Dios es eterno. No empezó a existir en un momento de la eternidad, ni dejará de existir nunca. Él es la causa de la existencia de todo, del mundo espiritual y del mundo material. Existió siempre y existirá eternamente. Antes de la creación ya Él estaba desde la eternidad anterior y después que todo pase seguirá estando. Habrá, claro está, un cambio en esa existencia futura, cuando se acabe toda la realidad que vivimos. Si antes de nuestra existencia lo llenaba todo solo Él, en su existencia trinitaria absolutamente satisfactoria para Él, luego de la desaparición de toda la realidad material estará acompañado para toda la eternidad futura por nosotros, sus criaturas amadas. Ninguno de nosotros es necesario para su existencia, pues en toda la eternidad anterior a la creación vivió en su intimidad trinitaria en el amor mutuo de las Tres Personas que es su esencia más profunda. En aquel momento de la historia en que se decidió a crear todo lo que no es Él, decidió tener un objeto externo al cual pudiera también llenar de su amor. Ese amor que vivía naturalmente en la relación interpersonal entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, salió de ese círculo totalmente satisfactorio para sí mismo, y lo transmitió al hombre, a quien amó plenamente y al que hizo sujeto privilegiado de ese amor infinito que vivía íntimamente. Lo creó y decidió hacerlo capaz de su amor, por lo cual lo hizo también capaz de amar como Él. Ambas cosas, la capacidad de recibir amor y la capacidad de amar, son quizás los mejores regalos que pudo haber hecho a su criatura. Con la inteligencia y la voluntad con las que los enriqueció, siendo atributos exclusivamente suyos, los llenó de la capacidad de hacer consciente ese amor y de hacerlo comprender la necesidad de esforzarse en todo por vivirlo para ser completamente feliz y llegar a la plenitud del gozo que cualquier hombre puede vivir. No son las compensaciones materiales que el hombre por su propio esfuerzo pueda alcanzar las que le darán la experiencia de la dicha mayor, sino la vivencia del amor verdadero, en medio de cualquiera de las circunstancias que le corresponda vivir, las que darán la verdadera compensación en plenitud. No es muy difícil comprender esto, pero los hombres nos empeñamos en hacerlo complicado, pues en cierta manera le tenemos miedo al amor. Tememos ser amados. Y tememos amar con corazón pleno. Lo consideramos un riesgo muy grande, pues nos llama a un compromiso estable y duradero. Dejarse amar implica el abandono total en los brazos de ese que nos ama. Y eso nos crea mucha incertidumbre. Cuando nos dejamos amar no estamos estudiando a quien nos ama, sino que cerramos los ojos simplemente con el deseo de experimentar la dulzura de ese amor que compensa todo. Esa experiencia, aun siendo enormemente bella e intensa, nos crea mucha inseguridad.
Dios nos invita, en esa existencia eterna y por ello mismo realmente llena de sabiduría, a que lo tomemos en serio. El mismo Jesús quiere convencer a todos de esa existencia eterna de Dios y de su amor por cada hombre de cada momento de la historia: "¿No han leído ustedes en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo Dios: 'Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob'? No es Dios de muertos, sino de vivos". Si está presente eternamente, ama eternamente. Su amor no está enmarcado en un periodo de tiempo. Su corazón no tiene confines temporales. Cada hombre es amado en su condición de vida, la que Él mismo le ha regalado, por lo que no se circunscribe a unos tiempos concretos, sino que está como imbuido en cada segundo de la existencia de cada hombre, sean esos segundos buenos o malos. Su amor no deja de estar presente jamás, pues Él no deja de estar presente jamás. Y en esa historia personal ha quedado demostrado que quien se ha dejado amar, cerrando sus ojos y dejando simplemente que ese amor fluya hacia su corazón, experimenta los momentos gloriosos que ese mismo amor de Dios lo hace vivir. Así fue con Abraham, con Noé, con Moisés. Y así ha sido con los grandes santos: San Pablo, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila, Santa Teresa de Calcuta, San Juan Pablo II... No es solo que ellos hayan amado a Dios. Es que tuvieron el "atrevimiento" de dejarse amar por Dios, con ese amor infinito que es el único que Él tiene. Por eso dejaron que Dios "hiciera lo que le viniera en gana" con ellos. Están absolutamente convencidos de que "Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino según su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos". No tenían que fijarse como meta hacer grandes obras, sino que tenían que dejarse amar, como convocados por Dios y dejándose llenar de esa gracia que es su don de amor. Para ellos no había ninguna duda del paso que debían dar, pues fueron capaces de sortear el obstáculo que hubiera podido ser puesto por su propia duda, haciendo consciente de que quien los amaba infinitamente mal podía hacer algo que hubiera ido en contra de ellos y fuera perjudicial para sus vidas. Su convicción era la del amor. Porque amaban tenían plena confianza en el amor. Y porque amaban eran capaces de dejarse amar, sin medir ninguna de las consecuencias, pues estaban convencidos de que todas ellas eran buenas: "No me avergüenzo, porque sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día". Es la persuasión que tiene quien se deja amar con toda intensidad, sin dejar nada fuera por desconfianza.
Esa certeza no es única. Es nueva en cada uno que la experimenta, pero es ya conocida en quien la ha tenido. Son los modelos que podemos tener y seguir, pues conocemos casos de aquellos que la han vivido en plenitud y han sabido sortear todas las dudas y suspicacias. Es una conciencia histórica que es necesario tener, pues nos ayuda a tener la convicción de que Dios no dejará de actuar como ya ha actuado en ocasiones anteriores, incluso en personajes cercanos a nosotros mismos: "Doy gracias a Dios, a quien sirvo, como mis antepasados, con conciencia limpia". Nuestra historia personal nos proporciona acontecimientos gloriosos en los que podemos percatarnos que cuando se deja actuar a Dios, dejándose amar plenamente por Él, suceden cosas maravillosas. Podemos fijarnos en las vidas de nuestros ascendientes u otros familiares y amigos: abuelos, padres, hermanos, familiares, vecinos, compañeros... Seguramente entre ellos encontramos momentos puntuales o estables, en los que vemos que se han dejado amar sin escondrijos y han vivido la plenitud de ese amor que los ha llenado de una compensación inédita, absolutamente novedosa, y que nos convencen de que no es necesario otra cosa sino la vivencia de ese amor. Es de tal manera compensadora esa experiencia que no importa para nada si se pasa por momentos dolorosos o momentos felices, si hay abundancia de problemas o ausencia de ellos, si se vive una terrible enfermedad o si se está en plenitud de salud. Lo importante es que en la alegría o en la tristeza, en la salud o en la enfermedad, en la riqueza o en la pobreza, "Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza". Su amor es inmutable y como tal ese espíritu con el que nos ha enriquecido no cambia jamás, por lo que en cualquiera de las circunstancias que vivamos, siempre será fortaleza, amor y templanza. Es eso lo que importa. Dejarse amar por Dios es estar en el pleno convencimiento de que abandonados en ese amor siempre estaremos viviendo lo mejor que podemos experimentar los hombres. No hay mejor vivencia ni compensación superior a la que podemos experimentar en el amor que Dios derrama sobre nosotros. Por eso la dicha del cristiano está no en las cosas que puede obtener ni en las riquezas que puede acumular, sino en abrir su corazón para dejarse amar con ese amor eterno que es el único que Dios sabe dar. En Él no hay términos medios. O lo da todo o no da nada. Y Él desde que nos creó decidió darnos todo su amor. Y ya no puede hacer otra cosa. Por eso, somos eternamente destinatarios de su amor. Y ese amor es eterno, infinito e inmutable. Nunca se acaba y nunca cambia. Y es nuestro si nos dejamos amar plenamente.
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