Una de las llamadas más exigentes que hace Jesús a sus discípulos es la del seguimiento de las huellas del Padre Dios: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". Ante ella, surgen inmediatamente diversas reacciones en el pensamiento de cada uno. Por un lado, se piensa en la imposibilidad de llegar a esa perfección, pues somos débiles y estamos llenos de fallas. Continuamente estamos cayendo en pecados, en imperfecciones. Por más que nos esforcemos, siempre surgirán piedras en el camino que nos harán tropezar y caer. De allí que nazca también una especie de desilusión ante la que sucumbimos fatalmente y llegamos a sacar la conclusión de que entonces esa llamada no es para nosotros, pues ese nivel de perfección es imposible. Por otro lado, podemos pensar que solo unos espíritus privilegiados pueden llegar a tal grado de perfección, como es el caso de los grandes santos de la historia, a los cuales consideramos espíritus elevadísimos, a quienes es imposible seguir y ni siquiera imitar, pues nuestra característica principal es la de la debilidad y la inconsecuencia, por lo que si emprendemos un camino que nos llame al esfuerzo caeremos en él y lo dejaremos pues lo consideramos demasiado exigente. Nuestra conclusión es que si no lo vamos a lograr nunca, no vale la pena esforzarse. De esta manera, la idea que nos hacemos entonces es la del absurdo de la invitación de Jesús, pues está poniendo una exigencia excesivamente elevada para nosotros, unos seres que jamás podrán llegar a cumplirla. En efecto, llegamos a pensar que Jesús le está pidiendo peras al olmo, pues nosotros nunca podremos llegar al grado de perfección del Padre. Sería en Jesús una inconsciencia, por cuanto conociéndonos como nos conoce, pues hemos surgido de sus manos creadoras, coloca una exigencia en la que Él sabría muy bien que jamás podríamos dar una respuesta satisfactoria. Incluso pudiéramos llegar a pensar que está cometiendo una injusticia, pues habiéndonos creado y conociéndonos mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos, sabe cuáles son nuestras limitaciones y conoce perfectamente hasta dónde podemos llegar. Es algo que no cuadraría con su ser de amor, pues sabiendo lo que somos y nuestras limitaciones, estaría poniendo una exigencia absurda. Esto estaría muy cercano a una actuación malintencionada, que hablaría de una subyacente maldad. Jesús sería "un dios malo", pues no estaría actuando de acuerdo a lo que actuaría el amor.
Debe surgir en nosotros, en consecuencia, la pregunta lógica: ¿De verdad Jesús nos está pidiendo algo imposible? ¿Es injusto Jesús, al grado de pedirnos algo que Él sabe muy bien que jamás podremos cumplir? La respuesta que surge de inmediato es, por supuesto, que no. Jesús jamás nos pide imposibles y, evidentemente, nunca puede ser injusto, pues Él es Dios y en Dios jamás puede haber cualidades alejadas del bien y del amor. Por lo que, como consecuencia lógica, debemos concluir que sí es posible avanzar hacia la perfección del Padre y que cuando Jesús nos lo pide no está pidiéndonos esfuerzos sobrehumanos, dejando solo a nuestro arbitrio el poder alcanzarla. Él estaría apuntando a una etapa superior en nuestra vida humana, en la que ya no será solo con nuestro esfuerzo humano que avanzaremos en ese camino, sino que estaríamos contando con un esfuerzo que ya no será solo el nuestro, sino también el de Él, que estaría dispuesto a llenarnos de su gracia, de su amor y de su fuerza, para avanzar sólidamente en ese camino. "Sin mí no pueden hacer nada", nos ha dicho claramente. Si le damos la vuelta a la frase y la convertimos en la afirmación más contundente de la necesidad de la ayuda de Jesús, la frase diría: "Conmigo lo pueden hacer todo". Lo dijo San Pablo, ya convencido de la necesidad de esa presencia de Jesús en el caminar de fe del cristiano: "Todo lo puedo en aquel que me da la fuerza". San Pablo, como todos los cristianos, fue invitado a alcanzar esa perfección del Padre. Y en su lucha interior, clarísimamente descrita por él mismo, tuvo que llegar a esa convicción. Es imposible avanzar hacia esa perfección a la que nos llama Jesús por los propios esfuerzos o con medios personales. Solo se podrá lograr añadiendo en nuestra lucha al mejor aliado, que es Jesús mismo. Por ello, en la descripción de su itinerario espiritual, muy sabiamente San Pablo nos dejó la clave: "Muy a gusto presumo de mis debilidades, pues entonces residirá en mí la fuerza de Cristo. Cuando soy débil soy fuerte". Es la paradoja que debe reinar en el corazón de cada cristiano. En primer lugar reconocer su propia incapacidad. Pero en segundo lugar, y como paso insoslayable, reconocer que solo con Cristo se podrá avanzar. Lo resumen perfectamente los cursillistas de cristiandad cuando se hacen eco de la frase de Manolo Llanos en su martirio: "¡Cristo y yo, mayoría aplastante!"
Se entiende entonces que Jesús coloque exigencias tan altas a los cristianos. No deben contentarse con medidas mínimas: "Si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos". Hay que apuntar más alto. Jesús eleva la exigencia porque está dispuesto a estar presente en la vida de los cristianos. Cambia el "Ustedes han oído" de la antigüedad, por el "Pero ahora yo les digo" suyo, en el cual da un paso adelante, sube un escalón. En cierto modo es la asunción de su parte de un compromiso más profundo de presencia. Al saber que el hombre solo no puede llegar a cumplir en ese nivel de exigencia, asume que Él deberá estar más presente en esas vidas, apoyando, animando, llenando de ilusión y fortaleciendo. Él debe hacer sentir a cada cristiano su presencia para que no llegue a sentir la frustración por la imposibilidad de avanzar solo. Así lo vivió San Pablo: "Vivo yo, pero ya no soy yo. Es Cristo quien vive en mí". Por eso fue capaz de lanzarse a la aventura de buscar vivir la perfección del Padre. Y así lo vivió todo el que fue elegido por Jesús para anunciar su amor y su salvación al mundo: "'Apártenme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado'. Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los enviaron". El gesto de la imposición de manos era la confirmación de que iban con una presencia superior en sus vidas. Iban con Aquel que los elegía y los enviaba. Jesús no fue nunca irresponsable abandonando a quienes elegía y enviaba. Cuando los enviaba, se embarcaba con ellos en esa misma aventura. Era su fuerza, su palabra, su ilusión y su alegría la que llenaba a cada discípulo que se lanzaba al camino. Por eso fueron capaces de convertir el mundo entero conocido. Es imposible que la sola fuerza humana pudiera hacer llegar tan lejos ese mensaje de Jesús. Se logró gracias a que el Señor estaba allí con cada uno. Debemos siempre pensar entonces que Jesús ni es injusto, ni es malo, ni es irresponsable. Cuando nos pide algo ya antes ha pensado bien cómo hacer para facilitarnos el camino. La llamada a la perfección no es una llamada a algo imposible. Es la meta a la que somos convocados. Es la vivencia perfecta del amor, que es la esencia profunda de Dios. Y eso sí que podemos alcanzarlo cada uno, confiando en Jesús y en su inhabitación en nuestros corazones. Emprender el camino hacia esa meta de la perfección del Padre es ya responder afirmativamente a la llamada de Jesús. Aunque no alcancemos esa meta en esta vida y sucumbamos una y otra vez por nuestras debilidades, nuestras fallas y nuestro pecado, el hecho de seguir confiando en Jesús y seguir haciéndolo nuestro aliado, colocando nuestra mirada siempre en la meta a alcanzar, hace que nuestro caminar valga la pena. Es la fuerza del amor, que nos impulsa a ser siempre mejores, a pesar de nosotros mismos.
Entendemos señor, que con tu ayuda lo podemos todo. Amén
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