Confiar en Dios requiere, ciertamente, de un atrevimiento osado de parte nuestra. Exige confiar en que lo imposible es nada para Él, y que jamás dejará de hacerlo en favor nuestro. Es una radicalidad en la que se nos pide entrar en la dimensión de lo desconocido, a la que jamás podremos llegar con nuestras fuerzas, pues es terreno vedado a las capacidades de los hombres. La fe nos dice que hemos sido creados por Dios a su "imagen y semejanza", es decir poseemos cualidades similares a las de Dios. Cabe preguntarse, ¿hasta dónde llega esa similitud del hombre con Dios? ¿Podríamos afirmar que llega hasta el ser uno igual a Él y que, por lo tanto, tenemos sus mismos poderes y podremos hacer sus mismas maravillas? Jesús mismo nos dijo en una oportunidad: "Ustedes podrán hacer cosas como estas y aun mayores", aludiendo a las maravillas que se veían surgir de sus manos y que dejaban boquiabiertos a los testigos. ¿Ese ser imagen y semejanza de Dios se refiere entonces a ser tan poderoso como Él y a la capacidad de realizar portentos tal como Él los hace? La imagen y semejanza de Dios en nosotros se refiere, principalmente, a las cualidades que adornan nuestro espíritu: amor, libertad, inteligencia, voluntad. Todas estas cosas quedaron impresas en nosotros al surgir de las manos amorosas del Creador y nos hacen distintos y superiores a todas las demás criaturas que Él hizo existir. Nos asemejan a Él y nos diferencian de las otras criaturas. Nos han dejado en un estadio superior, cercano a Dios y a medio camino hacia las criaturas irracionales y las inanimadas. Pero no creó Dios unos "pequeños dioses", como si hubiera colocado en el mundo a quienes pudieran competir con Él en poder, en gloria o en magnificencia. La grandeza del hombre no estriba en hacerse iguales a Dios. Esto fue lo que astutamente hizo creer a Adán y Eva la serpiente, el demonio, por lo cual hizo surgir la rivalidad del hombre contra Dios, con la pretensión de hacerse igual a Dios: "Ustedes serán como dioses". La comprensión correcta de la frase de Jesús -"Podrán hacer cosas aún mayores"- y la del Padre -"Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza"-, nos dará la comprensión del lugar que ocupa el hombre en el mundo y de la estrecha relación y subordinación que existe y existirá siempre del hombre hacia Dios, lo cual no lo hace menos, sino, por el contrario, lo pone en la condición de dejarse en las manos de Dios para poder realizar esas cosas mayores que promete Jesús, que es el punto máximo y su plenitud, pues para eso fue creado y puesto en el mundo.
La grandeza del hombre está en su relación de amor con el Dios que lo creó. Y para que esa grandeza se mantenga es imprescindible que éste se mantenga siempre en unión estrecha de amor y confianza extrema con su Creador. No es la absoluta emancipación de Dios la que le dará mayor grandeza. Por el contrario, alejarse de Dios lo dejará en la mayor de las postraciones. El ser del hombre necesita de Dios para ser comprendido en su magnitud. Quitar la referencia divina lo desliga de Dios y lo hace un ser absolutamente horizontal, sin trascendencia ni referencia a lo absoluto, perdiendo así lo que precisamente lo hace grande y superior a todo lo creado. No es grande el hombre por lo que pretenda ser en sí mismo, sin referencia a nada, sino en cuanto está unido al infinito y se deja conducir por Dios, ese infinito, hacia la plenitud máxima, cuando sí será absolutamente "semejantes a Él, pues lo veremos tal cual es", como dice San Pablo. Nunca ha estado el hombre en su escalón más bajo como cuando ha pretendido hacerse a sí mismo el "superhombre", totalmente emancipado y autónomo, sin ninguna referencia a lo trascendente, haciéndose el "autorreferente" único, por lo tanto, sin añoranza de eternidad ni de infinito. Los peores momentos de la historia de la humanidad han sucedido cuando las sociedades han querido "deslastrarse" de Dios y han querido emprender vuelo por sí solas. La experiencia de todas esas sociedades, sin excluir ninguna de las que han tenido esa pretensión, es la de la destrucción de todo lo que enaltece al hombre, colocándolo simplemente como un productor, o un producto más de mercadeo, o un sujeto de experimentación, o un ente totalmente desechable, o un número en la línea de fabricación, o un estorbo que hay que eliminar, o un esclavo del cual hay que servirse, o una herramienta de la cual hay que aprovecharse y que se desecha cuando ya no sirve, o un cúmulo de instintos que es "libre" de hacer lo que le venga en gana sin importar nada más sino solo su propia complacencia... Cuando Dios no está, no está el hombre. Está una "cosa". Están el que domina y el que es dominado. Faltando Dios falta el amor, la compasión ante el mal del otro, la justicia, la solidaridad, la asociación para el bien, la caridad, la verdad, la defensa del don de la vida, la paz. Solo resaltará lo que enaltezca al que domina la situación en el momento. Es la deshumanización más alta y dolorosa a la que podrá llegar la humanidad. Por eso se requiere de la valentía de los que quieren comprender y vivir en la verdadera unión con Dios y que no se dejen llevar de esa vorágine, oponiéndose radicalmente a ella, aunque no sea lo "políticamente correcto", y esperando que lo portentoso siga sucediendo, surgiendo de la mano poderosa de Jesús que nos ama infinitamente.
Él no se dejará arrancar fácilmente de las manos a quienes ha creado y a los que le ha costado tanto rescatar. Es quien se ha puesto a nuestro lado haciendo que lo imposible sea posible: "Se produjo una tempestad tan fuerte, que la barca desaparecía entre las olas; Él dormía. Se acercaron y lo despertaron gritándole: '¡Señor, sálvanos, que perecemos!'". Sin la presencia y la acción de Jesús la muerte es segura. Sin esa acción maravillosa de su mano poderosa nada de lo imposible es posible. Pero con Él es todo posible. Todo lo que nos favorece y nos conviene hace que suceda. Por eso, tranquiliza a todos: "¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?' Se puso en pie, increpó a los vientos y al mar y vino una gran calma". La vida de los hombres está continuamente amenazada por las tempestades y éstas serán mortales si dejamos a Jesús a un lado, como si durmiera desentendido. Es necesario que lo despertemos y que le urjamos a ayudarnos. "Sin mí no pueden hacer nada", nos dice Él mismo. Por ello, ese "podrán hacer cosas aún mayores", que nos promete Jesús se cumplirá solo con la condición de estar unidos a Él. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta", entendió San Pablo. Sí, nada podremos dejar de hacer, pero no porque fuéramos "pequeños dioses" que entran en una especie de competencia con el único Dios, sino porque nos hacemos uno con Él y no nos separamos nunca de Dios. Separarnos de Él es perder nuestra identidad y nuestra esencia. Es perderlo todo, como lo vivió Israel en carne propia: "Ustedes quedaron como tizón sacado del incendio. Pero no se convirtieron a mí —oráculo del Señor—. Por eso, así voy a tratarte, Israel. Sí, así voy a tratarte: prepárate al encuentro con tu Dios". Dios nos quiere mantener en la condición de seres superiores, y quiere convencernos de que la única manera de lograrlo es mantenernos íntimamente unidos a Él. Nuestra perdición es alejarnos de Él, pues nos hace perder la conexión con el que precisamente logra que seamos superiores. El hombre "es el único ser capaz de Dios", como dijeron los Obispos latinoamericanos en Puebla hace ya más de 40 años. Es lo que nos hace superiores. No hacer uso de esa prerrogativa únicamente nuestra es desechar esa superioridad. "Ser capaz de Dios" significa que es el único ser que puede entrar en relación con Él. No hacerlo y, por el contrario, rechazar por soberbia ese contacto de intimidad con el Señor, reconociéndonos necesitados de Él para seguir siendo superiores, es descender al nivel de todas las demás criaturas. Es dañarnos a nosotros mismos pues no apuntamos a lo más alto que podemos vivir, que es el amor infinito y eterno de Dios, lo que asegura nuestra plenitud, nuestra trascendencia, nuestra eternidad.