñido a la santidad, sin la posibilidad de no serlo. No habría en el hombre ningún mérito. Lo grande de la santidad es que cuenta con el concurso del hombre, que es fruto de un acto de la voluntad que ha discernido previamente lo mejor de la opción de la santidad.

Ahora bien. Esta santidad, siendo opción hecha por el hombre, exige de cada uno el esfuerzo pleno. No se trata simplemente de verla a lo lejos como la meta casi inalcanzable, sino de poner todo el empeño para tenerla a la mano. El mismo Jesús aclara cómo es la altura de la exigencia: "No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud". La medida de Jesús, la rasante que coloca al camino de la santidad, es el de la perfección, el de la plenitud.No es que sea nueva la llamada a la santidad, sino que esa llamada ahora está revestida de la plenitud que da la vivencia extrema del amor. Por eso, la expresión de Jesús es tan plástica: "Han oído que se dijo... Pero ahora yo les digo..." Hay un nuevo estilo, la santidad tiene un nuevo contenido, la exigencia, siendo la misma, es mayor. Lo que le da una motivación superior es la del amor, el que vivió Jesús al entregarse a los hombres. Un amor extremo, pleno, perfecto, sin resquebrajamientos ni hendiduras...

La libertad del hombre es el componente principal en la decisión para ser santos. Pero su ingrediente primero es el del amor. Es lo que hace comprensible el extremo al que nos llama Jesús. Es lo que le da sentido a la plenitud que se nos pone ante la vista. Por eso es que se hace comprensible lo incomprensible: "Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria". Ya no es, por lo tanto, desde la vivencia del amor, incomprensible. El amor le da sentido a todo. El amor hace heroico al que se pone como meta la santidad, la perfección. La libertad, impregnada por el amor, es invencible y apunta siempre a la plenitud.

No tiene sentido, por eso, decidirse para no poner el máximo empeño. Quien se decide libremente a alcanzar la plenitud que propone Jesús, quien acepta la invitación a "ser perfectos como el Padre celestial", quien asume como propia radicalmente la decisión de avanzar por las rutas de la santidad, debe hacerlo asumiendo que debe realizar todos los esfuerzos necesarios. No asumirlo con actitud de mínimos sino de máximos. Debe asumir todas las consecuencias de su decisión y sortear todos los obstáculos que se le presenten en el camino, que serán muchísimos. O se avanza raudamente, o no se avanza. O se camina grácilmente hacia la santidad o el camino se obstaculiza y nos detenemos...

Es en ese sentido que se comprenderá lo misterioso y que se vivirá la plenitud real de la meta a la que estamos llamados. No hay otra opción posible. Eso lo que dará la explicación de lo incomprensible. Sólo lo comprenderemos cuando nos sumerjamos en su realidad. Si nos quedamos como simples contempladores externos del misterio, jamás nos sentiremos contentos, pues nunca lo agarraremos con la inteligencia del amor: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman."

Si nos decidimos a ser santos, asumamos las consecuencias de tal decisión. No nos quedemos en las medias tintas que nunca nos darán satisfacción. Comprendamos que debemos vivir el amor en plenitud para dar sentido a lo que se nos exige. De no ser así, siempre estaremos en la contemplación misteriosa de lo que nunca comprenderemos totalmente. Sólo el amor nos dará la clave para entenderlo y vivirlo felices plenamente...

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