viernes, 28 de febrero de 2014

Hasta que la muerte los separe

"Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a una mujer, y serán los dos una sola carne". Es lo que Dios dijo cuando creó a la mujer de la costilla del hombre y la unió a él para formar la pareja natural que Él quería, para poblar la tierra y fecundarla... Esta frase es retomada por Jesús, según el Evangelio de Mateo, con el añadido: "Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre". Por eso, esta unión entre el hombre y la mujer es "hasta que la muerte los separe". Luego, San Pablo en la Carta a los Efesios la retoma, en el paralelismo que hace entre el matrimonio y al unión de Cristo con la Iglesia. Pablo no puede contener su sorpresa ante la realidad que representa el matrimonio, y lo llama "misterio grande"...

El matrimonio es una realidad natural, querida por Dios desde la creación del hombre y la mujer. En su designio eterno, decretó que el hombre y la mujer se sirvieran de apoyo mutuo, como "ayuda adecuada". El hombre, así lo quiso Dios, tuvo la compañía de alguien que estuviera a su misma altura, porque "no es bueno que el hombre esté solo". Es lo que ha sostenido la presencia del hombre sobre la tierra, lo que ha hecho posible el desarrollo de los pueblos, la existencia de hombres y mujeres que investigaran, que fueran creativos, que con su ingenio hicieran la vida mejor para todos. El haber asociado Dios a los hombres a su obra sobre el mundo, hizo posible las grandes realidades que ha desarrollado el hombre a su favor y a favor de todos...

"En la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley". Jesucristo vino a dar plenitud a la obra creadora del Padre, realizando una nueva creación y dándole un sustento más sólido que el que tenía en el pasado. La obra redentora que lleva a cabo Jesús eleva de categoría todo lo existente, sondeándola con el mejor de los dones: el del amor divino. Este amor permea, desde la Muerte y Resurrección de Cristo, toda realidad humana. También el matrimonio. Desde la redención de Jesús, el matrimonio fue elevado a una categoría de sacramento, con lo cual pasó de ser una simple realidad natural que une al hombre y a la mujer, a una que, por designio amoroso de Dios, da la capacidad de santificación. Todo sacramento confiere una gracia, que es la presencia de Dios, que sirve para santificar, para llevar adelante una realidad que puede tener dificultades, para avanzar con ilusión por el camino de la santidad, sorteando obstáculos, intensificando los logros y las alegrías, dando la ilusión que fortalece para avanzar siempre, aun en medio de las dificultades, y a veces, gracias a ellas... La presencia de Jesús en cada sacramento es una realidad insoslayable. Es Jesús mismo el que actúa en ellos.

En el matrimonio se hace presente Jesús amando desde el cónyuge al otro, santificando en cada acción matrimonial que se realice, alimentando el amor que los une, bendiciendo a la pareja con la descendencia. En el matrimonio son los esposos los que realizan su propio sacramento, son ellos sus mismos ministros. Por eso, el sacramento no "se celebró" en algún momento pasado, sino que de algún modo "se actualiza" en cada acto matrimonial que se realiza... La fecha del matrimonio es la fecha en que "empezaron a casarse", pues lo siguen haciendo cada día y a cada momento.

En cada matrimonio Dios nos sigue diciendo a cada uno que sigue en el mundo amando, pues cuando un cónyuge ama al otro, es Jesús mismo el que está amando. No hay certeza superior a ésta. Por eso, cada pareja matrimonial nos dice a todos que Dios no se ha olvidado ni se ha alejado del mundo...

Por muchas razones, entonces, vale la pena seguir luchando por salvar todo matrimonio: Porque son testimonio del amor. El que haya dificultades, desencuentros, conflictos..., no elimina esta realidad. El amor no vive sólo en la felicidad. Allí se vive con más facilidad, pero no con más intensidad. El amor exige esfuerzo, exige trasnochos, exige lucha a veces hasta contra sí mismo. El amor exige hacerlo todo para la felicidad del amado, incluso hasta la negación de sí mismo, como lo hizo Jesús. Cuando se ama no se escatiman esfuerzos para hacer feliz al cónyuge...

Vale la pena porque está Jesús en medio de los esposos. En cada uno de ellos y en medio de ellos. Al ser realidad sacramental es imposible eliminar esta verdad. Por eso, basados en ello, es imposible la disolución del vínculo. Desde que ambos empezaron a vivir el sacramento, se hizo presente Jesús. Y Jesús no desaparece. Él se mantiene siempre entre ambos y en cada uno para el otro, aunque físicamente estén lejos. Él los hace "una sola cosa", "carne de mi carne, hueso de mis huesos". No es posible que, porque en algún momento dejó de gustarme mi brazo, yo me lo ampute para ser feliz. Aunque no me guste, debo saber convivir con él. Lo mejor es, por el bien propio y de la pareja, basándose en el amor mutuo, aprender a hacerlo y superar el rechazo...

Vale la pena porque es hermoso ser testimonio del amor. Es hermoso que los esposos nos digan a todos que Dios nos sigue amando. Y que, a pesar de las dificultades que se puedan vivir, que casi nunca superan las alegrías y las ilusiones que se puedan experimentar, es hermoso luchar por el amor, para darlo a conocer al mundo entero. Con ese testimonio todos aprendemos que el amor vale la pena, que es una realidad por la que es bueno luchar, que nos impulsa casi hasta el heroísmo porque es muy valioso. Dios quiere seguir diciendo al mundo, a cada hombre y a cada mujer de la historia, "así somo fulanito y fulanita se aman y luchan por su amor, así mismo, y más aún, te amo yo a ti..."

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