Entre las "riquezas" que pudimos aportar los hombres a Dios, si es que le pudimos haber aportado alguna, es la de tener corazón. Dios es espíritu puro, por lo tanto en lo más puro de su naturaleza no tiene carne, pues para Él la carne representaría más bien una limitación al haber ella surgido de sus manos creadoras y estar atada a la existencia en el tiempo y en el espacio. Su amor divino, que es eterno e infinito, existió desde siempre, desde toda la eternidad, y existirá para siempre. No desaparecerá jamás pues es su esencia y le da su identidad profunda. Lo afirma San Juan en su Primera Carta: "Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él". Está claro que Dios no empezó a amar en la encarnación de Cristo, que fue cuando empezó a tener carne humana, pues amó desde siempre en su existencia eterna, pero sí hizo que su amor pasara a formar parte de la vida de sus criaturas preferidas, los hombres. Cuando decretó la existencia de los hombres "a nuestra imagen y semejanza", colocó en ellos esa capacidad natural que existía en Él, que es la de amar. El don más valioso que Dios daba al hombre era esa capacidad de su amor, pues en ella iba Él mismo. Si Dios es amor, haber creado al hombre con la capacidad de amar es haberle regalado su misma esencia. El hombre, así, era algo parecido a Dios, una especie de dios menor, por cuanto compartía en el amor algo de la esencia divina. El corazón humano ha sido tradicionalmente considerado la sede de los sentimientos. El hombre, según eso, ama con el corazón. Un hombre sin corazón, así lo entendemos, es un hombre que no es capaz de amar. Es, sin duda, un reduccionismo romántico esta fijación del amor en el corazón del hombre, pues la realidad es que el amor es un movimiento de todo el ser. El amor no es solo idealismo o romanticismo. El amor es una decisión activa y comprometedora, en cuanto es el hombre entero el que tiende con todo su ser a vivir ese amor y a vivirlo de acuerdo a lo que él implica. El amor lanza hacia el amado, impulsa a buscar su bien, compromete en la búsqueda de su felicidad. Y en eso está implicado todo el hombre. El corazón es una víscera del cuerpo, por lo que no podemos reducir el amor a algo solo visceral. Con todo, siendo un reduccionismo, no está mal que lo ubiquemos concretamente en el corazón, por cuanto necesitamos tener algo específico a lo cual referirnos cuando hablamos del amor.
Siguiendo esta línea de razonamiento, podríamos agregar que, en cierto modo, esa riqueza que Dios ha obtenido de los hombres haciéndose de un corazón humano en Jesús, es consecuencia de un "aprendizaje" que Él quiso hacer desde nosotros. Desde toda la eternidad Dios nos amó a lo divino. En la encarnación obtuvo un corazón humano, el de Cristo, nacido de la Virgen María, y desde ese momento "aprendió" como nosotros a amar con corazón humano. Dios, que no tenía hasta ese momento de la historia corazón de carne, empezó a tenerlo, y tuvo que "aprender" de José y de María a amar también con ese corazón que estaba estrenando. Aquel amor divino que en sí mismo era infinito y eterno, pues era Él mismo, al entrar a formar parte integrante y activa de la historia humana como uno más de entre nosotros, se convirtió en el amor humano de Dios, que se hizo aún más cercano y asequible para cada uno de nosotros. Así hizo más sencillo para nosotros el vivir en el amor, pues lo puso a nuestra vista no desde la inmensidad de su trascendencia infinita e inalcanzable, sino desde ese corazón humano del Dios que se había hecho hombre como uno más de nosotros. De esta manera, entendimos que el amor que nos pide Jesús que tengamos en nuestro corazón es el mismo que Él nos tiene. Por eso el mismo Jesús transformó la medida del amor del mandamiento. Antes era: "Ama a tu prójimo como a ti mismo", pues la referencia más cercana que poseíamos del amor mayor era el del que teníamos más a la mano, que era el amor a nosotros mismos. Con su encarnación ya teníamos a la mano su amor como referencia humana: "Ámense los unos a los otros como Yo los he amado". Es el amor divino hecho humano, por lo tanto ya convertido en una referencia posible para nosotros, y más cercana. Aquel amor humano del Dios que se hizo hombre lo entendemos mejor. Por ello sabemos que nuestro amor debe ser como el del Jesús que ama con amor compadecido a la viuda de Naím que ha perdido a su hijo, que ama con amor henchido de ternura a la anciana que echa en el cepillo del templo las últimas monedas que le quedaban para sobrevivir, que ama con amor misericordioso a la adúltera que le es presentada para ser juzgada y lapidada, que ama con amor piadoso a la mujer que se lanza llorando a sus pies y los limpia con sus lágrimas en la casa de Simón el Fariseo, que ama con amor salvífico a Zaqueo trepado al árbol para poderlo ver mejor cuando pasa, que ama con amor comprensivo a Nicodemo que se acerca escondido y de noche a hablar con Él, que ama con amor fraterno a Marta cuando le reclama por la muerte de su hermano Lázaro...
En toda esa gama de amores Jesús, Dios encarnado, se sintió cómodo. Evidentemente las había tenido siempre en su experiencia personal como Dios. Pero en su experiencia como hombre eran totalmente nuevas para Él. Y le gustó tenerlas. Las disfrutó y las vivió con intensidad. Y porque fueron tan agradables y compensadoras para Él, deseó que también nosotros las tuviéramos para vivir esa compensación infinita del amor divino hecho humano. Amar como Jesús amó nos hace amar como Dios amó humanamente. Incluso en el amor más radical e inobjetable como el de su entrega a la muerte en la Cruz. "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Unigénito, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados". El Hijo aceptó esta encomienda del Padre porque nos amaba infinitamente. Y esa misma fue su total compensación. Su corazón nos amó de tal modo que sintió inmensa alegría al hacerlo. Y está plenamente consciente de que esa será también nuestra alegría. Por eso, al haberlo entendido, San Juan nos invita a hacer lo mismo: "Queridos hermanos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud". Nuestra dicha plena estará en lo mismo que vivió Jesús: "En esto conocemos el amor: en que Él entregó su vida por nosotros; también nosotros debemos entregar nuestras vidas por los hermanos". Es de tal manera compensadora esta experiencia del amor humano de Dios, que habiéndola vivido Jesús en sí mismo, nos ofrece no solo su testimonio para poderlo seguir, sino su apoyo para que no tengamos desilusiones ni cansancio al hacerlo: "Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera". Esa oferta es eterna en el tiempo. Nunca dejará de estar Jesús con la mano tendida hacia nosotros, pues habiéndolo experimentado Él en su propio corazón humano, quiere que la tengamos cada uno de nosotros en nuestro propio corazón: "Él es el Dios fiel que mantiene su alianza y su favor con los que lo aman y observan sus preceptos, por mil generaciones".
Una persona con corazón al máximo de la bondad, es el amor de Dios, que hemos conocido a través del Corazón de Jesús y nos lleva a descubrir que él es todo amor.
ResponderBorrarUna persona con corazón al máximo de la bondad, es el amor de Dios, que hemos conocido a través del Corazón de Jesús y nos lleva a descubrir que él es todo amor.
ResponderBorrarDe verdad que cada vez adentrándonos más en el Corazón de Amor de Jesús, nos quedamos sin palabras por contar con un Dios que nos ama desde la eternidad. Y que en cualquiera de nuestras circunstancias allí, tomando nuestras cargas. Tremendo compromiso de corresponderse como El que si se merece respuestas de amor del que ama inmerecidamente. Señor en mi otoño, toma.mi barro y hazme una mujer nueva que se abandone a ti y te ame y sea testigo de ello. Amen. Monseñor sabía que esta reflexión iba a llenar mi corazón de energías para seguir busc ando el Corazón de Jesús....
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